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XII Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente


Sección: Panorama


La cinta blanca (Alemania-Australia-Francia-Italia, 2009. Dirigida por Michael Haneke).
Hoy por hoy hay dos grandes maestros de la provocación. Dos directores que utilizan el poder del cine para incomodar al espectador haciéndolo reflexionar sobre su propia esencia y comportamiento. Algún apresurado pensará en Todd Solondz y Gaspar Noé. Pero ellos son provocadores con el objetivo de contar cuánta gente sale ofendida de las salas. Michael Haneke y Paul Verhoeven, en cambio, hacen de la provocación un método de reflexión sobre la sexualidad y la violencia intrínsecas del ser humano. Si Verhoeven parte de los géneros para darlos vuelta y desnudar sus contradicciones, el estilo de Haneke es más difícil de reconocer. E incluye mayores variaciones. En La profesora de piano nos acercaba íntimamente a las obsesiones sexuales de su protagonista, pero en La cinta blanca ha optado por el distanciamiento intelectual.

En principio, sitúa la trama en un pueblito rural nórdico en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, narrada por un profesor que no sabe si todo lo que relata ha acontecido realmente. Lo que sigue es una sucesión de distintos episodios extraños (accidentes, agresiones, incendios) que comienzan a perturbar a esta comunidad aparentemente calma y pacífica. Haneke se toma su tiempo y describe poco a poco la vida de los pobladores, deteniéndose en cada conflicto, ya sea de clase, de género, o educacional, que moviliza a los líderes de las instituciones sociales (el barón que lidera el pueblo, el cura, los jefes de familia) a aplicar severos castigos físicos y psicológicos, especialmente sobre los niños. El puritanismo educativo y religioso poco a poco va desenmascarándose como el principal generador de resentimiento, sin dejar de lado los otros factores. Ecos del cine de terror flotan en las imágenes, recordando a El pueblo de los malditos pero también a esa obra maestra de Chicho Ibáñez Serrador llamada ¿Quién puede matar a un niño?

Filmada en color y pasada digitalmente al blanco y negro, las primeras imágenes de La cinta blanca pueden recordarnos a Dreyer o a Bergman, pero pronto descubrimos que la estética del film evade rápidamente las comparaciones. Nada de trascendentalismo ni teatralidad. La película trabaja las luces y sombras para potenciar el misterio y facilitar un uso magistral del fuera de campo, con el objeto de ocultar sistemáticamente de la mirada del espectador las agresiones y las perversiones de sus personajes, y generar, sobre esta base, la pregunta sobre la esencia de la violencia social.

Se supone que estamos ante el germen del nazismo, pero una mirada atenta descubrirá que Haneke, como todo gran artista, no se queda en el historicismo y nos sugiere que lleguemos a la actualidad. Ese plano final de todos los habitantes del pueblo sentados en la iglesia se asemeja demasiado a la posición que ocupamos, como espectadores, durante la proyección de La cinta blanca. Ramiro Villani

Vincere (Italia-Francia, 2009. Dirigida por Marco Bellocchio). Marco Bellocchio es el gran matricida del cine. Desde que el atormentado protagonista de I pugni in tasca despeñara a su vieja cuando despuntaban los 60, el cineasta italiano se ha valido de sus personajes y de sus ficciones iconoclastas para derribar la férrea dictadura materno filial italiana con un furor digno tanto de represiones edípicas irresueltas como de su lúcida mirada sobre los mecanismos de opresión sociales. En sus mejores películas, los personajes no son meras encarnaciones de una ideología, sino entidades concretas, seres de carne y hueso atravesados por mandatos sociales pero en pugna continua con ellos. Dos obras maestras realizadas en la primera mitad de esta década lo demuestran: Buenos días, noche y La hora de la religión (la sonrisa de mi madre). En la primera recreó el secuestro, la detención, el juicio clandestino y la ejecución de Aldo Moro (será más que interesante compararla con la reciente Secuestro y muerte, de Rafael Filippelli, presentada en este festival), mientras que en la segunda le hace vivir a su protagonista algo así como la pesadilla del ateo: un día le tocan el timbre de su atelier para avisarle que el Vaticano acaba de citarlo como testigo en el proceso de beatificación de su madre. Toda la carga de absurdo y de misterio (en un sentido tanto policial como metafísico) de ese punto de partida torna cómico (en un sentido kafkiano) lo que se va revelando como una suma intolerable de intereses creados, locura y muerte. En Vincere, Bellocchio se ocupa del ascenso político de Benito Mussolini, pero a través de su amante, obsesivamente enamorada de ese hombre que nunca reconocerá al hijo que engendró. Su originalidad consiste en desviar la estructura clásica de la película biográfica desde la figura central del Duce hacia la de esta mujer, en la que se encarnan muchos de los más oscuros aspectos de la nacionalidad italiana, así como la universal tentación del nacionalismo, lo que a su vez dificulta la identificación emotiva del espectador, tironeado entre el padecimiento de esa mujer silenciada impunemente por la suma del poder público, y su falta de conciencia crítica, su irracionalidad, su cegada pasión de feligrés enardecido. Marcos Vieytes

Todo, en fin, el silencio lo ocupaba (Canadá-México, 2010. Dirigida por Nicolás Pereda). La puesta en escena de los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz merecía algo más que la pedantería que destila sin remedio esta cinta pretenciosa. Nicolás Pereda filma el backstage de una puesta de teatro en pocas escenas y con mínimos recursos. Si hay un trabajo a destacar tiene que ver con la fotografía, la iluminación, plena de luces y sombras, buscando el foco preciso que alumbre apenas el rostro de la actriz o el pliegue de su ropa mientras permanece recostada cuando a su alrededor el equipo de filmación cumple con sus tareas. Todo es un mostrar la construcción, pero la reflexión que puede caber en las elecciones formales y estéticas brilla por su ausencia. Filmar los corredores del teatro a través de un espejo puesto en el piso y con la cámara fija mientras los operarios y empleados del mismo pasan es un ejercicio inútil y vacuo. Nada que ver con la ejercitación que practicó Lisandro Alonso en Fantasma. Petulancia, snobismo, intelectualismo, academicismo, amaneramiento, vanidad, jactancia, redundan agotando la percepción de un espectador entrenado. Llueve y las hojas caídas flotan. Lugares comunes. Pura afectación y cero afección. No lo salva ni su corto metraje. Javier Luzi

