La
cinta blanca (Alemania-Australia-Francia-Italia, 2009. Dirigida por
Michael Haneke).
Hoy por hoy hay dos grandes maestros de la provocación. Dos directores que
utilizan el poder del cine para incomodar al espectador haciéndolo
reflexionar sobre su propia esencia y comportamiento. Algún apresurado pensará
en Todd Solondz y Gaspar Noé. Pero ellos son provocadores con
el
objetivo
de
contar cuánta gente sale ofendida de las salas. Michael Haneke y
Paul Verhoeven, en cambio, hacen de la provocación un método de reflexión
sobre la sexualidad y la violencia intrínsecas del ser humano. Si Verhoeven
parte de los géneros para darlos vuelta y desnudar sus contradicciones, el
estilo de Haneke es más difícil de reconocer.
E
incluye mayores variaciones.
En La
profesora de
piano nos acercaba íntimamente a las obsesiones sexuales
de su protagonista, pero en La
cinta blanca
ha optado por el distanciamiento
intelectual.
En principio,
sitúa la trama en un pueblito rural nórdico en las vísperas de la Primera
Guerra Mundial, narrada por un profesor que no sabe si todo lo que relata ha
acontecido realmente. Lo que sigue es una sucesión de distintos episodios
extraños (accidentes, agresiones, incendios) que comienzan a perturbar a
esta comunidad aparentemente calma y pacífica. Haneke se toma su tiempo y
describe poco a poco la vida de los pobladores, deteniéndose en cada
conflicto, ya sea de clase, de género, o educacional, que moviliza a los
líderes de las instituciones sociales (el barón que lidera el pueblo, el
cura, los jefes de familia) a aplicar severos castigos físicos y
psicológicos, especialmente sobre los niños. El puritanismo educativo y
religioso poco a poco va desenmascarándose como
el
principal generador de
resentimiento, sin dejar de lado los otros factores. Ecos del cine de terror
flotan en las imágenes, recordando a El
pueblo de los
malditos pero también
a esa obra maestra de Chicho Ibáñez Serrador llamada ¿Quién puede matar a un
niño?
Filmada en
color y pasada digitalmente al blanco y negro,
las primeras imágenes
de La cinta blanca pueden
recordarnos a Dreyer o a Bergman, pero pronto descubrimos que la estética
del film evade rápidamente las comparaciones. Nada de trascendentalismo
ni
teatralidad. La película trabaja las luces y sombras para potenciar el
misterio y facilitar un uso magistral del fuera de campo, con el objeto de
ocultar sistemáticamente de la mirada del espectador las agresiones y las
perversiones de sus personajes, y generar, sobre esta base, la pregunta sobre
la esencia de la violencia social.
Se supone que
estamos ante el germen del nazismo, pero una mirada atenta descubrirá que
Haneke, como todo gran artista, no se queda en el historicismo y nos sugiere
que lleguemos a la actualidad. Ese plano final de todos los habitantes del
pueblo sentados en la iglesia se asemeja demasiado a la posición que
ocupamos, como espectadores, durante la proyección de
La
cinta
blanca.
Ramiro Villani
Vincere (Italia-Francia,
2009. Dirigida por
Marco Bellocchio).
Marco
Bellocchio es el gran matricida del cine. Desde que el atormentado
protagonista de I pugni in tasca despeñara a su vieja cuando
despuntaban los 60, el cineasta italiano se ha valido de sus personajes y de
sus ficciones iconoclastas para derribar la férrea dictadura materno filial
italiana con un furor digno tanto de represiones edípicas irresueltas como
de su lúcida mirada sobre los mecanismos de opresión sociales. En sus
mejores películas, los personajes no son meras encarnaciones de una
ideología, sino entidades concretas, seres de carne y hueso atravesados por
mandatos sociales pero en pugna continua con ellos. Dos obras maestras
realizadas en la primera mitad de esta década lo demuestran: Buenos días,
noche y La hora de la religión (la sonrisa de mi madre). En la
primera recreó el secuestro, la detención, el juicio clandestino y la
ejecución de Aldo Moro (será más que interesante compararla con la reciente
Secuestro y muerte, de Rafael Filippelli, presentada en este
festival), mientras que en la segunda le hace vivir a su protagonista algo
así como la pesadilla del ateo: un día le tocan el timbre de su atelier para
avisarle que el Vaticano acaba de citarlo como testigo en el proceso de
beatificación de su madre. Toda la carga de absurdo y de misterio (en un
sentido tanto policial como metafísico) de ese punto de partida torna cómico
(en un sentido kafkiano) lo que se va revelando como una suma intolerable de
intereses creados, locura y muerte. En Vincere, Bellocchio se ocupa
del ascenso político de Benito Mussolini, pero a través de su amante,
obsesivamente enamorada de ese hombre que nunca reconocerá al hijo que
engendró. Su originalidad consiste en desviar la estructura clásica de la
película biográfica desde la figura central del Duce hacia la de esta mujer,
en la que se encarnan muchos de los más oscuros aspectos de la nacionalidad
italiana, así como la universal tentación del nacionalismo, lo que a su vez
dificulta la identificación emotiva del espectador, tironeado entre el
padecimiento de esa mujer silenciada impunemente por la suma del poder
público, y su falta de conciencia crítica, su irracionalidad, su cegada
pasión de feligrés enardecido.
