El
cine de Wes Anderson es un chiche. Cada una de sus películas puede
ser comparada con la pieza de un chico que ya ha crecido, se ha
independizado económicamente y partió hace tiempo de la casa natal, pero
todavía la mantiene tal como estaba cuando era niño: atiborrada de juguetes,
colorida, limpia, ordenada y con el empapelado de las paredes en óptimas
condiciones. Un paraíso artificial de la infancia en 35 mm y pantalla ancha
al que los personajes vuelven una y otra vez porque nunca se han ido
realmente de allí. Todas las criaturas de sus películas, pero muy
especialmente los varones, extrañan la casa paterna, emprenden la
recuperación de una niñez que, a decir verdad, nunca tuvieron o no fue tal
como ellos quisieran que hubiese sido. No son, en definitiva, otra cosa que
huérfanos incapaces de lidiar con la realidad de esa condición, que más
tarde o más temprano es la de todos.
Los
protagonistas de Viaje a Darjeeling son tres hermanos que, tras un
año sin saber nada uno del otro, se reencuentran en la India con la excusa
de una peregrinación espiritual que los reúna. A poco de comenzar, se nos
revela otro motivo: la búsqueda y rescate de su madre (Anjelica Huston),
metida a monja en el Tíbet. En el transcurso descubriremos la verdadera
razón: hacer el duelo por la muerte del padre ocurrida un año atrás o, más
bien, juntar los pedazos de la familia deshecha. Esa tarea está destinada al
fracaso y, a pesar de que Anderson lo sabe, vuelve a plantearla en cada una
de sus películas como si fuese un prisionero cíclico. Lo mismo sucedía con
los personajes de Bottle Rocket (la más luminosa de todas sus
películas), Tres es multitud, Los excéntricos Tenembaum y
Vida acuática, y lo mismo pasa aquí aunque el final parezca indicar otra
cosa. Sin padre, madre ni fe, y con todas las necesidades básicas resueltas
por demás, flotan a la deriva de una corriente cuyo curso es circular.
Varado siempre en un mismo sitio, al hermoso cine de Anderson le pasa lo
mismo que a sus personajes: envejece en lugar de crecer. “Alcanza con no
moverse pa’ andar una vida entera” dice una milonga, y el inquieto derrotero
escenográfico de sus películas –de EE.UU. a la India– resulta ser la imagen
invertida de ese verso de José Larralde (que está en su disco “Como quien
mira una espera”). Eso mismo, además, es lo que vemos en su cine, una espera
maquillada de búsqueda, una carencia esencial disimulada en la barroca
dirección de arte, una tragedia –con su correspondiente catarsis– inhibida
por el chiste o, peor aun, el sacrificio del lastre que lo inmoviliza (el
mismo fetichismo iconográfico de María Antonieta, de Sofía Coppola)
sustituido en este caso por la más pura arbitrariedad dramática irrumpiendo
a la mitad del film para salvaguardar su integridad decorativa. Me dirán que
el último plano declama otra cosa, pero la puesta en escena, el conjunto de
procedimientos que constituye la película, desmiente ese gesto ampulosamente
liberador. Anderson todavía no se muestra capaz de revolear las valijas del
cuidado visual, desemprolijarse un poco y andar ligero de equipaje.
Uno supone que tampoco puede serle de mucha ayuda su acercamiento a Roman
Coppola, coguionista del film, hermano de la mencionada Sofía e hijo junto a
esta de Francis Ford, de cuya enorme sombra clásica parecen querer escapar
por las tangentes del indie, el camp o la Nouvelle Vague (no es casual que
Barbet Schroeder haga un cameo en esta película).
Pero cerrar con lo antedicho implicaría obviar algunas evidencias: a) que
escasos directores contemporáneos son formalmente tan exquisitos como
Anderson (pienso en Wong Kar-Wai y pocos más), b) que el famoso corto en el
que Natalie Portman se desnuda, prólogo de este film y todo un juguete
visual en sí mismo, exhibe algunos de los planos-contraplanos más originales
y bellos de la historia del cine, c) que lo mismo pasa con la utilización
del ancho de pantalla en interiores, lo que nos hace imaginar los suntuosos
melodramas alla Douglas Sirk que podría haber filmado Anderson en el
Hollywood de los primeros ‘50, d) que filma travellings y ralentis con la
misma naturalidad con la que el resto de nosotros respira, y e) que con algo
más de Bollywood y algo menos de Satyajit Ray (el film está musicalizado con
fragmentos de las bandas sonorosas de sus películas), Viaje a Darjeeling
hubiera estado bastante más cerca de la felicidad.
Marcos Vieytes
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