Este es un policial muy singular. Su perfil
argumental es bajo. A falta de un sinfín de peripecias en tren de complicarse
progresivamente, a cambio de las "vueltas de tuerca" que parecen ser la gran
estrella del rubro en estos tiempos, Vengar la sangre avanza en torno de un
planteo muy sencillo: Wilson, un inglés sexagenario (y eso es Terence Stamp, además de
un actor magnífico), rastrea los últimos pasos de su hija, que murió en circunstancias
dudosas. Se dice que fue un accidente, pero este hombre, que pasó la mitad de su vida en
prisión por delitos de los que sabremos poco y nada, cree que fue un asesinato. Y el
primer lugar en su lista de sospechosos lo ocupa Terry Valentine (Peter Fonda), un
empresario de Los Angeles vinculado con el rock. La historia empieza con la llegada de
Wilson a California, cuyos códigos le son extraños aunque poco parece importarle: su
obsesión es alcanzar al culpable, enterarse de lo que pasó y (cuanto menos a juzgar por
la versión local del título) vengarse. La letra grande de la historia no ofrece mucho
más. La letra chica sí: los diálogos certeros, secos; el montaje y la música, que son
objeto de una elaboración y una inspiración que no se ven ni escuchan todos
los días; las actuaciones. El clima que resulta de todo ello es el que se lleva
las palmas. El octavo film de Steven Soderbergh no es de esos que se quedan dando vueltas
en la cabeza por mucho tiempo (como sí lo fue Sexo, mentiras y video, su
estupenda opera prima). Pero mientras dura, atrapa.Entre todos los rasgos apuntados, el que está en la base de este
saludable experimento es el montaje. El hilván de las secuencias es muy raro no
así retorcido y tiene algo que ver con lo que el psicoanálisis y los surrealistas
denominan asociación libre. Hay breves piezas de diálogo que reconocen unidad
de tiempo (en otros términos, "bocadillos") y, sin embargo, están armadas con
fragmentos pronunciados en distintos tiempos y lugares por el mismo personaje. Otras veces
el discurso de alguien se conjuga con acciones que lo ilustran, pero no directamente sino
de un modo más sutil. El pasado de Wilson, por ejemplo, suele iluminarse tenuemente a
partir de las imágenes que lo muestran mucho más joven, rasgueando tonadas en su
guitarra en el living de un departamento inglés. Lo de Peter Fonda es notable. Con 61
años a cuestas que en la mayor parte de sus trabajos recientes parecen algunos más,
aquí recupera buena parte del encanto hippie que lo hizo famoso en los '60
(principalmente, aunque no sólo, de la mano de esa road movie memorable que fue Busco
mi destino).
La música, de lo más ecléctica, da lugar a unos
acordes de film noir que se tensan hasta la exasperación, pero también a ritmos hiphopeados
y construcciones más cercanas a la música clásica. El trabajo de cámaras no es la
excepción: algunas tomas están movidas, casi sacudidas, como si al camarógrafo se le
hubiesen contagiado los nervios de determinados personajes; otras no podrían ser más
estables. Lo que importa en cualquier caso es que todos estos juegos, estas formas,
no tienen vida propia. Es decir: no responden al capricho, ni al azar, sino a la necesidad
de acompasar el drama. No siempre lo consiguen, pero casi. Y ese que está ahí con cierta
cara de rabino y lentes es Randy Newman, quien supo hacer a Petrocelli, el abogado
defensor más famoso de la televisión (¿lo recuerdan?).
Al fin y al cabo, el argumento es algo más que lo
que se apuntó al principio, aunque no voy a revelarlo aquí. Sólo diré que tiene que
ver con cierta identidad oculta, o subterránea, que comparten los antagonistas. Cuando
ese plus, esa sustancia narrativa se descuelga suavemente de las formas, Vengar la
sangre alcanza una curiosa plenitud.
Guillermo Ravaschino
|