Marcos Vieytes
Todo, en fin, el silencio lo ocupaba (Canadá-México, 2010. Dirigida por
Nicolás Pereda).
La puesta
en escena de los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz merecía algo más que la
pedantería que destila sin remedio esta cinta pretenciosa. Nicolás Pereda
filma el backstage de una puesta de teatro en pocas escenas y con mínimos
recursos. Si hay un trabajo a destacar tiene que ver con la fotografía, la
iluminación, plena de luces y sombras, buscando el foco preciso que alumbre
apenas el rostro de la actriz o el pliegue de su ropa mientras permanece
recostada cuando a su alrededor el equipo de filmación cumple con sus
tareas. Todo es un mostrar la construcción, pero la reflexión que puede caber
en las elecciones formales y estéticas brilla por su ausencia. Filmar los
corredores del teatro a través de un espejo puesto en el piso y con la
cámara fija mientras los operarios y empleados del mismo pasan es un
ejercicio inútil y vacuo. Nada que ver con la ejercitación que practicó
Lisandro Alonso en Fantasma. Petulancia, snobismo, intelectualismo,
academicismo, amaneramiento, vanidad, jactancia, redundan agotando la
percepción de un espectador entrenado. Llueve y las hojas caídas flotan.
Lugares comunes. Pura afectación y cero afección. No lo salva ni su corto
metraje. Javier Luzi
Yoga
(Argentina, 2010.
Dirigida por Homero
Cirelli).
Un grupo de personas que
practican yoga (la actividad está aquí, como desde hace ya mucho en
Occidente, desconectada de toda institucionalización religiosa) está en el
centro del audiovisual de Cirelli, que sigue a esta gente más allá del lugar
de encuentro y de la periódica actividad que los reúne, poniendo en escena
su doméstica vida cotidiana. Alternando entre el blanco y negro de las
sesiones de yoga y el color de las otras imágenes, todas ellas fuertemente
granuladas, porosas, inmediatas aunque muchas de ellas claramente ensayadas,
desfilan por la película una mujer que está a punto de parir y su pareja,
una mujer que estuvo exiliada en Suecia
durante la dictadura, otra que se muda, un muchacho que trabaja de clown,
etc. El recorte es tan válido como cualquier otro y se presta más para el
análisis sociológico que para el estético. No ahondar en ninguno de los dos
criterios es su mayor falencia.
Marcos Vieytes
Velódromo
(Chile, 2009. Dirigida por Alberto
Fuguet).
Esta nueva
película de Fuguet, cuyo estreno mundial se produjo en este Bafici, es un canto
a la vida de la gente común, un canto a la cotidianidad
y un canto a quien está feliz en esa cotidianidad que puede no consistir en
más que andar en bicicleta por la calle. Esta es la historia de Ariel, un
diseñador gráfico de 34 años que acaba de cortar con su novia y de pelearse con
su mejor amigo. Aquí estamos, entonces, frente a la historia de alguien que
rearma sus días en el intento de rearmar su vida, y también estamos frente a
un director que aborda esa suerte de “existencialismo” desde una perspectiva
bastante más cómica que melancólica. Y es quizás en la armoniosa mezcla de
ambos tonos donde este relato encuentra su magia. Efectivamente,
Velódromo es un relato que mezcla esas cosas que, en otros contextos,
parecerían repelerse.
En “Ensayo sobre
la situación de la poesía”, Tristan Tzara escribía: “Apresurémonos a
denunciar un malentendido que pretendía clasificar a la poesía bajo la
rúbrica de los medios de expresión. La poesía que no se distingue de las
novelas más que por su forma exterior, la poesía que expresa ideas o
sentimientos, ya no le interesa a nadie (…). Es perfectamente admisible hoy
que se pueda ser poeta sin haber escrito jamás un verso, que exista una
cualidad de poesía en la calle, en un espectáculo comercial, en cualquier
parte”. Velódromo les da cuerpo a esas palabras, las encarna en cada
imagen de Ariel andando en bicicleta, en el absoluto timing de los actores,
en los geniales diálogos entre los personajes, en la genial actuación de
Pablo Cerda.
Este
segundo largometraje de Alberto Fuguet (el primero fue Se arrienda)
da mucho espacio a la amistad y a la cinefilia. Respecto de la primera, todo
el tiempo se nota su importancia en la vida del protagonista. Porque aun
cuando declara no tener muchos amigos, Ariel no puede concebir la vida sin
la amistad. Y, es más, esta película abre con la amistad ocupando todo el
cuadro: dos amigos (Ariel y otro) sentados, viendo tele en un sillón.
Respecto de la
segunda (la cinefilia), aquí está siempre dando vueltas la obsesión de Ariel
por ver películas, su afán de llevarse la pantalla a todos lados
(Baudrillard se haría una fiesta con esta película): al baño, a la cama, a
la cocina, al restaurant. Gran parte de la película sucede con los
personajes (sobre todo los hombres) frente a una pantalla, viendo películas.