Yoga (Argentina, 2010. Dirigida por Homero Cirelli). Un grupo de personas que practican yoga (la actividad está aquí, como desde hace ya mucho en Occidente, desconectada de toda institucionalización religiosa) está en el centro del audiovisual de Cirelli, que sigue a esta gente más allá del lugar de encuentro y de la periódica actividad que los reúne, poniendo en escena su doméstica vida cotidiana. Alternando entre el blanco y negro de las sesiones de yoga y el color de las otras imágenes, todas ellas fuertemente granuladas, porosas, inmediatas aunque muchas de ellas claramente ensayadas, desfilan por la película una mujer que está a punto de parir y su pareja, una mujer que estuvo exiliada en Suecia durante la dictadura, otra que se muda, un muchacho que trabaja de clown, etc. El recorte es tan válido como cualquier otro y se presta más para el análisis sociológico que para el estético. No ahondar en ninguno de los dos criterios es su mayor falencia. Marcos Vieytes

Velódromo (Chile, 2009. Dirigida por Alberto Fuguet). Esta nueva película de Fuguet, cuyo estreno mundial se produjo en este Bafici, es un canto a la vida de la gente común, un canto a la cotidianidad y un canto a quien está feliz en esa cotidianidad que puede no consistir en más que andar en bicicleta por la calle. Esta es la historia de Ariel, un diseñador gráfico de 34 años que acaba de cortar con su novia y de pelearse con su mejor amigo. Aquí estamos, entonces, frente a la historia de alguien que rearma sus días en el intento de rearmar su vida, y también estamos frente a un director que aborda esa suerte de “existencialismo” desde una perspectiva bastante más cómica que melancólica. Y es quizás en la armoniosa mezcla de ambos tonos donde este relato encuentra su magia. Efectivamente, Velódromo es un relato que mezcla esas cosas que, en otros contextos, parecerían repelerse.

En “Ensayo sobre la situación de la poesía”, Tristan Tzara escribía: “Apresurémonos a denunciar un malentendido que pretendía clasificar a la poesía bajo la rúbrica de los medios de expresión. La poesía que no se distingue de las novelas más que por su forma exterior, la poesía que expresa ideas o sentimientos, ya no le interesa a nadie (…). Es perfectamente admisible hoy que se pueda ser poeta sin haber escrito jamás un verso, que exista una cualidad de poesía en la calle, en un espectáculo comercial, en cualquier parte”. Velódromo les da cuerpo a esas palabras, las encarna en cada imagen de Ariel andando en bicicleta, en el absoluto timing de los actores, en los geniales diálogos entre los personajes, en la genial actuación de Pablo Cerda.

Este segundo largometraje de Alberto Fuguet (el primero fue Se arrienda) da mucho espacio a la amistad y a la cinefilia. Respecto de la primera, todo el tiempo se nota su importancia en la vida del protagonista. Porque aun cuando declara no tener muchos amigos, Ariel no puede concebir la vida sin la amistad. Y, es más, esta película abre con la amistad ocupando todo el cuadro: dos amigos (Ariel y otro) sentados, viendo tele en un sillón.

Respecto de la segunda (la cinefilia), aquí está siempre dando vueltas la obsesión de Ariel por ver películas, su afán de llevarse la pantalla a todos lados (Baudrillard se haría una fiesta con esta película): al baño, a la cama, a la cocina, al restaurant. Gran parte de la película sucede con los personajes (sobre todo los hombres) frente a una pantalla, viendo películas. En cualquier reunión siempre hay una pantalla presente y en ella generalmente está el cine, sonando de fondo. Lo mismo ocurre con la bicicleta, que (como dijo el mismo Fuguet después de la proyección de la película) es la segunda protagonista de esta historia. Si vemos a Ariel, vemos la bicicleta por algún rincón del encuadre. Y esa bicicleta representa de alguna forma la simpleza, la felicidad simple, que Ariel lleva consigo a todas partes, una felicidad que, al principio, él no reconoce pero que, luego, descubre frente a su nariz. Y sólo cuando él se vuelve consciente de que está bien así como esta, de que está bien así como es, sólo entonces deja de exigirse cambios innecesarios. Y ahí es cuando, por fin, se lanza al velódromo (un lugar que él solía mirar desde lejos) a dar vueltas con su preciado vehículo.

Entonces la película retrata la melancolía contenta, la tristeza feliz. Porque así es como mejor se describe el tono de este relato cuyo prólogo cierra con una frase que también resume un poco la idea de “pseudocontradicciones” que conforman una afirmación. En ese prólogo oímos la voz de Ariel diciendo: “no le pido mucho a la vida, ¿eso es mucho pedir?”. Con esa frase –que luego prácticamente se retoma en una conversación entre “la Xime” y el protagonista– Ariel está definiendo su forma de felicidad. Y recién cerca del final, recién después de esa conversación entre él y Xime, nosotros comprendemos que ésta es la historia de un hombre feliz. No hizo falta mucho para mostrarlo, pero nos hizo falta toda esta película para entenderlo. Fuguet nos ha dado una clase magistral sobre cómo en la simpleza de las cosas está aquello que nos define, aquello que nos determina y tiñe nuestra cotidianidad ya sea de emociones varias o, simplemente, de poesía callejera. Josefina García Pullés

Eighteen (Corea del Sur, 2009. Dirigida por Jang Kun-jae). El sopapo como medio de comunicación: a juzgar por la violencia física pero también verbal del cine coreano contemporáneo, en aquél país asiático la gente habla, literalmente, por los codos, puños, rodillas y otros objetos contundentes. A veces síntoma (en Lee Chang-dong o Bong Joon-ho), a veces fin en sí mismo (Park Chan-wook o Kim Ji-woon), los realizadores de ese origen no dudan en representar la interacción social como un buen cross a la mandíbula. El debutante Jang Kun-jae no se aparta de esta tradición. Su objeto a retratar es el mundo de los adolescentes de clase media, cuya frontera económica y moral se presenta desalentadora. El adolescente en cuestión tiene una novia en secreto hasta que los padres de ambos se enteran y, tras un arrebato de violencia doméstica del padre de ella, le hacen firmar un contrato en el que el joven se compromete a dejar de ver a la muchacha hasta haber cumplido los 18 e ingresado a la universidad. En esta secuencia, en la que se conjuga cámara en mano y una textura de imagen de corte documental con actuaciones que rozan la caricatura coronadas con la sobreimpresión en la imagen del texto del contrato mientras es leído, aparecen los dos elementos que entran en tensión en Eighteen: el realismo social y el grotesco. La tensión no se dirime para ninguno de los dos extremos, generando un verosímil que puede incluir en su interior elementos y comportamientos de lo más heterogéneos. Ni siquiera utiliza el género como vía de escape, como en esa triste película/trapo mojado Shall I cry? de Choi Chang-hwan. Es esa indecisión la que termina primando, como sucede con muchas óperas primas (o no tanto) que intentan decir mucho y todo al mismo tiempo. Pero, de todos modos, de los bordes de esta pequeña película descentrada comienzan a surgir apuntes imprecisos e involuntarios sobre los estados emocionales de los jóvenes coreanos, sobre las profundísimas grietas generacionales y sobre una sociedad que se nos presenta agobiantemente patriarcal. Puntos de partida de una película que se parece muy poco a Eighteen. Hernán Ballotta

