Una curiosa tendencia se ha propagado por el mundo
conquistando el favor y los fervores casi únanimes de la crítica. Por cierto que no es
lo único que comparten Un plan simple, de Sam Raimi, Profundo carmesí
de Arturo Ripstein, The Truman Show de Peter Weir, La ceremonia de
Claude Chabrol y, en buena medida, Fargo, de los hermanos Coen. Todos estos
títulos están atravesados por una mirada fría, impiadosa, ensañada, sobre ciertos
exponentes de las clases bajas. A los que estereotipan, a veces con alevosía, y
de quienes toman más o menos fuerza para progresar. Son películas tozudamente
escépticas. Y pagan un alto precio por esa tozudez.
La pareja de delincuentes ripsteinianos
es sencillamente de lo peor, por la sencilla razón de que el venerado cineasta azteca
abusó de cuanta mala arte tuvo al alcance de sus finos garfios para hundirlos en el
fango. El acto literal de morder el polvo, que acometen Coral Fabre y Nicolás Estrella
poco antes del final, no es más que la expresión brutal, pedestre, del "castigo
divino" que les propinó durante los 100 minutos restantes este hombre al que no
pocos osados comparan con Luis Buñuel. O con cierto Buñuel.
Pero ningún Buñuel afeaba a
sus marginales o embellecía a sus eventuales víctimas. Con preclara intuición el
maestro veía las hipocresías y contradicciones del mundo. Luego urdía personajes
fantásticos que las ponían en carne viva. Viridiana puede verse, una entre
muchas formas, como una crónica histórica aguda, de inusitado vigor. El choque de la
monja con los harapientos quema porque lo real, presente en una y otros, está
predestinado a estallar. El escenario, esa mansión-hospicio que sólo podría haber
salido de la cabeza de Buñuel, es el más transparente campo de batalla que haya creado el
cine para semejantes contendientes. Hoy, tras cuatro décadas, Viridiana brilla
como una gema singular, ciento por ciento vigente.
¿Cuánto hay de real en la película
de Ripstein? En otras palabras (¡no vaya a ser que se me tome por "realista"!):
¿Cuál es la lógica de Nicolás y Coral? Buena pregunta. Alguien responderá: tienen su
lógica. La lógica del amour fou. Pero el amour fou es fou loco, ilógico
por definición. Lo que tenemos, pues, es que la gordísima Coral cree ver en Nicolás
(rigurosa peluca de por medio) la reencarnación de Charles Boyer; él parece regocijarse
con el apego de ella, que depositó a sus hijos en un orfanato para unírsele con
presteza. Son ataduras débiles. La lógica del film de Ripstein no pasa por allí. Antes
bien, está forjada por una sucesión de estafas criminales cuya truculencia asciende en
progresión geométrica, y que son padecidas por viuditas solitarias cada vez más
empáticas, inofensivas e inocentes. No hay más que comparar a Viridiana con la
señora Ruelas, última mártir de Profundo carmesí, esa muchacha
etérea, pura, frágil, idealizada hasta los tuétanos... para percibir el abismo que
separa a Ripstein de Buñuel. Pero esta víctima postrera no viene sola. La sangre de un
bebé sabiamente estigmatizada por Alfred
Hitchcock como el signo más inapelable y chato
para asquear o impresionar es la cruz definitiva, inapelable y chata, para los
marginales ripsteinianos. De que su amor es loco no quedan dudas. ¿Pero es amor? No hay
muchos datos a la vista. Nicolás, "enamorado", no supera las pasiones que fingía
profesar por Coral en un principio, cuando su oficio de timador lo condujo a ella. Y sabe
Dios por qué la histérica depresión de Coral la llevó tan febrilmente a sus brazos. La
de Ripstein no es una película sobre el amour fou. Es una película que hunde a
dos amantes locos.