En cualquier reunión siempre hay una pantalla presente y en ella
generalmente está el cine, sonando de fondo. Lo mismo ocurre con la
bicicleta, que (como dijo el mismo Fuguet después de la proyección de la
película) es la segunda protagonista de esta historia. Si vemos a Ariel,
vemos la bicicleta por algún rincón del encuadre. Y esa bicicleta representa
de alguna forma la simpleza, la felicidad simple, que Ariel lleva consigo a
todas partes, una felicidad que, al principio, él no reconoce pero que,
luego, descubre frente a su nariz. Y sólo cuando él se vuelve consciente de
que está bien así como esta, de que está bien así como es, sólo entonces
deja de exigirse cambios innecesarios. Y ahí es cuando, por fin, se lanza al
velódromo (un lugar que él solía mirar desde lejos) a dar vueltas con su
preciado vehículo.
Entonces la
película retrata la melancolía contenta, la tristeza feliz. Porque así es
como mejor se describe el tono de este relato cuyo prólogo cierra con una
frase que también resume un poco la idea de “pseudocontradicciones” que
conforman una afirmación. En ese prólogo oímos la voz de Ariel diciendo: “no
le pido mucho a la vida, ¿eso es mucho pedir?”. Con esa frase –que luego
prácticamente se retoma en una conversación entre “la Xime” y el
protagonista– Ariel está definiendo su forma de felicidad. Y recién cerca
del final, recién después de esa conversación entre él y Xime, nosotros
comprendemos que ésta es la historia de un hombre feliz. No hizo falta mucho
para mostrarlo, pero nos hizo falta toda esta película para entenderlo.
Fuguet nos ha dado una clase magistral sobre cómo en la simpleza de las
cosas está aquello que nos define, aquello que nos determina y tiñe nuestra
cotidianidad ya sea de emociones varias o, simplemente, de poesía
callejera.
Josefina García Pullés
Eighteen
(Corea del Sur, 2009.
Dirigida por Jang Kun-jae).
El sopapo como medio de comunicación: a juzgar por la violencia física pero
también verbal
del cine coreano contemporáneo, en aquél país asiático la
gente habla, literalmente, por los codos, puños, rodillas y otros objetos
contundentes. A veces síntoma (en Lee Chang-dong o Bong Joon-ho), a veces
fin en sí mismo (Park Chan-wook o Kim Ji-woon), los realizadores de ese
origen no dudan en representar la interacción social como un buen cross a la
mandíbula. El debutante Jang Kun-jae no se aparta de esta tradición. Su
objeto a retratar es el mundo de los adolescentes de clase media, cuya
frontera económica y moral se presenta desalentadora. El adolescente en
cuestión tiene una novia en secreto hasta que los padres de ambos se enteran
y, tras un arrebato de violencia doméstica del padre de ella, le hacen
firmar un contrato en el que el joven se compromete a dejar de ver a la
muchacha hasta haber cumplido los 18 e ingresado a la universidad. En esta
secuencia, en la que se conjuga cámara en mano y una textura de imagen de
corte documental con actuaciones que rozan la caricatura coronadas con la
sobreimpresión en la imagen del texto del contrato mientras es leído,
aparecen los dos elementos que entran en tensión en Eighteen: el
realismo social y el grotesco. La tensión no se dirime para ninguno de los
dos extremos, generando un verosímil que puede incluir en su interior
elementos y comportamientos de lo más heterogéneos. Ni siquiera utiliza el
género como vía de escape, como en esa triste película/trapo mojado Shall
I cry? de Choi Chang-hwan. Es esa indecisión la que termina primando,
como sucede con muchas óperas primas (o no tanto) que intentan decir mucho
y
todo al mismo tiempo. Pero, de todos modos, de los bordes de esta pequeña
película descentrada comienzan a surgir apuntes imprecisos e involuntarios
sobre los estados emocionales de los jóvenes coreanos, sobre las
profundísimas grietas generacionales y sobre una sociedad que se nos
presenta agobiantemente patriarcal. Puntos de partida de una película que se
parece muy poco a Eighteen.
Hernán Ballotta
Perdida
(España-México, 2009. Dirigida por Viviana García Besné).