Perdida (España-México, 2009. Dirigida por Viviana García Besné). Una de las mejores, más divertidas y emocionantes películas del Bafici. Buena parte de la historia del cine mexicano, desde la década del 30 hasta la actualidad, desfila a través del punto de vista de la bisnieta de uno de los primeros y más importantes exhibidores, distribuidores y productores de ese país, cuyos hijos no sólo continuaron el negocio, sino que lo convirtieron en uno de los más exitosos aunque desprestigiados por el medio cultural. A ellos se debe que existan, por ejemplo, las películas de Santo, el enormemente popular (súper)héroe enmascarado de lucha libre, las películas de ficheras (o cabareteras), que iniciaron el cine de explotación sexual mexicano, o una versión libidinosa de Drácula que de tantos cortes que tuvo constituye una saga en sí misma y ha generado un culto a su alrededor (el instante en que la cámara profana la catacumba fílmica del tío de la directora es uno de los puntos altos de la película). Viviana García Besné cuenta todo desde una voz en off prudente y familiar, pero elude mostrarse, cediéndole el primer plano a fotografías, viejos programas de funciones cinematográficas, recortes de periódicos, fotogramas perdidos y testimonios de los involucrados. Además, inserta en el documental el relato de un par de episodios tan extraordinarios que parecen sacados de una comedia loca o de un melodrama. Me refiero a la vez en que falsificaron la firma del Papa exhortando a los católicos a que fuesen a ver un biopic sobre San Ignacio de Loyola producido por su compañía, lo que les obligó a escapar con lo puesto de la España franquista, y al romance entre la abuela de la directora y Ricardo Montalbán, que aparece en la película como el caballero que es, sin ceder jamás a la indiscreción sobre los motivos que truncaron ese amor, ni rebajarse al sentimentalismo. Marcos Vieytes

To shoot an Elephant (España, 2009. Dirigida por Alberto Arce y Mohammad Rujailah). En diciembre del 2008, vence una tregua entre Hamas y el Estado de Israel, que decide ocupar la Franja de Gaza, prohibiendo al mismo tiempo el acceso de toda ayuda humanitaria y cobertura periodística. Sin embargo, un grupo de observadores logró entrar clandestinamente a la zona. Lo que se observa en este documental es sólo una parte de las situaciones que pudieron contemplar, y aun así el impacto es tremendo.

Siempre se habla de los límites para la representación del horror; el piso y el techo. Este film actualiza ese debate, a partir de la mostración absoluta. Asume su clara imposibilidad de ser neutral ante el avasallamiento de los derechos humanos –Israel llega, entre otros, al extremo de usar bombas de fósforo, prohibidas por la Convención de Ginebra– y toma partido por mantener la cámara prendida en todo momento. Documenta lo más espantoso –la escena donde se atiende en un hospital a niños heridos por las bombas no es apta para estómagos sensibles– y va en busca de las imágenes más riesgosas e inquietantes: la secuencia donde se bombardea un centro de salud supera en tensión a los mejores thrillers de Hollywood.

To shoot an Elephant toma partido claramente en contra del Estado de Israel. De hecho, con la frase que vuelve sobre la pantalla en negro en el final –cuyo autor es paradójicamente judío hasta se permite problematizar el nacimiento de Israel como nación. Pero tampoco deja del todo bien parados a los palestinos, a los que se ve en un funeral rogando que Alá caiga con toda su furia y les infunda terror a los israelíes. Ahí da que pensar qué harían los palestinos si tuvieran las bombas de fósforo en su poder. Ese principio de incertidumbre, que domina a todo el film (a pesar de sus certezas), es su mayor fortaleza. Rodrigo Seijas

Norteado (España-México, 2009. Dirigida por Rigoberto Perezcano). Norteado contiene dentro de sí el veneno y el remedio contra tanto cine latinoamericano de deriva narrativa. Sus primeros minutos auguraban lo peor: diálogos inexistentes, largos planos de hombres caminando sin rumbo por el desierto infinito, el calor abrumador y el laconismo como metáfora de los estados emocionales, la inexpresión como recurso expresivo. Todo sintomático de aquel que quiere hacer pasar la pereza intelectual por “complejidad simbólica” y “audacia formal”, antonionismo tercermundista y trasnochado. De repente, un corte repentino e intempestivo nos enfrenta literalmente con una pared azul de la que cuelgan dos retratos: a la izquierda, la sonrisa imbécil de George W. Bush; a su derecha la mil veces ensayada (y blanqueada) sonrisa de Arnold Schwarzenegger. A nuestro protagonista, el que vagabundeaba por el desierto con miras de atravesar la polémica frontera hacia el país del Norte, lo atrapa la “migra” y lo expulsa a Tijuana. La ciudad del pecado verdadero de tantas películas estadounidenses, aquel pecado condenado tanto por la moral como por la Ley, es en la ópera prima de Rigoberto Perezcano un lugar de tránsito, un purgatorio encerrado entre dos infiernos: el de la pobreza sin fronteras de México y el de la vida de explotado e indocumentado en la “Tierra de los Libres”. En Tijuana comienza a trabajar en un almacén regenteado por una mujer madura y su joven empleada, cuyos maridos las abandonaron para ingresar a Estados Unidos (como él hizo con la suya). Allí, entre idas y vueltas e intentos frustrados de cruzar el muro, se conforma un triángulo amoroso que apuesta a la levedad, la emoción y los pasos de comedia por sobre la denuncia explícita o los tics del cine latinoamericano de festival ya mencionados. Norteado es una anomalía, un film que se atreve a ser lo que quiere ser, como quien se rebela definitivamente contra los mandatos paternos (en este sentido el jerarca desafiado parece ser el imperativo festivalero de Carlos Reygadas). Y a ese comienzo opresivo e impersonal se le opone un final delirante y absurdo, el punto de llegada de un trayecto que hace de la libertad su principal brújula. Hernán Ballotta

