Los marketineros yanquis tienen una capacidad de síntesis admirable. Ahí está el slogan
que uno de ellos ideó para Un domingo cualquiera: "Life is a contact
sport". Excelente, aunque benévolo resumen de este experimento en el que Oliver
Stone, una vez más, se vale de una pasión de multitudes para montar sobre ella una
alegoría más o menos explícita sobre la existencia y sus complicaciones. "La vida
es un deporte violento." Y sí, podríamos ponerlo así, sólo que no hacía falta
una película de tres horas para averiguarlo.El
deporte en este caso es el fútbol americano, una versión algo compleja, e inmensamente
más popular, de lo que aquí llamamos rugby. El equipo son los Sharks de Miami y su
entrenador es Tony D'Amato, un enésimo ítalo-americano de voz aguardentosa interpretado
por Al Pacino. Ya la primera secuencia sienta el tono del relato: un interminable partido
tomado desde todos los ángulos posibles, con cámaras lentas, picadas, movidas, rasantes.
Con el rock otra pasión de multitudes inundando la banda de sonido a tal
punto que cuesta inteligir los diálogos, y planos fugaces pero contundentes que
introducen a las luminarias del elenco. Desde la propietaria del club, una mujer fría y
calculadora (a la que otro mago de la síntesis definió como "Millenium Woman")
animada por Cameron Diaz, hasta el cotizado quarterback del equipo, que corrió
por cuenta de un Dennis Quaid ya demasiado viejecito (pobre, encima lo hicieron engordar
como quince kilos). Esta es la tercera derrota consecutiva de los Sharks y, como tal,
apura la primera moraleja de la noche: aunque sea duro, es necesario seguir adelante. O si
prefieren: lo importante no es ganar, sino competir.
Hay un problema con el montaje sensacionalista de
eventos deportivos: su falsedad esencial. Por un lado no permite disfrutar del juego (esa
es la razón por la que la televisión prefiere el realismo a la hora de transmitir y
retransmitir los partidos). Por el otro, cualquier tronco puede pasar por gran
jugador con la cámara lenta delante y el rock pesado atrás, y lo mismo sucede con las
jugadas. Lo que opera Stone es una hinchazón de estilo similar a la de los
videos "de casamientos": todos salen espectaculares gracias a los efectos, pero
cuesta creer en esa espectacularidad... y mucho más bancársela hasta el último
minuto. Sepan que este no es el único partido mostrado de este modo en Un domingo
cualquiera. Todavía faltan los encuentros con los Rhinos, Crusaders, Knights y
varios otros combinados que ahora se me escapan.
La trama tiene muchas puntas. El
mencionado quarterback se lesiona, lo que abre las puertas para que un suplente bastante
más joven e igualmente talentoso le empiece a hacer sombra. Sufre el lesionado, pero
también sufre el reemplazante (Jamie Foxx, tan ascendente como su personaje) porque cree
que lo discriminan por ser negro. Sufre el veterano entrenador (Pacino) porque la dueña
de la pelota (Díaz) no quiere entender que las estrategias "de toda la vida"
(que le valieron a D'Amato treinta años de victorias y trofeos) siguen siendo efectivas,
y lo quiere pasar a retiro. Hay más: tiras y aflojes con los financistas, que se resisten
a seguir invirtiendo en un equipo perdedor; problemas conyugales de los jugadores; doping
y antidoping, etc. Entre partido y partido cada conflicto tiene su lugar, y todos lo
ocupan del mismo modo: sofisticadamente montados, ampulosamente dialogados y resueltos a
las apuradas, casi siempre con la ayuda de aforismos.
Y si todos los caminos conducen a
Roma, todos los conflictos, tarde o temprano, pasan por Pacino. Los
consabidos discursos "pre-partido", destinados a levantar el ánimo de los
jugadores, se conjugan con esas "lecciones de vida" que siempre tiene a flor
de labios para hacer de su Tony D'Amato una suerte de vocero moral. Del que
pueden escucharse toda clase de verdades, desde "van a renacer como equipo o
morir como individuos" hasta "te das cuenta de las cosas que tenés cuando ya
las perdiste". De más está decir que muchas de estas frases lo aproximan
fatalmente al umbral de la sobreactuación. Pero
–sigamos con los refranes–
la culpa no es del chancho sino del que le da de comer.
Guillermo Ravaschino
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