Una de las mejores, más
divertidas y emocionantes películas del Bafici. Buena parte de la historia
del cine mexicano, desde la década del 30 hasta la actualidad, desfila a
través del punto de vista de la bisnieta de uno de los primeros y más
importantes exhibidores, distribuidores y productores de ese país, cuyos
hijos no sólo continuaron el negocio, sino que lo convirtieron en uno de los
más exitosos aunque desprestigiados por el medio cultural. A ellos se debe que existan, por ejemplo, las películas de Santo, el
enormemente popular (súper)héroe enmascarado de lucha libre, las películas
de ficheras (o cabareteras), que iniciaron el cine de explotación sexual
mexicano, o una versión libidinosa de Drácula que de tantos cortes que tuvo
constituye una saga en sí misma y ha generado un culto a su alrededor (el
instante en que la cámara profana la catacumba fílmica del tío de la
directora es uno de los puntos altos de la película). Viviana García Besné
cuenta todo desde una voz en off prudente y familiar, pero elude mostrarse,
cediéndole el primer plano a fotografías, viejos programas de funciones
cinematográficas, recortes de periódicos, fotogramas perdidos y testimonios
de los involucrados. Además, inserta en el documental el relato de un par de
episodios tan extraordinarios que parecen sacados de una comedia loca o de
un melodrama. Me refiero a la vez en que falsificaron la firma del Papa
exhortando a los católicos a que fuesen a ver un biopic sobre San Ignacio de
Loyola producido por su compañía, lo que les obligó a escapar con lo puesto
de la España franquista, y al romance entre la abuela de la directora y
Ricardo Montalbán, que aparece en la película como el caballero que es, sin
ceder jamás a la indiscreción sobre los motivos que truncaron ese amor, ni
rebajarse al sentimentalismo.
Marcos Vieytes
To
shoot an Elephant
(España, 2009. Dirigida por Alberto Arce y Mohammad Rujailah).
En
diciembre del 2008, vence una tregua entre Hamas y el Estado de Israel, que
decide ocupar la Franja de Gaza, prohibiendo al mismo tiempo el acceso de
toda ayuda humanitaria y cobertura periodística. Sin embargo, un grupo de
observadores logró entrar clandestinamente a la zona. Lo que se observa en
este documental es sólo una parte de las situaciones que pudieron
contemplar, y aun así el impacto es tremendo.
Siempre se habla de los límites
para la representación del horror; el piso y el techo. Este film actualiza
ese debate, a partir de la mostración absoluta. Asume su clara imposibilidad
de ser neutral ante el avasallamiento de los derechos humanos –Israel llega,
entre otros, al extremo de usar bombas de fósforo, prohibidas por la Convención de
Ginebra– y toma partido por mantener la cámara prendida en todo momento.
Documenta lo más espantoso –la escena donde se atiende en un hospital a
niños heridos por las bombas no es apta para estómagos sensibles– y va en
busca de las imágenes más riesgosas e inquietantes: la secuencia donde se
bombardea un centro de salud supera en tensión a los mejores thrillers de
Hollywood.
To
shoot an Elephant
toma partido claramente en contra del Estado de Israel. De hecho, con la
frase que vuelve sobre la pantalla en negro en el final –cuyo autor es
paradójicamente judío–
hasta se permite problematizar el nacimiento de
Israel como nación. Pero tampoco deja del todo bien parados a los palestinos, a los
que se ve en un funeral rogando que Alá caiga con toda su furia y les
infunda terror a los israelíes. Ahí da que pensar qué harían los palestinos
si tuvieran las bombas de fósforo en su poder. Ese principio de
incertidumbre, que domina a todo el film (a pesar de sus certezas), es su
mayor fortaleza.
Rodrigo Seijas
Norteado
(España-México, 2009. Dirigida por Rigoberto Perezcano).
Norteado
contiene dentro de sí el veneno y el remedio contra tanto cine
latinoamericano de deriva narrativa. Sus primeros minutos auguraban lo peor:
diálogos inexistentes, largos planos de hombres caminando sin rumbo por el
desierto infinito, el calor abrumador y el laconismo como metáfora de los
estados emocionales, la inexpresión como recurso expresivo. Todo sintomático
de aquel que quiere hacer pasar la pereza intelectual por “complejidad
simbólica” y “audacia formal”, antonionismo tercermundista y trasnochado. De
repente, un corte repentino e intempestivo nos enfrenta literalmente con una
pared azul de la que cuelgan dos retratos: a la izquierda, la sonrisa
imbécil de George W. Bush; a su derecha la mil veces ensayada (y blanqueada)
sonrisa de Arnold Schwarzenegger. A nuestro protagonista, el que
vagabundeaba por el desierto con miras de atravesar la polémica frontera
hacia el país del Norte, lo atrapa la “migra” y lo expulsa a Tijuana. La
ciudad del pecado verdadero de tantas películas estadounidenses, aquel
pecado
condenado tanto por la moral como por la Ley, es en la ópera prima de
Rigoberto Perezcano un lugar de tránsito, un purgatorio encerrado entre dos
infiernos: el de la pobreza sin fronteras de México y el de la vida de
explotado e indocumentado en la “Tierra de los Libres”. En Tijuana comienza
a trabajar en un almacén regenteado por una mujer madura y su joven
empleada, cuyos maridos las abandonaron para ingresar a Estados Unidos (como
él hizo con la suya). Allí, entre idas y vueltas e intentos
frustrados de cruzar el muro, se conforma un triángulo amoroso que apuesta a
la levedad, la emoción y los pasos de comedia por sobre la denuncia
explícita o los tics del cine latinoamericano de festival ya mencionados.
Norteado es una anomalía, un film que se atreve a ser lo que quiere ser,
como quien se rebela definitivamente contra los mandatos paternos (en este
sentido el jerarca desafiado parece ser el imperativo festivalero de Carlos Reygadas).
