Una
serpiente nada zigzagueante entre los barrotes de una celda ocupada por un
criminal de ascendencia latina en el sótano inundado de una comisaría de
Nueva Orleans en los días posteriores al paso del huracán Katrina. No parece
el inicio de un policial al uso, pero en este caso, sorpresivamente, lo es.
En realidad, Un maldito policía en Nueva Orleans es un policial
convencional enfermo de la curiosidad y la locura de Werner Herzog. Que es
lo mismo que decir, por supuesto, que Un maldito policía en Nueva Orleáns
está lejos de ser convencional y que su cualidad de policial está puesta
en crisis desde su interior.
Claro que esta
historia del espiral descendente de un policía adicto a las drogas y al
juego que debe llevar a cabo una investigación relacionada al narcotráfico
no tiene nada de original. En manos de un F. Gary Gray o un Antoine Fuqua,
especialistas ambos en policiales sórdidos, probablemente acabaría siendo
otro “thriller” sensacionalista del montón. Sabemos por experiencia como
resultaría esta película dirigida por Abel Ferrara: la evidencia esta allí,
se llama Bad Lieutenant (1992), y es un cuento de excesos, pecados y culpas
con redención cristiana incluida. Pero la mirada penetrante del
realizador alemán se impone por sobre los lugares comunes y el moralismo
retrógrado mal disimulado que aqueja al género, abriendo el juego para
introducir su obsesión personal: la búsqueda de imágenes nuevas, no
contaminadas por la banalidad de la razón instrumental del capitalismo
moderno.
La exploración por
el reino de lo extraordinario lo llevó en esta ocasión a recrear las
secuelas del Katrina, a la vez evidencia de la lógica inapelable de la
naturaleza y confirmación de la eterna amenaza latente contra los excesos de
la sociedad occidental. Pero el fin del mundo para Herzog tiene menos que
ver con las fantasías de destrucción made in Hollywood que con la
degradación intelectual y espiritual de la civilización. En ese sentido, el
mundo contemporáneo ya es post-apocalíptico, como lo demuestra el título de
su último documental, Encuentros en el fin del mundo, refiriendo
tanto a un punto geográfico como a nuestro estado como especie. Pero la
posibilidad de resistencia existe; sus películas y las personas y los
personajes que las habitan, en perpetua fuga de la civilización y de sus
códigos, son ejemplos acabados de ello.
Esta vez el
personaje en fuga es Terence McDonagh (Nicolas Cage), un teniente de la
policía condecorado por su valentía que, acosado por un fuerte dolor de
espalda ocasionado en cumplimiento del deber que le da un andar similar al
Dr. House de Hugh Laurie, se vuelve adicto a drogas legales e ilegales. La
trama incluye la investigación de una masacre perpetrada por un grupo de
narcotraficantes, pero como el propio McDonagh le dice al dealer de
turno (el rapero Xzibit), los asesinatos nunca importaron. Lo que importa es
la fuga del personaje del teniente, que en realidad es doble. La más
evidente, la fuga del sistema judicial y la moralidad imperante, en un
crescendo que Herzog resuelve con el mayor de los desparpajos durante un
segmento cercano al final que clausura todas las líneas narrativas en una
sola escena, como quien se abandona al placer de dinamitar convenciones
narrativas. Pero McDonagh también se fuga de sí mismo, entrando en un estado
animalizado de percepción distorsionada y demente, que Herzog aprovecha para
generar imágenes inquietantes y poderosas, como si la puesta en escena se
contagiara momentáneamente de la fuga de su personaje. Entonces las
alucinaciones toman el control, deteniendo el caótico flujo de la película
mientras se aproximan a lo extraordinario, dando lugar a varias de las
escenas más libres y delirantes salidas del cine estadounidense en muchos
años. Y allí aparecen, salidos de la nada, lagartos y caimanes que Herzog
filma con cámara digital y en planos cerrados, como apropiándose de su
mirada; con ojos de serpiente.
Sin embargo, la
fuga sólo es posible a través de esos personajes radicalmente
individualistas y extraordinarios, fuerzas de la naturaleza que se revelan
contra su entorno y fieles espejos de la figura del realizador. Herzog
aprovecha la energía desatada de Nicolas Cage para otorgarle al personaje
que interpreta una cualidad mítica, un espíritu bigger than life en
las antípodas del hombre mediocre de la cultura de las imágenes devaluadas
que el realizador tanto detesta. Pero además Cage tiene la capacidad de
mantener la sobreactuación y, a la vez, desaparecer de la superficie de sus
ojos, diluir su presencia en puro gesto histriónico externo, convirtiéndose
en una fuerza irrefrenable sin conciencia de sí misma, a la manera en que lo
hacía el enemigo más querido de Herzog, Klaus Kinski, cuando éste lo
dirigía.
Pero hay un
elemento crucial que sobrevuela todos los anteriores, que Herzog logra
capturar gracias a su enorme curiosidad y su intacta capacidad de
interrogarse y maravillarse con lo que lo rodea, que es el drama del
entorno, de la Nueva Orleans destruida física y espiritualmente por el
huracán y que tiene que reconfigurarse desde cero pero con la convicción de
que la civilización no puede ser garantía de supervivencia, es decir, con la
certeza de la total incertidumbre. Es también el drama de una Norteamérica
ajena a los estereotipos de su cine, que encuentra una representación
original en la mirada extrañada del eterno extranjero de la civilización,
Werner Herzog, aunque, eso sí, filtrada por el prisma del género negro. En
este punto Un maldito policía en Nueva Orleans se hermana con una
película anterior del alemán, la extraordinaria Stroszek, un retrato
de la América profunda vista desde los ojos a la vez maravillados y
aterrorizados de Bruno S.
Esta mirada alternativa de Estados Unidos es posible porque la cámara de
Herzog se deja maravillar: su “estilo” es difícil de precisar, tiene más que
ver con la intención de registro de lo extraordinario e irrepetible de lo
real que con un programa estético explícito. Es una actitud frente al mundo
a retratar que prioriza la duda por sobre las verdades instituidas, que
permite descubrir lo ridículo y lo sublime que yace por fuera de lo
cotidiano, revelándonos todo lo que de absurdo tiene la existencia. Y, lo
que es más notable, lo hace desde el humor: es un gesto de valentía
asombrosa presenciar el fin del mundo, mirar al abismo a los ojos, y
retornar riendo. Pero lo absurdo radica también en el carácter circular de
sus películas, porque la fuga lleva a la autodestrucción o, lo que es más o
menos lo mismo, a ninguna parte. Un maldito policía en Nueva Orleans,
al igual que esta crítica, termina como empieza
–rodeada
de agua y con el criminal de ascendencia latina ahora rehabilitado–,
como una serpiente que se muerde la cola.
Hernán
Ballotta
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