A Peter Weir le bastaron muchos menos
trazos para hacer del pueblo/público del Truman Show un rebaño estólido, sin
vuelta atrás, mediatizado hasta la coronilla. Y lo utilizó para dirigir
a su propio público como no lo había hecho nadie (excepto Hitchcock con el imborrable twist
de Psicosis)... no sin antes colocarlo en el lugar de los espectadores de
ficción. Es decir, no sin antes tomarlo por idiota. No abundo más ya que hay una
crítica bastante larga disponible en estas páginas (ven links al pie).
La ceremonia, de Claude Chabrol, recrea las desventuras de una mucama
(Sandrinne Bonaire) y una empleada de correos (Isabelle Huppert), quienes se asocian para
victimizar a una familia burguesa de provincias. Chabrol se toma nada menos que 40 minutos
antes de atacar: bellos planos del paisaje, autos que van y vienen en tiempo
real, la aparente calma del suburbio destinada a corromperse con fatalidad. Un puñado de
prejuicios cavernarios se adueña en este punto del relato, para ser en adelante su motor
y alma. Más allá del realismo (pero más acá de la parodia, que podría haber sido la
salvación), Chabrol retrata a los burgueses con chillonas pinceladas rosas: amables,
elegantes, cultos, pasivos receptores del capricho y los desplantes de Sophie, la doméstica.
Ella y su amiga Jeanne, en la otra punta, asumirán la condición de monstruos, siempre
por oposición a sacrosantas instituciones de la Sociedad Occidental: la familia, dicho
está, pero también la Curia (a la que estafan quedándose con la recaudación de las
campañas de beneficencia) y el Trabajo, que desprecian o ejecutan con deliberada
torpeza.
Sophie es torva, analfabeta, le cuesta
articular las frases y se la pasa como hipnotizada frente al televisor. ¿Falta algo? Un
recorte de periódico la sitúa en el pasado... ¡como la asesina de su hijo mogólico!
Jeanne no es menos bruta, bien que conspira con sagacidad detectivesca contra los patrones
de Sophie. No es preciso hilar muy fino para llegar al meollo de la asociación: las une
la ignorancia y un resentimiento inmemorial. El clímax de La ceremonia los
refleja con una de las metáforas más salvajes que se haya permitido el cine. Tras
liquidar a la familia, el par apunta la escopeta hacia la biblioteca hogareña,
enardecido por una incontenible envidia cultural. Algo le dijo a Chabrol que las
clases son inconciliables a causa de la bestialidad de los oprimidos (¡cuando alcanza con
hojear la sección económica de cualquier edición de Le monde para percibir que
es al revés!) y puso cada una de sus mañas de viejo zorro, que son muchas, al servicio
de esta premisa reaccionaria. La ceremonia fue definida como "la última
película marxista" por unos cuantos críticos, que se tomaron en serio un chiste del
propio Chabrol. Qué va.
Hay que reconocer que los villanos de Fargo
(Steve Buscemi y Peter Stormare) no fueron receptores de un castigo equivalente por parte
de los hermanos Coen. En parte porque sus roles están bastante más acotados. Pero no es
menos cierto que esa especie de ángel uniformado de Frances McDormand (mezcla de
campesina arcaica con colegiala, embarazada para más datos) y su marido de chocolate
los crucifican por obra y gracia del más grosero de los contrastes.
Los personajes centrales de Un plan
simple heredaron rasgos de todos los anteriores. La historia arranca cuando tres
amigos se topan con un avión incrustado en la nieve. El pecado de los tres ante los ojos
de Sam Raimi será quedarse con los 4 millones de dólares que les sonríen desde el
interior de la nave. El ensañamiento del realizador con estas criaturas progresa en
proporción inversa al rigor del film. La moraleja es triste, neta, y crece a medida que
la dignidad, como un resabio, va abandonando fatal muy previsiblemente a
cada uno de los ladrones. Y me remito a la crítica que encontrarán en el site.
En un punto, todos estos directores son
como Armando Gostanián: el dinero que acuñan no fue concebido para que lo disfruten
ciertas gentes.
Guillermo Ravaschino
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