Y a ese comienzo opresivo e impersonal se le opone un final delirante y
absurdo, el punto de llegada de un trayecto que hace de la libertad su
principal brújula.
Hernán
Ballotta
Weekend
(Chile, 2009. Dirigida por
Joaquín Mora).
“Estaba todo el
guión escrito, armado, y al llegar al rodaje lo desechamos”, dijo Joaquín
Mora luego de una proyección de su ópera prima en este Bafici. Y justamente,
gran parte del valor de esta película radica en lo natural de sus momentos,
en lo armonioso de su andar, en lo aceitado de su risa. “Cuando comían,
comíamos de verdad; cuando fumaban, fumábamos de verdad; cuando tomaban,
tomábamos de verdad”, agregó el director al referirse a la improvisación de
muchos de los diálogos de la película. Y ese “de verdad” es algo que también
se nota a lo largo de todo el largometraje. Porque aunque es cierto que hay
algunos saltos de montaje y algunos problemas de sonido, la ópera prima de
este director es un buen augurio que acompaña al actual momento del cine
chileno.
Weekend
trata sobre
Fran, una chica que termina con su novio (lo encontró con otra en la cama),
y también trata sobre su amistad con Patricio, en adelante Pato, y sobre cómo esa amistad
ayuda a
pasar el mal trago a esta chica. Pero, más que nada, Weekend trata
sobre personajes que intentan descifrar lo que quieren y no pueden
conseguirlo... o sí, pero aun sin saber que lo han descifrado. Por eso la
pregunta (que no develaremos) de Sofía –esa chica que Pato y Fran
encontraron haciendo dedo en la ruta– cerca del final, y por eso la respuesta
(que tampoco develaremos) de Pato a esa pregunta. En ese diálogo está la
indefinición perpetua que, según algunos, caracteriza a la juventud y, según
otros, a una generación. Yo creo que ahí está la indefinición perpetua que
nos caracteriza a todos, como género humano.
Pero más allá de
eso, esta película intenta recalcar la importancia de poder contar con
alguien, de tener gente en quién refugiarse. Pato huye de las peleas con su
padre, Sofía inventa que tiene un tío esperándola en San Pedro de Atacama.
Ambos están solos. Quien no está sola es Fran. Ella habla con su madre por
teléfono, ella se preocupa por haber perdido a sus amigos, ella tiene en
Pato una persona de apoyo. Incluso es ella quien busca que Pato y Sofía se
enganchen. Está claro que Fran vive las relaciones de una forma diferente a
como las viven los otros dos personajes de esta historia. Es ella es quien
abraza a Pato todo el tiempo, quien se apoya en él (físicamente). Es ella
quien invita a Sofía a unirse con ellos en el viaje a la casa del mar, y es
ella quien, en la conversación que mantiene con Sofía en la playa, no puede
comprender cómo a esa niña se le ocurre pasar un domingo en soledad. Está
claro: Francisca piensa la vida, al menos, de a dos. Sofía y Pato piensan la
vida de a uno o, simplemente, no la piensan en términos de compañía. Eso
está claro en Sofía, que viaja de acá para allá sola, hace tiempo (casi dos
años). Y eso se ve en Pato, en su decisión de mantener la distante relación
con su padre y en la mención a todos sus amores frustrados.
Y todo esto
quizá se explique en lo que comentó el propio Mora luego de la proyección.
Allí, dijo que para él el cine se trataba de reunirse con amigos, de
pasarla bien y de divertirse (y aclaró que eso es un poco lo que le pasó en
la facultad y lo que intenta que le siga pasando al rodar). En esta
película, desde el primer minuto se ve la importancia que se le da a la
compañía, a la amistad, a la diversión conjunta: Fran llega a lo de Pato y,
apenada, lo primero que le dice es cómo por su novio ella dejó de ver a sus
amigos. Entonces –y tomando el comentario del director como clave
referencial– desde el primer minuto esta película ya no trata solamente
sobre la vida o la amistad sino también sobre el cine.
Josefina García Pullés
Viajo porque preciso, volto porque te amo
(Brasil, 2009. Dirigida por
Marcelo Gomes y Karim Ainouz).
Viajo porque preciso…
es uno de esos extraños casos de
alquimia cinematográfica milagrosa que rara vez se encuentran en estado
puro. No me refiero a esa amalgama de géneros tan en boga en los cines
asiáticos, sino a una comunión entre distintos formatos de registro que
terminan componiendo maravillosas descripciones de diversas geografías y
estados emocionales. No hay un término en español que defina lo que Karim
Ainouz y Marcelo Gomes llevan a cabo, lo hay en francés (collage) y en
inglés (patchwork). Pero el milagro de Viajo porque preciso…es que
logra articular todos los elementos en una obra acabada (y, a la vez, en
progreso).
