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EL VIENTO

Argentina-España, 2005


Dirigida por Eduardo Mignogna, con Federico Luppi, Antonella Costa, Pablo Cedrón, Mariana Briski, Esteban Meloni, Ricardo Díaz Mourelle.



Sur, viento, pastos secos, hosquedad, hombres brutos y ásperos, secretos del pasado, violencia contenida. El cine estadounidense, con estos elementos, ha sabido forjar una interesante tradición de dramas rurales de fuerte impacto (entre los recientes, recordar Días de furia de Paul Schrader, Un plan simple de Sam Raimi y el cínico, aunque atractivo, Fargo de los hermanos Coen). La exposición de esos intensos pesares interiores desbordándose hacia lo criminal han sido funcionales al retrato de una América profunda, árida y monstruosa. Algo de eso hay (o simula haber) en El viento, la nueva película de Eduardo Mignogna.

Alejado ya de los niveles de producción que le ofreció la televisión (El faro de Pol-Ka, La fuga de Telefé), Mignogna, según sus propias declaraciones a medios periodísticos, cree haberse aproximado a su propio techo con este film. Supone que la independencia y la libertad conseguidas redundaron en un mayor nivel de excelencia. Sin embargo, y a juzgar por los resultados observados, deberíamos considerar que con la "independencia artística" sola no se llega a ningún lado, y que las posibilidades expresivas del director son mínimas.

Tenemos en El viento a Frank Osorio (Federico Luppi en otra estupenda interpretación), un viejo seco, parco y misterioso que parece esconder más de una carta en la manga, quien luego de enterrar a su hija en un pueblo que imaginamos patagónico, viaja a la Capital Federal para contarle a su nieta Alina, que es médica, sobre el reciente deceso y demás asuntos pendientes. El hombre mete unas pocas prendas en una desvencijada valija... pero también un revólver. Luego descubriremos que esos primeros minutos eran lo mejor que teníamos para ver: planos fijos y alejados que destacan la hostilidad del lugar y el contexto del personaje, nada de diálogos, el magnetismo habitual del sur polvoriento y ventoso, el enigma del arma de fuego y sus posibles consecuencias, y hasta la picardía de un perro que en medio del plano se detiene para rascarse. Todo eso hace del comienzo algo promisorio.

Sin embargo, con la llegada de Frank a la gran ciudad es como si comenzase un tour a las entrañas del mal cine argentino, y ahí nos encontramos con los vicios de siempre: diálogos sentenciosos, sumisión total de las imágenes a las palabras y una moralidad conservadora y vetusta, a la que hay que reconocer que se le encontró una vuelta de tuerca inteligente para castigar el adulterio disimuladamente (Alina sale con un colega casado –notable Pablo Cedrón, otro talentoso ex "Cha cha cha"–).

Como decíamos, en la Capital reside Alina (Antonella Costa), la nieta del viejo Osorio, que es la típica joven que reprocha cosas de su familia. Obviamente la relación de ambos personajes y el horadar sobre las piedras del pasado serán la constante. En este sentido hay que reconocer una doble cualidad de Mignogna: la de lograr momentos de una intimidad bien reconocible a partir de la humanidad conseguida de sus actores (algo de eso pasaba en Sol de otoño)... para arruinarlos con un remate aleccionador. Como si todo el dispositivo narrativo estuviera destinado a esa estocada final con la cual opina continuamente. Un claro ejemplo son las tres escenas que comparte Luppi con Esteban Meloni, quien interpreta al novio de Alina.

Pero el mayor inconveniente que acarrea El viento es que pareceria que sus creadores no creyeron del todo en lo que contaban. Y por tal motivo sospecharon que era necesario remarcar cierta realidad social del país a través de alguna subtrama como la del pibe baleado, que no se sabe bien a cuento de qué viene (eso sí: somos guachos y crueles, y lo mostramos entubado en la cama del hospital, pero como también tenemos corazón el cuento termina bien y el niño se recupera). Estas situaciones, insertadas como pinceladas gruesas, sólo logran distender el nervio de un relato que en apariencia debía ser sórdido y áspero. Y ya nos olvidamos del revólver, del porqué del viaje de Frank y de la posible oscuridad intrínseca de la historia.

Ya sobre el final el director procede a desentrañar el misterio. Pero el misterio verdadero resulta tratar de entender qué nos quiso contar. Por un lado Frank nos fue mostrado durante toda la película como un viejo porfiado y carcamán, bonachón pero arcaico en sus modales y ciertamente conservador. La contrafigura era justamente esa nieta moderna, progre y solidaria, aunque algo aturdida por no comprender del todo su pasado. Sin embargo, se termina justificando a Frank de una manera algo rebuscada, sacando a relucir ciertos valores perimidos (tan perimidos como el mismo término "perimido"). En esas sentencias finales de El viento es donde se ve que aunque Mignogna renunció esta vez a las mieles de la producción televisiva, no por ello olvidó las lecciones aprendidas y filmó para un público al que este cuentito de falsa recomposición familiar puede resultar atractivo. Un público similar al que ríe y llora, de manera programática, con el cine de Juan José Campanella. Claro que con El viento y su ascetismo de manual no llorarán, ni reirán, ni sufrirán. La carencia de emociones es el peor pecado de esta prolija película simuladora de sentimientos.

Mauricio Faliero      


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