Sur, viento, pastos
secos, hosquedad, hombres brutos y ásperos, secretos del pasado, violencia
contenida. El cine estadounidense, con estos elementos, ha sabido forjar una
interesante tradición de dramas rurales de fuerte impacto (entre los
recientes, recordar Días de furia de Paul Schrader, Un plan simple
de Sam Raimi y el cínico, aunque atractivo, Fargo de los hermanos
Coen). La exposición de esos intensos pesares interiores desbordándose hacia
lo criminal han sido funcionales al retrato de una América profunda, árida y
monstruosa. Algo de eso hay (o simula haber) en El viento, la nueva
película de Eduardo Mignogna.
Alejado ya
de los niveles de producción que le ofreció la televisión (El faro de
Pol-Ka, La fuga de Telefé), Mignogna, según sus propias declaraciones
a medios periodísticos, cree haberse aproximado a su propio techo con este
film. Supone que la independencia y la libertad conseguidas redundaron en un
mayor nivel de excelencia. Sin embargo, y a juzgar por los resultados
observados, deberíamos considerar que con la "independencia artística" sola
no se llega a ningún lado, y que las posibilidades expresivas del director
son mínimas.
Tenemos en
El viento a Frank Osorio (Federico Luppi en otra estupenda
interpretación), un viejo seco, parco y misterioso que parece esconder más
de una carta en la manga, quien luego de enterrar a su hija en un pueblo que
imaginamos patagónico, viaja a la Capital Federal para contarle a su nieta
Alina, que es médica, sobre el reciente deceso y demás asuntos pendientes.
El hombre mete unas pocas prendas en una desvencijada valija... pero también
un revólver. Luego descubriremos que esos primeros minutos eran lo mejor que
teníamos para ver: planos fijos y alejados que destacan la hostilidad del
lugar y el contexto del personaje, nada de diálogos, el magnetismo habitual
del sur polvoriento y ventoso, el enigma del arma de fuego y sus posibles
consecuencias, y hasta la picardía de un perro que en medio del plano se
detiene para rascarse. Todo eso hace del comienzo algo promisorio.
Sin
embargo, con la llegada de Frank a la gran ciudad es como si comenzase un
tour a las entrañas del mal cine argentino, y ahí nos encontramos con
los vicios de siempre: diálogos sentenciosos, sumisión total de las imágenes
a las palabras y una moralidad conservadora y vetusta, a la que hay que
reconocer que se le encontró una vuelta de tuerca inteligente para castigar
el adulterio disimuladamente (Alina sale con un colega casado –notable Pablo
Cedrón, otro talentoso ex "Cha cha cha"–).
Como
decíamos, en la Capital reside Alina (Antonella Costa), la nieta del viejo
Osorio, que es la típica joven que reprocha cosas de su familia. Obviamente
la relación de ambos personajes y el horadar sobre las piedras del pasado
serán la constante. En este sentido hay que reconocer una doble cualidad
de Mignogna: la de lograr momentos de una intimidad bien reconocible a
partir de la humanidad conseguida de sus actores (algo de eso pasaba en
Sol de otoño)... para arruinarlos con un remate aleccionador. Como si
todo el dispositivo narrativo estuviera destinado a esa estocada final con
la cual opina continuamente. Un claro ejemplo son las tres escenas
que comparte Luppi con Esteban Meloni, quien interpreta al novio de Alina.
Pero el
mayor inconveniente que acarrea El viento es que pareceria que sus
creadores no creyeron del todo en lo que contaban. Y por tal motivo
sospecharon que era necesario remarcar cierta realidad social del país a
través de alguna subtrama como la del pibe baleado, que no se sabe bien a
cuento de qué viene (eso sí: somos guachos y crueles, y lo mostramos
entubado en la cama del hospital, pero como también tenemos corazón el
cuento termina bien y el niño se recupera). Estas situaciones, insertadas
como pinceladas gruesas, sólo logran distender el nervio de un relato que en
apariencia debía ser sórdido y áspero. Y ya nos olvidamos del revólver, del
porqué del viaje de Frank y de la posible oscuridad intrínseca de la
historia.
Ya sobre el
final el director procede a desentrañar el misterio. Pero el misterio
verdadero resulta tratar de entender qué nos quiso contar. Por un lado Frank
nos fue mostrado durante toda la película como un viejo porfiado y carcamán,
bonachón pero arcaico en sus modales y ciertamente conservador. La
contrafigura era justamente esa nieta moderna, progre y solidaria,
aunque algo aturdida por no comprender del todo su pasado. Sin embargo, se
termina justificando a Frank de una manera algo rebuscada, sacando a relucir
ciertos valores perimidos (tan perimidos como el mismo término "perimido").
En esas sentencias finales de El viento es donde se ve que aunque
Mignogna renunció esta vez a las mieles de la producción televisiva, no por
ello olvidó las lecciones aprendidas y filmó para un público al que este
cuentito de falsa recomposición familiar puede resultar atractivo. Un
público similar al que ríe y llora, de manera programática, con el cine de
Juan José Campanella. Claro que con El viento y su ascetismo de
manual no llorarán, ni reirán, ni sufrirán. La carencia de emociones es el
peor pecado de esta prolija película simuladora de sentimientos.
Mauricio Faliero
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