Viajo
porque preciso…es una
road movie cuyo sujeto no aparece en campo. En realidad, más que
road movie, es un diario de viaje filmado. El viajero es un funcionario
encargado de llevar a cabo estudios geológicos en la árida región del Sertâo,
al norte de Brasil, para contemplar la posibilidad de desviar un río para
abastecer de agua a la zona. Pero Viajo porque preciso… es tanto un
estudio de un espacio en particular como de las personas que lo habitan:
nuestro viajero decide entrevistarse con los lugareños, quienes le cuentan
que le temen al traslado de sus hogares por las obras de desviación del río.
No hay en el film límite entre documental y ficción: Ainouz y Gomes los
articulan con la naturalidad con la que funden Super 8, DV y fotografías.
Son todos afluentes de un curso de agua mayor, poderoso y sereno, bello y
trascendental.
Pero hay
otra cosa que ocupa la mente del viajero. Su mujer acaba de echarlo de su
casa y el viaje es cada vez menos una labor burocrática y más una forma de
alejarse de sus problemas. Su intento es inútil, la mujer vuelve una y otra
vez a su conciencia. El diario de viaje se convierte en un monólogo en
profuso, magnífico off que el protagonista dedica a su mujer. Una frase “un
poco hippie” leída en un baño en una de sus paradas lo acosa: “viajo porque
necesito, vuelvo porque te amo”. El viajero le da vueltas, como si
escondiera la resolución de su problema, pero la soledad termina ganándole.
En un pequeño pueblo comienza a frecuentar prostitutas, mostradas en
instantáneas y descriptas brevemente.
Pero hay
una especial, Patricia, a la que ya no fotografía, sino que la filma. Y, además, la entrevista,
le da una voz. El monólogo egocéntrico y obsesionado con sí mismo se
interrumpe y la película se expande fuera de sí misma. Y la mujer (Patricia,
pero por extensión la mujer del protagonista), otrora objetivada, al cobrar
voz propia se transforma en sujeto. Allí, el viajero descubre al Otro, el
fin de un viaje introspectivo cuya línea de meta es la confirmación de la
existencia de otras personas. Viajo porque preciso… no es un film
filmado, sino uno que parece haberse generado espontáneamente, directamente
de la mente de nuestro viajero solitario.
Hernán Ballotta
In the Shadows
(Alemania, 2010. Dirigida por Thomas Arslan).
Thomas
Arslan es un viejo conocido de los baficeros (retrospectiva incluida en el
2006) y en su última película reconfirma su calidad. Cumplida su sentencia
un hombre sale de la cárcel y regresa a los viejos sitios y a aquellas
personas que conocía para cerrar cuentas. Quiere recuperar lo que le
pertenece en recompensa del silencio que guardó. Pocos deseos de
reinsertarse en la sociedad se le notan. Y un plan para ganar mucho dinero
fácil se le presenta. Policial seco y duro, con una puesta de un clasicismo
evidente, las buenas actuaciones y una narración fluida y que consigue
mantener la atención en todo momento hacen de este film una opción que
conjuga reflexión y entretenimiento en iguales dosis.
Javier Luzi
Leslie, my Name is Evil
(Canadá, 2009. Dirigida por
Reginald Harkema). El
canadiense Reginald Harkema continúa en Leslie, my Name is Evil con
la fórmula que ya había funcionado a la perfección en Monkey Warfare:
espíritu contestatario punk, referencias icónicas pop y una mirada
desencantada sobre los movimientos contraculturales de décadas pasadas, un
verdadero heredero de “la generación de Marx y Coca-Cola” que Godard
identificaba en Masculino, femenino. Pero esta vez Harkema decide
revolear la latita de gaseosa y “El capital” por el aire y da de lleno en el
blanco, la hipocresía de la cultura hegemónica estadounidense de la década
del '60. La Leslie del título es Leslie Van Houten, la menor de las
imputadas por los crímenes que el Clan Manson perpetró en 1969. Su historia,
que incluye un hogar desintegrado por el divorcio de sus padres, un embarazo
adolescente abortado y su incursión en el hippismo y las drogas alucinógenas
que la entregaron de lleno a los brazos de Manson, se cuenta en
paralelo a otra, su reverso, la historia de Perry, un joven químico de
familia tradicional y cristiana que comienza a dudar de su cosmovisión
heredada cuando recibe noticias de lo que sucede en Vietnam y del movimiento
contracultural que comienza a desarrollarse bajo la superficie lustrosa del
“American Dream”. La vida de ambos confluye en el juicio, de uno y de otro
lado de la Ley. Leslie es juzgada por complicidad en los asesinatos y Perry
forma parte del jurado.
Nada en el
cine de Harkema es sutil. Leslie, my Name is Evil es una sátira que
se sirve de la caricaturización para dejar bien en claro cuál es su programa
y de qué lado deposita su empatía. Y sin embargo, esa falta de tabúes y
restricciones la catapultan a momentos de una genialidad originalísima, como
cuando opone un contraplano conformado por material de archivo sobre
revueltas estudiantiles al plano del reprimido Perry y su ultracristiana
novia comentando cómo pierden el tiempo esos hippies armando disturbios. O
cuando crea el plano más anti-eclesiástico desde Luis Buñuel, componiendo el
contraplano de la novia de Perry rezando para que su novio no extravíe el
camino, es decir, mostrando lo que ve una persona cuando reza: el cielorraso
y una lámpara de techo.
