Si
hay algo que no puede negar Un loco amor es su origen: la
cinematografía italiana. Abreva en ella tanto para sus virtudes cuanto para
sus defectos.
El cuentito
es sencillo: Timoteo (Sergio Castellitto) es cirujano. Al hospital donde
trabaja llega una joven que ha sufrido un accidente de moto. La joven es su
hija, Angela (Elena Perino). Y mientras es intervenida quirúrgicamente,
durante esa espera donde el tiempo parece quedar en suspenso, la mente de
ese padre desenrollará el ovillo de una historia prohibida que supo mantener
a la par de su matrimonio impecable con una bella y exitosa profesional,
Elsa (Claudia Gerini). Historia de años ha (exactamente los 15 que también
tiene su hija), vivida al borde de la locura y la pasión –al mejor estilo
italiano– con una mujer que nada tiene en común con él. Italia (Penélope
Cruz) es el nombre de esa mujer. Y ese nombre, como todos los nombres ("en
las letras de rosa está la rosa", Borges dixit), la constituye. Estereotipo
pleno, y a la vez plena carnadura humana: pobre, violentada en su infancia,
inculta, tosca, burda pero de buen corazón.
A decir
verdad, el manejo de los estereotipos (flechazo sexual entre clases,
profesional hastiado, "puta" noble, etc.) es lo que abunda y menoscaba el
resultado, embarcando al film en elecciones que moldean el material ya en el
plano del contenido –demasiadas veces– como una mala telenovela donde las
obvias mentiras marcan el ritmo (avance) de la trama, y en el plano de la
imagen cuando no con chatura con redundancias evitables. Un excesivo metraje
también resta, pero es esa especie de egolatría de Castellitto el peor
escollo a atravesar. Hombre orquesta (protagoniza, co-escribe el guión con
su mujer –autora del bestseller en el que la película se basa–, dirige),
agobia con su presencia casi excluyente. Focalizado en él (sus flashbacks
reconstruyen la narración) es poco lo que podemos vislumbrar de las
interioridades, los sentimientos, los deseos que conforman a los seres que
lo rodean. Y esto no es menor ni resulta una objeción tirada de los pelos,
siendo como es el film un texto que el (melo)drama se va tragando sin
medida.
Cine
exagerado, extravertido, excesivo. A puro grito y a flor de piel... y esto
no le juega necesariamente en contra. La prueba está en Penélope Cruz, cuya
actuación admite cualquiera de esos calificativos y sale airosa y digna con
una composición que trae ecos de la Magnani o la Loren, o de la Cabiria de
Giulietta Masina, y con la que consigue retomar la senda de la actriz que
alguna vez fue.
El director
carga las tintas en un sentido religioso (católico) que impregna todo de
culpa y castigo divino, con su posterior salvación extraterrena, y que se
cuela en los símbolos (la cruz que forman los pasillos externos del
hospital), las puestas en escena (la lluvia del último encuentro, el calor
infernal del primero, los planos de la cruz torcida del dormitorio de
Italia, de la que cuelga de su pecho, de la que ve en la cima del monte en
el viaje de regreso a su pueblo), los parlamentos ("Dios no nos va a
perdonar"; "¿A qué vas de putas? A rezar") y la moraleja.
De allí que
la forma trágica no logre imponerse y el melodrama, que lo tiñe todo,
disfrace de amor culposo lo que no son más que encuentros sexuales (primero
violación, y después, y siempre, con la fuerza o la retribución pecuniaria
como ingrediente principal), diluyendo entonces en favor del hombre
responsabilidades y crueldades gratuitas. "Todos somos crueles. Algunos más,
otros menos", le espeta Timoteo a su colega Alfredo como si bastara ese
simple enunciado para disolver sus efectos. O aquella idea que el
protagonista parecer creer a rajatablas: decir "lo siento" es suficiente
para disculpar cualquier obrar.
Un desempeño
más que correcto de los actores que cubren los roles secundarios (entre los
que resalta Angela Finocchiaro) y una banda sonora que no siempre parece
saber su función completan el paquete. Ah, y la canción convertida en leit
motiv, alrededor de la cual parece haberse construido toda la película:
"quiero encontrar un sentido a esta historia aunque sé que esta historia no
lo tiene", dice en una de sus estrofas. Pero entonces para qué, se pregunta
uno.
¡Qué tiempos
estos en que las metáforas son tan literales! (Si aún no ha visto la
película, quizá prefiera no leer lo que sigue.) El doctor toma a Italia
cuando le piace. El fruto de esa unión se aborta. El temor de perder
el bien más preciado (el hijo legítimo) abre el arcón de los recuerdos. De
allí brotan los santos pobres que supimos conseguir (y construir) y el ruego
es escuchado. Dos horas de sufrimiento permiten dar sentido a las supuestas
locuras y exculpar un "amor apasionado" que no alcanza a ocultar una gran
cuota de irresponsabilidad y egoísmo.
Javier Luzi
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