Weekend (Chile, 2009. Dirigida por Joaquín Mora). “Estaba todo el guión escrito, armado, y al llegar al rodaje lo desechamos”, dijo Joaquín Mora luego de una proyección de su ópera prima en este Bafici. Y justamente, gran parte del valor de esta película radica en lo natural de sus momentos, en lo armonioso de su andar, en lo aceitado de su risa. “Cuando comían, comíamos de verdad; cuando fumaban, fumábamos de verdad; cuando tomaban, tomábamos de verdad”, agregó el director al referirse a la improvisación de muchos de los diálogos de la película. Y ese “de verdad” es algo que también se nota a lo largo de todo el largometraje. Porque aunque es cierto que hay algunos saltos de montaje y algunos problemas de sonido, la ópera prima de este director es un buen augurio que acompaña al actual momento del cine chileno.

Weekend trata sobre Fran, una chica que termina con su novio (lo encontró con otra en la cama), y también trata sobre su amistad con Patricio, en adelante Pato, y sobre cómo esa amistad ayuda a pasar el mal trago a esta chica. Pero, más que nada, Weekend trata sobre personajes que intentan descifrar lo que quieren y no pueden conseguirlo... o sí, pero aun sin saber que lo han descifrado. Por eso la pregunta (que no develaremos) de Sofía –esa chica que Pato y Fran encontraron haciendo dedo en la ruta– cerca del final, y por eso la respuesta (que tampoco develaremos) de Pato a esa pregunta. En ese diálogo está la indefinición perpetua que, según algunos, caracteriza a la juventud y, según otros, a una generación. Yo creo que ahí está la indefinición perpetua que nos caracteriza a todos, como género humano.

Pero más allá de eso, esta película intenta recalcar la importancia de poder contar con alguien, de tener gente en quién refugiarse. Pato huye de las peleas con su padre, Sofía inventa que tiene un tío esperándola en San Pedro de Atacama. Ambos están solos. Quien no está sola es Fran. Ella habla con su madre por teléfono, ella se preocupa por haber perdido a sus amigos, ella tiene en Pato una persona de apoyo. Incluso es ella quien busca que Pato y Sofía se enganchen. Está claro que Fran vive las relaciones de una forma diferente a como las viven los otros dos personajes de esta historia. Es ella es quien abraza a Pato todo el tiempo, quien se apoya en él (físicamente). Es ella quien invita a Sofía a unirse con ellos en el viaje a la casa del mar, y es ella quien, en la conversación que mantiene con Sofía en la playa, no puede comprender cómo a esa niña se le ocurre pasar un domingo en soledad. Está claro: Francisca piensa la vida, al menos, de a dos. Sofía y Pato piensan la vida de a uno o, simplemente, no la piensan en términos de compañía. Eso está claro en Sofía, que viaja de acá para allá sola, hace tiempo (casi dos años). Y eso se ve en Pato, en su decisión de mantener la distante relación con su padre y en la mención a todos sus amores frustrados.

Y todo esto quizá se explique en lo que comentó el propio Mora luego de la proyección. Allí, dijo que para él el cine se trataba de reunirse con amigos, de pasarla bien y de divertirse (y aclaró que eso es un poco lo que le pasó en la facultad y lo que intenta que le siga pasando al rodar). En esta película, desde el primer minuto se ve la importancia que se le da a la compañía, a la amistad, a la diversión conjunta: Fran llega a lo de Pato y, apenada, lo primero que le dice es cómo por su novio ella dejó de ver a sus amigos. Entonces –y tomando el comentario del director como clave referencial– desde el primer minuto esta película ya no trata solamente sobre la vida o la amistad sino también sobre el cine. Josefina García Pullés

Viajo porque preciso, volto porque te amo (Brasil, 2009. Dirigida por Marcelo Gomes y Karim Ainouz). Viajo porque preciso… es uno de esos extraños casos de alquimia cinematográfica milagrosa que rara vez se encuentran en estado puro. No me refiero a esa amalgama de géneros tan en boga en los cines asiáticos, sino a una comunión entre distintos formatos de registro que terminan componiendo maravillosas descripciones de diversas geografías y estados emocionales. No hay un término en español que defina lo que Karim Ainouz y Marcelo Gomes llevan a cabo, lo hay en francés (collage) y en inglés (patchwork). Pero el milagro de Viajo porque preciso…es que logra articular todos los elementos en una obra acabada (y, a la vez, en progreso).

Viajo porque preciso…es una road movie cuyo sujeto no aparece en campo. En realidad, más que road movie, es un diario de viaje filmado. El viajero es un funcionario encargado de llevar a cabo estudios geológicos en la árida región del Sertâo, al norte de Brasil, para contemplar la posibilidad de desviar un río para abastecer de agua a la zona. Pero Viajo porque preciso… es tanto un estudio de un espacio en particular como de las personas que lo habitan: nuestro viajero decide entrevistarse con los lugareños, quienes le cuentan que le temen al traslado de sus hogares por las obras de desviación del río. No hay en el film límite entre documental y ficción: Ainouz y Gomes los articulan con la naturalidad con la que funden Super 8, DV y fotografías. Son todos afluentes de un curso de agua mayor, poderoso y sereno, bello y trascendental.

Pero hay otra cosa que ocupa la mente del viajero. Su mujer acaba de echarlo de su casa y el viaje es cada vez menos una labor burocrática y más una forma de alejarse de sus problemas. Su intento es inútil, la mujer vuelve una y otra vez a su conciencia. El diario de viaje se convierte en un monólogo en profuso, magnífico off que el protagonista dedica a su mujer. Una frase “un poco hippie” leída en un baño en una de sus paradas lo acosa: “viajo porque necesito, vuelvo porque te amo”. El viajero le da vueltas, como si escondiera la resolución de su problema, pero la soledad termina ganándole. En un pequeño pueblo comienza a frecuentar prostitutas, mostradas en instantáneas y descriptas brevemente.