A medida
que transcurre el juicio, Perry es seducido por el erotismo que representa
Leslie y comienza a tener dudas sobre la validez del procedimiento. Los
verdaderos cristianos no dudan, le recomienda su padre. Perry no está
convencido: ¿En nombre de Dios puede enviar a la silla eléctrica a un grupo
de asesinos cuando en Asia se mata a millones de personas en ese mismo nombre? De
todos modos la presión externa es demasiado fuerte y Perry, finalmente,
cede. Y en el momento más farockiano de la película, Perry saluda a una
carga de insecticidas que él mismo produjo y cuyo destino (no tan) secreto
es las selvas vietnamitas en forma de NAPALM, en una trágica cadena de
producción que hace que los individuos ignoren que son eslabones en la
maquinaria del Mal más perfecta jamás ideada.
Hernán Ballotta
At the End
of the Daybreak (Hong Kong-Malasia, 2009. Dirigida por Ho Yuhang).
Este film
arranca con un plano sostenido de una rata enjaulada retorciéndose de dolor
hasta la muerte cuando el protagonista le arroja agua hirviendo. Hay
películas que avisan de antemano lo que se viene. Esta es una de ellas.
Un joven de clase baja,
con madre alcohólica y sobreprotectora, se enamora de
una quinceañera de clase media alta. Salen un tiempo hasta que los padres de
ella se enteran y amenazan con enjuiciar al chico por abuso de menores. Con
la crueldad esperada, primero le piden plata y luego de realizado el pago
deciden seguir adelante con el juicio. La chica nunca intercede, parece no
importarle el destino de su ex enamorado. Si se tratara de naturalismo vaya
y pase, pero Ho Yuhang no tiene nada para decir sobre el mundo ni sabría
como filmarlo si así fuera, y se enreda en la senda del thriller con un
crimen que llega demasiado tarde, cuando el guión
ya
no puede deparar
ninguna sorpresa. Se supone,
desde la sinopsis brindada por el festival, que
Ho Yuhang (Rain Dogs) es
"una de las voces más interesantes del nuevo cine
malayo". A juzgar por
At the End of the Daybreak, no hay que esperar
gran cosa
del cine de Malasia...
o Yuhang la dirigió afónico.
Ramiro Villani
Celda 211 (España-Francia, 2009. Dirigida por
Daniel Monzón).
No es
sencillo encontrar, entre la abundante y variada programación del Bafici,
una película de género puro (en este caso, el carcelario) como Celda 211.
Me refiero en particular a aquellas películas que descansan sobre
convenciones y mecanismos por (casi) todos conocidos, sin distancia irónica
o apropiación personal e iconoclasta. Son obras hospitalarias, que funcionan
a base de satisfacer las expectativas y, al mismo tiempo, de exigir del
espectador la suspensión de la incredulidad para involucrarlo en universos
que le son, a priori, ajenos. La primera suspensión se encuentra en el punto
de partida del film: un futuro carcelero decide familiarizarse con las
instalaciones de la prisión un día antes de comenzar a trabajar y, tras un
accidente en el que queda inconsciente, se encuentra en el medio de un motín
liderado por un peligroso y carismático criminal. Para sobrevivir, el futuro
carcelero se hace pasar, con inesperada eficacia, por preso y rápidamente se
gana la confianza de los amotinados mientras intenta hacer llegar a buen
término la negociación. No pocas cosas se ponen en juego: los prisioneros
toman de rehenes a un grupo de etarras a punto de ser transferidos, por lo
que la policía no puede intervenir con el uso de la fuerza por temor a
represalias del grupo terrorista. Daniel Monzón aborta de inmediato la
posibilidad de hacer un alegato político con la ETA y su lugar simbólico y
real en la sociedad española como epicentro y se aplica a dos frentes: por
un lado, desarrollar la relación entre el falso prisionero y el líder de la
revuelta, interpretado por Luis Tosar con extraordinaria potencia, y por el
otro retratar el largo camino de descubrimiento por parte del infiltrado de
las atrocidades de la vida en prisión y el incipiente Estado policial que
regula la (in)existencia de los prisioneros, representados por el antiguo
ocupante de la celda 211 del título, cuyo suicidio (pacífico, seco y ritual)
da inicio a la película. A pesar de varias torpezas narrativas, como los
insistentes y gratuitos flashbacks y flashforwards, que evidencian
momentáneas supremacías del guión sobre (contra) las imágenes, Daniel Monzón
desarrolla a través de transitados recursos genéricos un relato de una
frescura e intensidad infrecuentes en el cine de festival.
Hernán Ballotta
Do it again (Estados Unidos, 2010.
Dirigida por Robert Patton-Spruill).
