Nuevamente, Adrián Caetano viene a confirmar que es uno de los mejores
directores argentinos que han surgido en los últimos años. Y sin
embargo, ha dado un giro a su labor. Asociado a la prestigiosa productora
Lita Stantic y en coproducción con España, Caetano ha realizado una
película de género, con algunas concesiones al cine comercial.
Un oso rojo se inscribe en la mejor tradición del cine clásico de
Hollywood, con sus rasgos de western suburbano, film negro y
melodrama. Sí, esta vez se trata de una película de acción. Pero no
sólo eso. Es la historia de un perdedor que regresa a su pueblo –un San
Justo que parece el Far West, dice alguien– a tratar de recuperar
lo que le debe la vida. Cuando sale de la cárcel después de varios
años, el Oso vuelve en busca de un botín, pero sobre todo va al
reencuentro con su familia, y ante su disolución, hará lo posible para
recuperar el cariño de su hijita. Los primeros minutos del film presentan
en prodigiosa condensación los antecedentes de la historia y el posible
trayecto del protagonista. Caetano elaboró un guión impecable, con la
–muy prolija– colaboración de Graciela Esperanza.
Hay elementos anteriores del cine de Caetano que perduran en este nuevo
film: una vez más desarrolla el cuadro de una Argentina en
descomposición: toda esa familia está atravesada por la crisis, el
desempleo, la falta de dinero, el desalojo, la caída social y económica.
La cual está plasmada en la pintura de ambientes que ya es un rasgo
estilístico de Caetano: la parrilla de Bolivia tiene aquí sus
correspondencias en otros boliches degradados: en el de La Boca, con sus
jugadores de billar; en el bar del barrio, miserable centro de apuestas;
en la remisería. A todos ellos van a parar los marginales, lúmpenes o
perdedores, que forman una férrea comunidad. O banda delictiva.
El cruce entre la acción y los sentimientos de los protagonistas
entabla un juego permanente, muy bien condensado en la ambigua y
simpática escena de la compra del oso rojo, y en la antológica secuencia
del asalto al son del himno nacional que canta su hija.
El Oso es un personaje de un peso enorme, y esto no es sólo
metafórico. Siguiendo las pautas del cine clásico norteamericano, el
protagonista está muy lejos de los personajes a los que Caetano nos
tenía acostumbrados (todos sujetos a merced de las circunstancias, o de
una realidad implacable). Este Oso tiene una fuerte autodeterminación,
posee plena conciencia, es un individuo que está decidido a actuar al
margen de la Ley si con eso consigue el bienestar de su hija y de una
familia que ya no lo incluye. "A la gente hay que cuidarla",
dice a quien ha ocupado su sitio familiar. Y lo hará como fuere. Solo
frente a todos, es preciso, eficiente y solitario como un samurai.
Y la fuerza del personaje está refrendada por la caracterización de
Julio Chávez, en un trabajo que lo consagra como uno de los mejores
actores del momento, si aún quedaban dudas de ello. Chávez presta toda
su corporalidad a este personaje hosco, de pocas palabras, de una intensa
emocionalidad contenida, que mitiga oralmente. Pizzas, birras, fasos
lo mantienen firme en su determinación, y su intensidad se expresa a los
tiros y a las piñas. Porque si en Bolivia el único disparo no
tenía sonido, aquí aturden. Su labor recuerda a Charles Bronson o al
mejor Bruce Willis, en sus personajes justicieros duros-pero-blandos.
Frente a la potente interpretación de Chávez, bien acompañado por
otros actores que reflejan el lumpenaje, el film se ablanda y pierde toda
credibilidad cada vez que Soledad Villamil y Luis Machín dominan la
pantalla. Se sabe que fue de Stantic la idea de trabajar con actores
conocidos (y hasta televisivos), en vez de convocar a gente sin
experiencia, como era la costumbre de Caetano. Si bien Villamil ha
cumplido muy buenas performances previas con personajes de clase media,
aquí no da con el perfil del rol. Intenta con esfuerzo ser la empleada
doméstica que no pronuncia las eses, pero lee un libro como una maestra.
Machín tampoco fue una elección feliz.
Caetano ha realizado un film mucho más orgánico que los anteriores.
En Pizza, birra, faso abundaban los vagabundeos de los personajes,
las situaciones dispersivas, muy interesantes en sí mismas, aunque no
conducían a ningún fin. Nada de eso ocurre aquí: si perduran los
vagabundeos del Oso en su remise por las calles suburbanas, funcionan como
momentos de distensión, son intermezzi o encuentros con su propia
emocionalidad, como el extraordinario "solo" de angustia y
bronca sobre el final.
Josefina Sartora