Ficción que delata
continuamente sus pretensiones documentales, Una de dos amaga con
transformarse en un relato coral (se insinúan las vidas de tres chicas, el
hermano carnicero de una de ellas, la madre farmacéutica y deprimida de
otra, el primo del protagonista, su padre que inicia una huelga) para
concentrarse sólo en la historia de Jorge (Jorge Sesán, el mismo de
Pizza, birra, faso), delincuente de poca monta que revende monedas
truchas en la capital y pasa sus días en Estación Cortez, pueblo de la
provincia de Bs. As. casi exiliado del no tiempo neoliberal y escenario de
los pocos días durante los que transcurre la película.
Ya en la
primera secuencia quedan establecidas las prioridades narrativas del
director. Desde el interior del auto de Jorge vemos cómo el paisaje urbano
va siendo reemplazado por el de la llanura bonaerense (a la inversa que en
El Cielito) mientras una voz en off radial –pero que ocupa la entera
banda de sonido– relata el saqueo de un supermercado en Fuerte Apache allá
por los últimos días de diciembre del 2001.
De allí en
adelante, la radio y la televisión remitirán una y otra vez a los
acontecimientos previos a la caída de Fernando de la Rua hasta el punto de
ocupar por completo la pantalla en más de una ocasión. Esto constituye la
mayor virtud y a la vez el mayor problema de esta ópera prima de Alejo Taube, pues las imágenes
de la represión en Plaza de Mayo resultan ser mucho más intensas que todas
las otras que nos propone la película. La impresión de inmediatez de la pantalla
de Crónica TV revela, por un lado, que todo material fílmico –pero más aún
el ficcional– requiere de un cuidadoso trabajo de organización y, por otro,
que esa mirada organizadora no funciona con el debido rigor en la película
que vemos.
Que los
personajes caminen interminablemente porque no tienen otra cosa que hacer,
no obliga a la cámara a seguirlos ni al director a prescindir de las
elipsis. Que la estructura social de la que provienen les imponga la
repetición de unos giros verbales imposibles, no impugna la necesidad de
trabajar literariamente los diálogos, más bien la acrecienta (como bien
hiciera Martín Rejtman desde Rapado hasta hoy). Y sin embargo,
asistimos a monótonas caminatas y conversaciones ininteligibles y
dramáticamente inocuas acompañadas perezosamente por la cámara. Como si lo
que viéramos fuese importante en sí mismo. Como si la realidad no necesitara
ser –incluso en los documentales– procesada. Por eso la mínima pero firme
intención autoral que se revela en los fragmentos del noticiero es más
atractiva que la deriva de una película que confía menos en sí misma –y en
el cine– que en el ingenuo y engañoso postulado de la reproducción inmediata
de la realidad.
Ahora bien,
si lo que nos importa es el comentario político que una película pueda
suscitar, será interesante verla para ubicar el de ésta –balbuceante como el
de sus protagonistas– dentro del contexto del cine argentino actual. Además,
un par de virtudes la justifican: la hermosa desenvoltura de esa petisa
llamada Jimena Anganuzzi y el plano de ésta junto a Sesán con un molino de
fondo detrás del cual uno cree que aparecerá en cualquier momento la Coca
Sarli, cubriéndose a medias los pechos entre los choclos y el yuyerío.
Marcos Vieytes
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