Pero hay una especial, Patricia, a la que ya no fotografía, sino que la filma. Y, además, la entrevista, le da una voz. El monólogo egocéntrico y obsesionado con sí mismo se interrumpe y la película se expande fuera de sí misma. Y la mujer (Patricia, pero por extensión la mujer del protagonista), otrora objetivada, al cobrar voz propia se transforma en sujeto. Allí, el viajero descubre al Otro, el fin de un viaje introspectivo cuya línea de meta es la confirmación de la existencia de otras personas. Viajo porque preciso… no es un film filmado, sino uno que parece haberse generado espontáneamente, directamente de la mente de nuestro viajero solitario. Hernán Ballotta

In the Shadows (Alemania, 2010. Dirigida por Thomas Arslan). Thomas Arslan es un viejo conocido de los baficeros (retrospectiva incluida en el 2006) y en su última película reconfirma su calidad. Cumplida su sentencia un hombre sale de la cárcel y regresa a los viejos sitios y a aquellas personas que conocía para cerrar cuentas. Quiere recuperar lo que le pertenece en recompensa del silencio que guardó. Pocos deseos de reinsertarse en la sociedad se le notan. Y un plan para ganar mucho dinero fácil se le presenta. Policial seco y duro, con una puesta de un clasicismo evidente, las buenas actuaciones y una narración fluida y que consigue mantener la atención en todo momento hacen de este film una opción que conjuga reflexión y entretenimiento en iguales dosis. Javier Luzi

Leslie, my Name is Evil (Canadá, 2009. Dirigida por Reginald Harkema). El canadiense Reginald Harkema continúa en Leslie, my Name is Evil con la fórmula que ya había funcionado a la perfección en Monkey Warfare: espíritu contestatario punk, referencias icónicas pop y una mirada desencantada sobre los movimientos contraculturales de décadas pasadas, un verdadero heredero de “la generación de Marx y Coca-Cola” que Godard identificaba en Masculino, femenino. Pero esta vez Harkema decide revolear la latita de gaseosa y “El capital” por el aire y da de lleno en el blanco, la hipocresía de la cultura hegemónica estadounidense de la década del '60. La Leslie del título es Leslie Van Houten, la menor de las imputadas por los crímenes que el Clan Manson perpetró en 1969. Su historia, que incluye un hogar desintegrado por el divorcio de sus padres, un embarazo adolescente abortado y su incursión en el hippismo y las drogas alucinógenas que la entregaron de lleno a los brazos de Manson, se cuenta en paralelo a otra, su reverso, la historia de Perry, un joven químico de familia tradicional y cristiana que comienza a dudar de su cosmovisión heredada cuando recibe noticias de lo que sucede en Vietnam y del movimiento contracultural que comienza a desarrollarse bajo la superficie lustrosa del “American Dream”. La vida de ambos confluye en el juicio, de uno y de otro lado de la Ley. Leslie es juzgada por complicidad en los asesinatos y Perry forma parte del jurado.

Nada en el cine de Harkema es sutil. Leslie, my Name is Evil es una sátira que se sirve de la caricaturización para dejar bien en claro cuál es su programa y de qué lado deposita su empatía. Y sin embargo, esa falta de tabúes y restricciones la catapultan a momentos de una genialidad originalísima, como cuando opone un contraplano conformado por material de archivo sobre revueltas estudiantiles al plano del reprimido Perry y su ultracristiana novia comentando cómo pierden el tiempo esos hippies armando disturbios. O cuando crea el plano más anti-eclesiástico desde Luis Buñuel, componiendo el contraplano de la novia de Perry rezando para que su novio no extravíe el camino, es decir, mostrando lo que ve una persona cuando reza: el cielorraso y una lámpara de techo.

A medida que transcurre el juicio, Perry es seducido por el erotismo que representa Leslie y comienza a tener dudas sobre la validez del procedimiento. Los verdaderos cristianos no dudan, le recomienda su padre. Perry no está convencido: ¿En nombre de Dios puede enviar a la silla eléctrica a un grupo de asesinos cuando en Asia se mata a millones de personas en ese mismo nombre? De todos modos la presión externa es demasiado fuerte y Perry, finalmente, cede. Y en el momento más farockiano de la película, Perry saluda a una carga de insecticidas que él mismo produjo y cuyo destino (no tan) secreto es las selvas vietnamitas en forma de NAPALM, en una trágica cadena de producción que hace que los individuos ignoren que son eslabones en la maquinaria del Mal más perfecta jamás ideada. Hernán Ballotta

At the End of the Daybreak (Hong Kong-Malasia, 2009. Dirigida por Ho Yuhang). Este film arranca con un plano sostenido de una rata enjaulada retorciéndose de dolor hasta la muerte cuando el protagonista le arroja agua hirviendo. Hay películas que avisan de antemano lo que se viene. Esta es una de ellas. Un joven de clase baja, con madre alcohólica y sobreprotectora, se enamora de una quinceañera de clase media alta. Salen un tiempo hasta que los padres de ella se enteran y amenazan con enjuiciar al chico por abuso de menores. Con la crueldad esperada, primero le piden plata y luego de realizado el pago deciden seguir adelante con el juicio. La chica nunca intercede, parece no importarle el destino de su ex enamorado. Si se tratara de naturalismo vaya y pase, pero Ho Yuhang no tiene nada para decir sobre el mundo ni sabría como filmarlo si así fuera, y se enreda en la senda del thriller con un crimen que llega demasiado tarde, cuando el guión ya no puede deparar ninguna sorpresa. Se supone, desde la sinopsis brindada por el festival, que Ho Yuhang (Rain Dogs) es "una de las voces más interesantes del nuevo cine malayo". A juzgar por At the End of the Daybreak, no hay que esperar gran cosa del cine de Malasia... o Yuhang la dirigió afónico. Ramiro Villani

