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    Walter Vale es un figurante. Un hombre cansado, un hombre grande, un hombre 
    solo. Solo significa viudo desde hace un buen tiempo, no sabemos exactamente 
    cuánto (o sí: desde hace 5 instructores de piano, aunque poco pueda decirnos 
    esto en un principio), pero lo suficiente como para que el dolor se haya 
    asentado y no tanto como para que pueda seguir tranquilamente con su vida. 
    Walter, en líneas generales, es un tipo que tiende a sentarse con el dolor 
    en lugar de hacerle frente. Un tipo apocado, rutinario, acostumbrado a la 
    infelicidad. Es este sentido digo que está cansado. Y cuando digo que es un 
    hombre grande no me refiero a una edad precisa –si bien está entre los 55 y 
    los 65 años– sino a que nunca diríamos de él que es un hombre viejo, sino 
    que jamás fue joven. Ni siquiera cuando su mujer aún estaba con vida y 
    tocaba piezas clásicas al piano (Visita inesperada es también, aunque 
    en menor medida, una película sobre alguien que debe cambiar de música para 
    concluir un duelo).
 
    Decir que es un 
    figurante es relacionar su identidad con el mundo del espectáculo, con 
    aquellos que nunca llegan a ser siquiera actores de reparto, mucho menos 
    estrellas. Y esta característica del personaje excede incluso el marco de la 
    película. Porque la elección de Richard Jenkins (Las locuras de Dick y 
    Jane, El hombre que nunca estuvo, Un diván en Nueva Cork,
    Lobo, Peligrosa obsesión, Las brujas de Eastwick, 
    Silverado) como protagonista implica la exposición central para un actor 
    de esos que llamamos secundarios, sostén del mejor cine pero a menudo 
    víctimas de los goces y las sombras del anonimato. Pueden tener una gran 
    carrera en el ámbito teatral, dedicarse a otras ramas del arte con pareja 
    fortuna, pero nunca serán tapas de los diarios, foco de los programas 
    televisivos de espectáculos, portada de ninguna revista. La diferencia entre 
    Richard Jenkins (u otros como él) y su personaje reside en que el anonimato 
    de este último es existencial. No consiste tanto en haber sido ignorado por 
    los demás o por el público, sino en ignorarse a sí mismo. 
    No importa que sea 
    docente y economista, autor de tres libros sobre el tema, dueño de una casa 
    en Connecticut sin leopardos (esta es una película donde no hay lugar para 
    la cinefilia) y un departamento en Nueva York. Aunque estos datos importan 
    para establecer su identidad socioeconómica: Walter no es un marginal, no 
    vive por debajo de la línea de pobreza, ni siquiera es clase media-baja. 
    Walter es un americano que vive una vida más que cómoda sin ser rico según 
    los parámetros estadounidenses de riqueza y que, por haberse ocupado nada 
    más que de sí mismo a lo largo de toda su vida y por haberse ensimismado en 
    la rutina para acostumbrarse al dolor y a la soledad, vive ajeno a lo que 
    pasa, a los cambios que el país ha sufrido sobre todo después del 11-S 
    (aunque el detalle de que nunca haya subido a la estatua de la Libertad 
    suena casi al rasgo distintivo de un hombre sin atributos, sin otra 
    conciencia política que no sea la del individualismo más banal y, por ello 
    mismo, nada maligno sino a lo sumo estructuralmente perverso). 
    Así llegamos al 
    título original de esta película, The Visitor, y al título que le 
    asignó la distribución local, Visita inesperada. Lo cierto es que el 
    primero no deja dudas en cuanto a que el visitante en cuestión es uno –y es 
    Walter–, mientras que el segundo nos podría hacer pensar que la visita 
    inesperada es la del percusionista sirio y la artesana senegalesa, 
    inmigrantes ilegales ambos, con los que Walter se topa al abrir la puerta de 
    su departamento en la metrópoli. De allí en más tendremos el relato de un 
    amor y de una amistad interraciales, el de un Estado sobreprotector por 
    decirlo de un modo indulgente, y el de un hombre que despierta a su 
    condición de hombre y también de ciudadano. Lo grato de todo esto es que no 
    hay mensaje, no hay subrayado, no hay discurso. En ese sentido, Visita 
    inesperada es tan modesta, tan poco estridente, tan poco veleidosa como 
    su personaje protagónico. 
    
    En este sitio las críticas de algunos films suelen ir acompañadas por 
    leyendas en rojo: “Se deja ver” y “Recomendada”. Cuesta no identificar en un 
    primer golpe de vista a Visita inesperada con la primera de esas 
    leyendas, pero el problema es que uno siente que le queda corta esa frase 
    casi perdonavidas. Pienso que si tuviera que categorizarla diría, 
    como para dificultarle el trabajo al editor, que es una “Se deja ver” 
    especialmente “Recomendada”. Porque cada plano y contraplano de los rostros 
    de Jenkins y Hiam Abbass son verdaderos y bellos en tanto que no 
    extraordinarios. Porque su asepsia cinéfila no resulta en valerse de la 
    pantalla grande para hacer mala televisión y, por otro lado, nos libera de 
    pensar a la película en función de la historia del cine y su tráfico de 
    influencias. Porque critica la política de Estado estadounidense de los 
    últimos años sin mistificar a la nación y su Destino Manifiesto, como sí han 
    hecho muchas películas contra Bush y pro Obama. Porque junto con Jenkins 
    construye un personaje que tiende a una invisibilidad sencillamente 
    inolvidable. El modo en que se encoge para no incomodar ni rozar a su 
    inquilina cuando esta pasa junto a él en la apretada cocina de su 
    departamento, la manera en que da vuelta su cabeza para proporcionarle a 
    Tarek aunque más no sea una sensación mínima de intimidad cuando lee las 
    cartas de su mujer y de su madre son detalles de una grandeza que desarma, y 
    que caracteriza a la película de principio a fin. Marcos Vieytes      
    
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