Primera escena: un par
de asesinos consuma una masacre tan monstruosa como gratuita en un motel de
ruta. Segunda escena: una adorable niña despierta a los gritos, aterrada
porque ha soñado con monstruos. Toda su familia acude a calmarla y le
asegura que los monstruos no existen, o que en todo caso permanecen en la
oscuridad. No hay cabida para los monstruos en esa familia tipo
norteamericana de un pueblito cualquiera en Estados Unidos: la hermosa niña
tiene un hermano adolescente manso y tranquilo, su madre es una abogada en
el pueblo y su padre tiene una próspera cafetería; todos cumplen el sueño
americano, se aman y son amados y respetados por la comunidad. Incluso su
apellido, Stall, entre otras cosas significa establo. Casi, casi, una
caricatura. Y sin embargo, lo monstruoso irrumpe en ese ámbito inmaculado:
los asesinos intentan otro acto de vandalismo y son reducidos por el padre
de familia, quien se muestra asombrosamente diestro en el manejo de las
armas, y pasa a convertirse en el héroe local. Su celebridad atrae a otro
monstruo, en el personaje de un magnífico Ed Harris de rostro desfigurado,
que llega junto a otros seres sospechosos e insiste en que el héroe no es
quien dice ser, y vienen a cobrarle una deuda. A partir de allí, se instala
un clima hitchcockiano de paranoia y esquizofrenia, en donde todo lo que
sucede es pasible de contener más de un significado. ¿Qué hacen los mafiosos
en el ámbito casi sagrado del pueblo medio americano? ¿Cuál es la
verdadera identidad del héroe? ¿Este héroe es en realidad un asesino? La
cara del bueno de Viggo Mortensen –quien ya fue héroe en la saga de los
anillos– parecería despejar todas las dudas. Pero allí están la iluminación
baja, la música suspensiva que nunca resuelve, y un dato no menor: el film
siempre parece ir en una dirección, y después cambia hacia otra.
El
canadiense David Cronenberg ha realizado un film clásico, heredero del
western y el cine negro, tan cercano al cine de Hitchcock como al universo
de David Lynch, un film de acción aparentemente convencional que abre una
reflexión muy profunda sobre la cultura norteamericana y sobre la naturaleza
de la violencia, y que plantea cuestiones ontológicas acerca de la identidad
y destaca la fuerza del destino. ¿En qué medida el individuo va tejiendo la
red de su propia vida, generando su propio destino del cual le será
imposible escapar (porque lo reprimido, ya lo sabíamos, siempre retorna)?
¿Hasta qué punto nuestro camino es producto de una decisión personal? Podrá
sorprender en un primer momento este film de Cronenberg, tan realista, tan
abocado a lo psicológico y social, acostumbrados como estábamos a los
artificios, disecciones y experimentaciones con el cuerpo de sus películas
anteriores. Sin embargo, en sus últimos títulos las mutaciones no son
físicas sino morales, y el director se dedica a investigar los interiores de
la psiquis, como en
Spider
o Crash,
siempre haciendo foco en los dilemas de la identidad.
Estrenada en nuestro país pocos días después de la visita del presidente de
Estados Unidos, durante la cual su imagen circuló con la leyenda “Criminal
de guerra”, la lectura política podrá sonar obvia, pero resulta
insoslayable. ¿Qué esconde la cultura norteamericana detrás de su
alineamiento con el “Bien”? ¿Qué significa el estallido de violencia
irracional en Francia, cuna de la razón y la elegancia? Todo exceso en un
sentido genera su contrario, que tarde o temprano irrumpirá inexorablemente
en la escena; toda represión genera una sombra personal o colectiva que de
una u otra manera interactúa, presiona o estalla brutalmente.
Una
historia violenta
desmiente la tradicional oposición entre el film de arte y el cine de
espectáculo. En una ajustada conjunción, maneja una sabia medida en la
combinación de suspenso, intriga, acción y humor, con una puesta en escena y
un estilo fílmico impecables. En esta magistral construcción dramática sobre
el tema de la sombra personal y el lado oscuro, tan importante como las
actuaciones es el trabajo con la luz: progresivamente va pasando de los
colores exteriores de un otoño bucólico a los interiores menos iluminados,
hasta llegar a las tinieblas nocturnas del centro de la mafia. Los lugares
comunes (el ámbito pueblerino, la cena familiar, tan sana, tan colorida, tan
estereotipada, el juego luz-sombra), que en cualquier otra película podrían
funcionar como meros tópicos, en el film de Cronenberg nunca molestan, no
están de más sino todo lo contrario, resultan esenciales al drama, están
allí como funcionales al planteo moral y filosófico. Como ejemplo, las dos
escenas de sexo, antes y después del punto de inflexión. Podríamos llamar a
una iluminada y a la otra en sombras, una ingenua, pseudo-adolescente, en la
cama conyugal, y la otra una violación consentida y brutal, en la escalera y
en tinieblas.
La
representación de la violencia física toma aspectos a veces
perturbadoramente atrayentes, porque Cronenberg sabe trabajar como pocos la
representación de los cuerpos, y convierte un cadáver sangriento en una
imagen fascinante, siempre la última y resultado de cada pelea. La aparición
monstruosa de Ed Harris tiene un eco en la presencia final de William Hurt
como elegante capomafia, en una performance totalmente inusitada, en la cual
con un humor despiadado se transforma en una sola escena en el amo de la
película.
La nueva
generación será la que mejor sepa integrar la violencia que existe en su
seno (tengamos en cuenta que el título original no es
Violent Story
sino en realidad
Una historia de la violencia,
porque esa brutalidad ha tenido su pasado pero tiene también un futuro);
violencia que, a esta altura, ha dejado de ser monstruosa.
Josefina Sartora
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