Celda 211 (España-Francia, 2009. Dirigida por Daniel Monzón). No es sencillo encontrar, entre la abundante y variada programación del Bafici, una película de género puro (en este caso, el carcelario) como Celda 211. Me refiero en particular a aquellas películas que descansan sobre convenciones y mecanismos por (casi) todos conocidos, sin distancia irónica o apropiación personal e iconoclasta. Son obras hospitalarias, que funcionan a base de satisfacer las expectativas y, al mismo tiempo, de exigir del espectador la suspensión de la incredulidad para involucrarlo en universos que le son, a priori, ajenos. La primera suspensión se encuentra en el punto de partida del film: un futuro carcelero decide familiarizarse con las instalaciones de la prisión un día antes de comenzar a trabajar y, tras un accidente en el que queda inconsciente, se encuentra en el medio de un motín liderado por un peligroso y carismático criminal. Para sobrevivir, el futuro carcelero se hace pasar, con inesperada eficacia, por preso y rápidamente se gana la confianza de los amotinados mientras intenta hacer llegar a buen término la negociación. No pocas cosas se ponen en juego: los prisioneros toman de rehenes a un grupo de etarras a punto de ser transferidos, por lo que la policía no puede intervenir con el uso de la fuerza por temor a represalias del grupo terrorista. Daniel Monzón aborta de inmediato la posibilidad de hacer un alegato político con la ETA y su lugar simbólico y real en la sociedad española como epicentro y se aplica a dos frentes: por un lado, desarrollar la relación entre el falso prisionero y el líder de la revuelta, interpretado por Luis Tosar con extraordinaria potencia, y por el otro retratar el largo camino de descubrimiento por parte del infiltrado de las atrocidades de la vida en prisión y el incipiente Estado policial que regula la (in)existencia de los prisioneros, representados por el antiguo ocupante de la celda 211 del título, cuyo suicidio (pacífico, seco y ritual) da inicio a la película. A pesar de varias torpezas narrativas, como los insistentes y gratuitos flashbacks y flashforwards, que evidencian momentáneas supremacías del guión sobre (contra) las imágenes, Daniel Monzón desarrolla a través de transitados recursos genéricos un relato de una frescura e intensidad infrecuentes en el cine de festival. Hernán Ballotta

Do it again (Estados Unidos, 2010. Dirigida por Robert Patton-Spruill). Muchos conocedores afirman que los Kinks fueron tan grandes como los Beatles y los Stones, entre ellos el periodista y crítico musical del Boston Globe, Geoff Edgers, que en medio de la crisis económica norteamericana que lo afecta de manera directa decide emprender un sueño: reunir a los Kinks, cuyos lideres (hermanos entre sí) se encuentran peleados desde hace décadas. La ridícula premisa de este documental sólo podría ser llevada a cabo por un tipo tan egocéntrico como Edgers, que aun sabiendo de su incapacidad artística decide acompañar –e incluso interrumpir– musicalmente a cada artista que entrevista para la ocasión (Sting y  Robyn Hitchcock, entre otros músicos, y la simpática actriz y cantante Zooey Deschanel). El resultado es tan gracioso como entretenido, y aunque el líder de la banda lo evita persistentemente durante todo el film, sorprendentemente logra más de lo que sus entrevistados y los espectadores auguraban: llega a reportear al guitarrista de la banda y hermano del conductor de los Kinks, quien al menos le da una buena explicación de porque nunca volverán a estar juntos arriba de un escenario: “Mi hermano fue feliz por tres años de su vida: desde los 0 hasta los 3, cuando nací yo”. Ramiro Villani

A religiosa portuguesa (Francia-Portugal, 2009. Dirigida por Eugene Green). Esta película parece dirigida por Manoel de Oliveira (Peculiaridades de una muchacha rubia, Oporto de mi infancia, Regreso a casa). Están la misma cámara preferentemente fija, los diálogos neutros que más que diálogos son monólogos declamados que desvían la atención hacia la materia sonora de las palabras antes que hacia su valor como portadoras de información, los exteriores teatralizados, la ciudad filmada en picado desde una altura considerable, el protagonismo de un niño, el mito del Rey Sebastián, y hasta un par de actores que pertenecen a esa especie de elenco estable que pueblan la filmografía del cineasta centenario (Leonor Baldaque, Diogo Dória). Pero el director es Eugene Green, un norteamericano con rulos y bigote ampuloso que se parece a Maurizio Nichetti, director de comedias italiano de la generación de Moretti, algo así como una cruza entre Tarantini y Groucho Marx, y cuya presencia en la película haciendo de lo que es, un director de cine, acentúa el costado levemente paródico que aligera cualquier pretensión de solemnidad metalingüística. La lentitud de la película está lejos de ser un defecto y remite, también, a una estrategia central de Oliveira, quien filma a contrapelo del vértigo audiovisual contemporáneo. Su cine, más que lento, es (a)moroso. Vale decir que se demora sin culpa en aquello que ama: los actores, el teatro, la música, los textos, la luz, el paisaje, la Historia, oponiéndose a la uniformidad territorial y la dilución de los vínculos con las tradiciones culturales que alienta la globalización. Marcos Vieytes

Trash Humpers (Estados Unidos-Inglaterra, 2009. Dirigida por Harmony Korine). Las películas de Harmony Korine siempre supusieron extremas y misteriosas experiencias cinematográficas, pero esta vez parece haberse superado a sí mismo. Trash Humpers (algo así como “montadores de basura”, y sí, me refiero a gente que viola sexualmente tachos de basura) es una película extrañísima, tan extraña que dudo sinceramente que podamos llamarla una película o que forme parte de lo que comúnmente denominamos “cine”. Para los efectos de esta reseña, nombrémosle con el genérico “artefacto”. Porque Trash Humpers es un OVNI, Objeto en Video No Identificado. Y con video me refiero al viejo y analógico VHS, que llenó grandes cantidades de bolsas de residuos en la época del paso al digital DVD. El VHS es a esta altura basura cinematográfica y Trash Humpers funciona a partir de ese amor (sexual) reivindicatorio de los desechos.

