Como pocos, el cine de
autocines era un cine funcional a las circunstancias y apetitos de sus
espectadores y esto no es peyorativo, sino todo lo contrario. Menos
trascendentes que la prometedora minita de ensueños adolescentes que te
acompañaba, las historias de mujeres tricéfalas, hembras descomunales y
mundos destruidos que aparecían en la pantalla gigante exacerbaban la
adrenalina y duplicaban la sensación de estar viviendo una instancia
excepcional e irrepetible.
Minita
también es el apodo de la adolescente –interpretada por una treintañera–
protagonista de Verano bizarro, que comienza y termina en un autocine
su autoconsciente parodia del cine zeta, el camp, las
interpretaciones psicoanalíticas y el microanálisis fílmico. Si una
secuencia de títulos exuberante y otra de disputa musical desatada, playera
y sesentosa pudieran bastar por sí mismas para justificar la visión de una
película, este es el caso. Lo que no significa que todo lo demás esté de
más. En realidad, sucede que hay mucho más cinefilia que cine; más
conciencia que inconciencia.
No es que
la película carezca de historia (una serie de crímenes discriminatorios se
suceden alrededor de Minita, sus amigas, una estrella de cine clase B y un
grupo de surfistas, mientras ella sufre de extraños ausentismos durante los
cuales saca toda su ira reprimida y libidinosidad) sino que la lógica del
relato acaba por adueñarse de ella en detrimento del delirio visual. Mucho
del encanto de los productos berretas de las décadas del '50 y '60 a los que
Verano bizarro alude residía en eso que podríamos llamar una poética del apuro. La
improvisación técnica para sacar un producto en tres días y con dos pesos
dio a luz una serie de engendros que siguen siendo atractivos por el caso
omiso que hacían del error, la chatura narrativa en oposición a la desmesura
del punto de partida argumental y la preponderancia del cuerpo como objeto
de deseo.
Verano bizarro
lo promete continuamente, pero nos deja siempre con las ganas. Detrás de su
desinhibición acecha la impotencia para hacernos gozar siquiera tan
modestamente como las películas a las que remite con premeditación y
alevosía. En un cine de sexo tan lavado y profiláctico como el que tenemos,
la recuperación del cuerpo que insinuaba esta película se transforma en
verborragia estéril y cita, en vez de juego y osadía. A su lado, por
ejemplo, todo el cine de Russ Meyer y hasta algunos títulos de Armando Bó brillan tanto por su
originalidad como por la concreta atracción física de los actores, y eso
aquí se extraña demasiado. Viéndola sentimos ganas de resignar toda su
cuidada puesta en escena por ir a ver cuanto antes una de aquellas
desprolijas y contundentes películas a las que remite.
Marcos Vieytes
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