Zano y
Naima deciden viajar de París a Argelia con el fin de descubrir la tierra de
sus antepasados. La jornada los paseará por diversas geografías y culturas y
allí el director Tony Gatlif volverá a desarrollar sus temas más afines: el
viaje como fuente de descubrimiento, la mirada etnográfica, la corporalidad
de los ritos terrenales, la música como propulsor y articulador del viaje.
Pero a diferencia
de El extranjero loco o la más reciente Gitano, El viaje
inolvidable recurre al esquema de road movie para proponer otro
viaje, el del mismo director a sus propias tierras, la vuelta del peregrino
a casa.
La cámara de
Gatlif se hace presente y se divide en dos miradas diferentes: por un lado
la documentalización del espacio, el escrutinio del terreno
(aprovechado al máximo por el formato “scope”) y la participación atenta en
las ceremonias culturales; por otro la estilización de los cuerpos, la
tendencia a lo instintivo y la medianía de los personajes.
La primera de de
aquellas miradas, si bien suele recostarse en el paisaje, se vuelve
hipnótica a la hora de atestiguar la música y los bailes de Andalucía y la
región de Magreb, la barrera entre ficción y documental se torna
imperceptible y la cámara se vuelve un gran ojo (atención, nada que ver con
Vertov) que no oculta su presencia pero se concentra en el disfrute y el
acopio de sensaciones. Ambos personajes van adentrándose en culturas ajenas
y a medida que el éxodo se acerca a destino, la desubicación y la orfandad
serán mayores.
Y aquí me permito
una digresión. Mucho se ha dicho (o mejor, escrito) sobre el pretendido
choque de culturas en el cine de este director gitano. Pero aquí las
culturas no entran en conflicto; es decir, si bien ciertas convenciones
culturales (la vestimenta, por ejemplo) pueden resultar antagónicas, el
texto fílmico no se somete a la problematización entre ellas, sino que opta
por una inmersión en terrenos inexplorados: el carácter viajero de los
protagonistas define su mirada como apropiadora de cada situación sin
establecer otro parámetro más que el del descubrimiento. El desplazamiento
geográfico sí acentúa la falta de pertenencia de los emigrados a una cultura
propia. Más aun, si los motivos de tal exilio son causas extremas como la
guerra o la pobreza. Pero esta sensación esta más signada por la melancolía,
la tristeza y la noción de pérdida que por los elementos incompatibles en
una comparación nunca hecha.
Como en sus
anteriores obras, Gatlif atraviesa su relato con la música (no olvidemos que
él mismo se encarga de ella) y la utiliza como eje cultural principal; a
partir de sus danzas, de sus tradiciones y del erotismo que de ella se
desprende. La sensualidad se vuelve corporalidad pura a través del recorte
de las figuras, de los planos detalle, de la sexualidad manifiesta y de la
identidad que implica cada ritual.
Ahora bien: este
encuentro con lo desconocido se ve afectado por una compulsión a la
exageración. Exageración que se advierte en la puesta de cámara, en el
delineado de las conductas y en el propósito de dotar a cada situación de un
dramatismo que opaca el disfrute de lo inexplicable.
La película
oscila entre estas dos narraciones, que parecen no encontrar una
conciliación hasta el epilogo. Este último tramo concentra ambas posturas en
un larguísimo plano secuencia, donde se describe una letárgica danza argelí
que lleva al trance, combinando el crescendo musical con una cámara
que se pasea por rostros, cuerpos y colores en un rito iniciático que
confunde la vigilia y el ensueño. El director pone fin a su viaje en su
tierra natal y abandona a sus dos protagonistas, en su exilio compartido, al
encuentro con sus raíces.
Bruno Gargiulo
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