En este artefacto, cuatro jóvenes (entre ellos Harmony Korine y su esposa Rachel) se disfrazan de ancianos y realizan actos vandálicos por las calles de Nashville que van de lo ridículo a lo estúpido, filmándolo todo en VHS, hasta el punto de falsear la imagen sobreimprimiendo la leyenda “play”, “pause” o “tracking”, como si efectivamente estuviéramos viendo uno. De Harmony Korine vemos poco (él es, generalmente, quien filma) pero escuchamos mucho: Trash Humpers es, en esencia, un musical. Uno enfermo, es cierto, pero musical al fin. Y quien ejecuta la música es Korine tras cámara, con una voz impostada y siniestra repitiendo como mantra cosas como “shake it, shake it, don’t bake it” (“mezclalo, mezclalo, no lo cocines”). Los otros tres integrantes del grupo hacen cosas como golpear muñecos bebés, romper televisores viejos, reírse demoníacamente, o visitar otros seres marginales que pronuncian monólogos a cámara sobre la sociedad americana o sobre lo bueno que sería no tener cabeza. Estas idioteces inofensivas funcionan, un poco como su pariente televisivo y socialmente aceptable “Jackass”, por repetición, hasta el punto del extrañamiento. Porque los cuatro pequeños monstruos que habitan Trash Humpers son una suerte de objetivación de la pesadilla en la que se convirtió el sueño americano, prole nonata –como en Cromosoma 3 de Cronenberg de las contradicciones suburbanas del Norte. En este punto Trash Humpers es sólo una versión extrema y provocativa del Arte de Harmony Korine de Gummo en adelante. Este artefacto es una literalización de la poética de lo residual, de lo marginal y lo desechable que siempre guió su búsqueda estética. Trash Humpers demuestra que está cada vez más cerca de alcanzar su objetivo, hasta el punto de fundirse con él. Hernán Ballotta

Visage (Bélgica-Holanda-Francia-Taiwan, 2009. Dirigida por Tsai Ming-liang). En la última película de Tsai Ming-liang hay un cineasta oriental que llega a Francia  para filmar el mito de Salomé en el Louvre. Como en un espejo que multiplica los reflejos y las apariencias, esta filmación disparará las más extrañas situaciones. Tópicos e imaginería visual típicamente tsaimingliana, lo que lo vuelve reconocible como marca autoral pero a la vez, y por primera vez, muestra un cierto agotamiento. ¿Será que la gran producción cercena a los autores? Lo cierto es que el evidente dinero invertido que sobresale en decorados, escenarios, star system (Ardant, Léaud, Moreau, Baye, Amalric) al principio llama la atención pero prontamente se convierte en fuegos de artificio. Un peso muerto que ancla la película y la empuja irremediablemente hacia una profundidad equívoca. Homenaje al cine francés que en un comienzo divierte con un ping pong de nombres de cineastas, con sus referencias cinéfilas a la Nouvelle Vague (Ardant viendo un libro de Truffaut, Léaud y su Antoine ya mayor), pero que se va tornando más una adulación servil y superficial. Hay agua a raudales y números musicales, con esos boleros desgarrados característicos, en una puesta en escena naturalmente kitsch como siempre, pero la duración excesiva y la narración centrífuga nos dejan definitivamente helados como la nieve que asuela París. Javier Luzi

Lourdes (Alemania-Austria-Francia, 2009. Dirigida por Jessica Hausner). ¿Qué hacemos con Lourdes? ¿Cómo nos enfrentamos a un film que toma la casi reaccionaria postura de ser una película religiosa no contra la Fé, sino, Dios nos ampare, contra la institución eclesiástica y sus formas de imponer discursos, como de alguna forma también lo fue La vida de Brian de los Monty Python? En la película, una mujer que quedó parapléjica como resultado de su esclerosis múltiple se une a un “tour” turístico/religioso con peregrinación al Santuario de Lourdes en los Pirineos, lugar en que la Virgen se le reveló a la joven Bernardette Soubirous a mediados del Siglo XIX. El tour, comandado por una serie de monjas asistidas por voluntarias y voluntarios en uniforme y supervisado por un cura, está conformado por personas con diferentes dolencias que aguardan el milagro de la sanación que, dicen, puede ocurrir en esa Tierra Santa. La mirada de Jessica Hausner sobre el fenómeno es distanciada, exterior, por momentos casi documental (como en ese apabullante plano cenital sobre la peregrinación), pero logra identificarla con la de su protagonista, la gran Sylvie Testud, cuyos enormes ojos azules con su expresión desconcertada trasmiten a la perfección la intención de extrañamiento que se encuentra en el centro de Lourdes. Porque lo que Hausner intenta retratar es la industria de la Fé en la que se convirtió la Iglesia y toda la parafernalia que la rodea. Así, el creyente ya no es más creyente sino un consumidor de Fé. El milagro está al alcance de todos, al igual que esas miniaturas de la Virgen que venden en el lobby del hotel.

Sin embargo, el milagro finalmente ocurre y la protagonista recupera la movilidad de sus piernas. Pero esta nueva encarnación de la Iglesia, acorde al espíritu positivista del capitalismo, se funda sobre la existencia histórica del milagro... a la vez que niega la posibilidad real de que ocurra. El escepticismo se apodera del grupo y el milagro se transforma en un fenómeno de circo. La institución eclesiástica, con sus rituales vaciados de sentido religioso y su estructura anacrónicamente vertical, no puede “normalizar” el milagro y asimilarlo a su discurso. A esto Hausner opone la noción del milagro como un evento íntimo, privado, el resultado de desarrollar una concepción personal de la Fé, sin el filtro de las reglas y concepciones institucionales. Por eso, el primer (y verdadero) testigo del milagro es la anciana que cuida del personaje de Sylvie Testud, la única que ve a la fé religiosa como una comunión individual con el más allá. Porque, como dice Nick Cave en “The Witness Song”: “¿Quién va a ser el testigo cuando todos estén demasiado ciegos para ver?” Hernán Ballotta

The Agony and the Ecstasy of Phil Spector (Estados Unidos-Inglaterra, 2008. Dirigida por Vikram Jayanti). Phil Spector es un demente absoluto, pero también un personaje brillante y apasionante. Y este documental, que toma como soporte principal una entrevista al productor musical mientras éste esperaba la sentencia por un juicio por asesinato, actúa en consecuencia. No trabaja tanto la parte más policial del asunto, sino que encara un acertado montaje entre el reportaje, las imágenes grabadas en el tribunal y la música producida por Spector. Y a partir de ahí va uniendo los pedazos –o más bien capítulos– de un cuento de fama y fortuna, de brillantez y ascenso, de caída y muerte.

The Agony and the Ecstasy of Phil Spector es también un análisis profundo y concienzudo de la obra y el legado de un artista altamente influyente y polémico. El film examina metódicamente buena parte de las canciones creadas por Spector, buscando por momentos aprehender lo imposible, traduciendo a conceptos cuestiones altamente personales, que a pesar de todo supieron conectarse con la sensiblidad del público a nivel masivo. Esa voluntad de captar algo muy similar a lo que Roland Barthes llamaba tercer sentido es una cualidad extra, que lo termina de adscribir al género musical desde un punto de vista extrañamente teórico y práctico a la vez. Lo que se dice crítica musical hecha cine. Rodrigo Seijas

36 Vues du Pic St-Loup (Francia-Italia, 2009. Dirigida por Jacques Rivette). ¿Dónde comienza la vida y dónde termina la representación? Esta es la pregunta que, con casi infinitas variaciones, el ahora octogenario Jacques Rivette se hizo en casi todas sus películas. 36 Vues du Pic St-Loup, su (hasta hoy) último largometraje se mueve en esa dirección. Y lo de “se mueve” no es sólo una forma de decir: ya desde su inicio, en el que un italiano (Sergio Castellito) asiste a una mujer (Jane Birkin) cuya camioneta se averió en la ruta para luego retomar la marcha, siguiéndola en su descapotable, todos los personajes están en movimiento, deambulando sin objetivo aparente, cruzándose unos a otros y sosteniendo conversaciones fragmentadas, que se continúan minutos después o nunca lo hacen. El movimiento es clave en la obra de Rivette, como también lo es en el cine, el teatro y el circo, apoteosis del nomadismo y verdadero protagonista de 36 Vues... Pero no sólo el movimiento físico, sino también el movimiento (o su opuesto, el estancamiento) emocional. Aquí quien está estancado es el personaje de Jane Birkin, que retorna al circo familiar tras quince años de ausencia provocados por la accidental muerte de su amante durante un número circense. Al volver, encuentra un espectáculo en decadencia, sostenido por su hermana, su sobrina y un payaso que repite la misma rutina introductoria todas las funciones frente a una audiencia casi vacía. ¿Rivette nos está hablando del cine de autor en la época del triunfo del modelo hegemónico de espectáculo anabólico de los tanques de Hollywood? Difícil saberlo (en general uno no sabe exactamente qué está tratando de decir el más hermético de los directores cahieristas).

Pero la llegada del personaje de Castellito trastorna el precario equilibrio de la compañía: en plena función interrumpe la disciplina de los payasos para hacer sugerencias, da vueltas por los entretelones con una curiosidad imprevista y, para colmo de males, intenta enamorar al personaje de Birkin y ayudarlo a superar su “trauma”. Acá no hay curas milagrosas ni terapias freudianas que valgan; el único remedio efectivo es finalizar la obra truncada, porque vida y representación no pueden concebirse separadas. En este sentido 36 Vues... es una especie de llave maestra para acceder a los recovecos de la obra anterior de Rivette (es cierto, es una llave minúscula, difícil de hallar, que no siempre justifica el esfuerzo y, por esa razón, frustrante). Si algo nos deja esta pequeña película crepuscular pero vital es que el show debe continuar, por todos los medios posibles. Hernán Ballotta

Visitors (Corea del Sur-Filipinas-Japón, 2009. Dirigida por Hong Sang-soo, Naomi Kawase y Lav Diaz). Desde el 2000, el festival de cine de Jeonju en Corea auspicia cada año un programa de tres cortometrajes filmados en digital realizados por tres directores que el festival considera relevantes en el cine contemporáneo. En la edición 2009 los elegidos fueron el coreano Hong Sang-soo, la japonesa Naomi Kawase y el filipino Lav Diaz. La consigna era construir historias sobre la llegada de un visitante a un espacio que le es, de alguna forma, ajeno.

Perdida en las montañas, el cortometraje de Hong, es un ejemplo paradigmático de su cine: una joven aspirante a escritora visita a una antigua amiga con la que conforma una serie de triángulos amorosos (o sexuales, la línea que separa uno del otro es difusa en sus películas) con un ex profesor y su discípulo, ahora un exitoso escritor. Mucho sake, zooms gratuitos, comportamientos impredecibles, comidas y la hipocresía de la bohemia pequeñoburguesa. Aun si ya vimos esto mil veces en sus anteriores películas, por la justeza del tono y el perfecto timing sus obras siguen siendo enormemente placenteras de ver. Casi imperceptiblemente, en su insistencia con los mismos temas y formas, Hong está construyendo una obra legítimamente heredera de Eric Rohmer.

Por el contrario, mientras más insiste Naomi Kawase con sus obsesiones, más se cierra sobre sí misma y sus concepciones religiosas. En Koma, un joven coreano visita a una familia japonesa para rendir tributo a su abuelo recién fallecido, que cuando era joven salvó la vida de un bebé, ahora el patriarca de la familia. Allí, entre los rituales usuales del cine de Kawase, el joven coreano conoce a la hija de la familia, un personaje enigmático con una comunión extraña con el mundo espiritual. Podríamos hablar de incipiente relación amorosa, pero a Kawase parecen interesarle cada vez menos las cosas “terrenales” que suceden a sus personajes. Y así sustituye el humanismo trascendental de sus mejores películas por una concepción sacrificial de la religión, permutando la pulsión vital de sus anteriores obras por un espíritu mortuorio que se refleja en la textura del digital. A esta tendencia del cine de Kawase hay que oponerle la frase que Manolito le decía a Mafalda para desgracia de Susanita: “a mí no me interesan los extremos de la vida, sino lo que sucede en el medio”.

Las mariposas no tienen memoria representaba la oportunidad única de ver una obra de Lav Diaz sin tener que invertir más de cuatro horas de vida en hacerlo. De los tres hacedores de Visitors, Diaz es quien aprovecha el digital de forma más personal, degradando la calidad de imagen y apostando por la cámara estacionaria y el blanco y negro para retratar la decadencia moral y natural en la que se sume un pueblo filipino tras la construcción de una mina a cielo abierto y su posterior cierre. La hija del dueño, una joven canadiense, retorna al país tras la muerte de su padre para gestionar el futuro de la mina. Unos ex empleados, sumidos en la pobreza, deciden secuestrarla como represalia de la destrucción ambiental ocasionada por la mina y el desempleo que su cierre generó. Con grotescas máscaras de colonizadores españoles el grupo se interna en la selva para llevar a cabo el secuestro, pero uno de ellos se arrepiente y, perturbado, comienza a vomitar, justo en el momento en que unas mariposas aparecen en cuadro como surgidas de la propia cámara. Este cortometraje de Lav Diaz es enigmático y fascinante, pero frustrante por lo hermético a la vez; la confirmación (por si alguien la necesitaba) de que en Filipinas se realiza el cine más extremo de Asia. Hernán Ballotta


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