Muchos conocedores afirman que los Kinks fueron tan grandes como los Beatles
y los Stones, entre ellos el periodista y crítico musical del Boston Globe,
Geoff Edgers, que en medio de la crisis económica norteamericana que lo
afecta de manera directa decide emprender un sueño: reunir a los Kinks,
cuyos lideres (hermanos entre sí) se encuentran peleados desde hace décadas. La ridícula premisa de este documental sólo podría ser llevada a
cabo por un tipo tan egocéntrico como Edgers, que aun sabiendo de su
incapacidad artística decide acompañar –e incluso interrumpir– musicalmente
a cada artista que entrevista para la ocasión (Sting y Robyn Hitchcock,
entre otros músicos, y la simpática actriz y cantante Zooey Deschanel). El
resultado es
tan
gracioso
como
entretenido, y aunque el líder de la
banda lo evita persistentemente durante todo el film, sorprendentemente
logra más de lo que sus entrevistados y los espectadores auguraban: llega a
reportear al guitarrista de la banda y hermano del conductor de los
Kinks, quien
al menos le da una buena explicación de porque nunca volverán a
estar juntos arriba de un escenario:
“Mi hermano fue feliz por tres años de
su vida: desde los 0 hasta los 3, cuando nací yo”.
Ramiro Villani
A religiosa portuguesa
(Francia-Portugal, 2009. Dirigida por Eugene Green).
Esta película parece dirigida
por Manoel de Oliveira (Peculiaridades de una muchacha rubia,
Oporto de mi infancia, Regreso a casa). Están la misma cámara
preferentemente fija, los diálogos neutros que más que diálogos son
monólogos declamados que desvían la atención hacia la materia sonora de las
palabras antes que hacia su valor como portadoras de información, los
exteriores teatralizados, la ciudad filmada en picado desde una altura
considerable, el protagonismo de un niño, el mito del Rey Sebastián, y hasta
un par de actores que pertenecen a esa especie de elenco estable que pueblan
la filmografía del cineasta centenario (Leonor Baldaque, Diogo Dória). Pero
el director es Eugene Green, un norteamericano con rulos y bigote ampuloso
que se parece a Maurizio Nichetti, director de comedias italiano de la
generación de Moretti, algo así como una cruza entre Tarantini y Groucho
Marx, y cuya presencia en la película haciendo de lo que es, un director de
cine, acentúa el costado levemente paródico que aligera cualquier pretensión
de solemnidad metalingüística. La lentitud de la película está lejos de ser
un defecto y remite, también, a una estrategia central de Oliveira, quien
filma a contrapelo del vértigo audiovisual contemporáneo. Su cine, más que
lento, es (a)moroso. Vale decir que se demora sin culpa en aquello que ama:
los actores, el teatro, la música, los textos, la luz, el paisaje, la
Historia, oponiéndose a la uniformidad territorial y la dilución de los
vínculos con las tradiciones culturales que alienta la globalización.
Marcos Vieytes
Trash
Humpers
(Estados Unidos-Inglaterra, 2009. Dirigida por Harmony Korine).
Las películas de Harmony Korine
siempre supusieron extremas y misteriosas experiencias cinematográficas,
pero esta vez parece haberse superado a sí mismo. Trash Humpers (algo
así como “montadores de basura”, y sí, me refiero a gente que viola
sexualmente tachos de basura) es una película extrañísima, tan extraña que
dudo sinceramente que podamos llamarla una película o que forme parte de lo
que comúnmente denominamos “cine”. Para los efectos de esta reseña,
nombrémosle con el genérico “artefacto”. Porque Trash Humpers es un
OVNI, Objeto en Video No Identificado. Y con video me refiero al viejo y
analógico VHS, que llenó grandes cantidades de bolsas de residuos en la
época del paso al digital DVD. El VHS es a esta altura basura
cinematográfica y Trash Humpers funciona a partir de ese amor
(sexual) reivindicatorio de los desechos.
En este artefacto, cuatro jóvenes (entre ellos Harmony Korine y su esposa
Rachel) se disfrazan de ancianos y realizan actos vandálicos por las calles
de Nashville que van de lo ridículo a lo estúpido, filmándolo todo en VHS,
hasta el punto de falsear la imagen sobreimprimiendo la leyenda “play”,
“pause” o “tracking”, como si efectivamente estuviéramos viendo uno. De
Harmony Korine vemos poco (él es, generalmente, quien filma) pero escuchamos
mucho: Trash Humpers es, en esencia, un musical. Uno enfermo, es
cierto, pero musical al fin. Y quien ejecuta la música es Korine tras
cámara, con una voz impostada y siniestra repitiendo como mantra cosas como
“shake it, shake it, don’t bake it” (“mezclalo, mezclalo, no lo cocines”).
Los otros tres integrantes del grupo hacen cosas como golpear muñecos bebés,
romper televisores viejos, reírse demoníacamente, o visitar otros seres
marginales que pronuncian monólogos a cámara sobre la sociedad americana o
sobre lo bueno que sería no tener cabeza. Estas idioteces inofensivas funcionan, un poco como su pariente televisivo y socialmente
aceptable “Jackass”, por repetición, hasta el punto del extrañamiento.
Porque los cuatro pequeños monstruos que habitan Trash Humpers son
una suerte de objetivación de la pesadilla en la que se convirtió el sueño
americano, prole nonata –como en Cromosoma 3 de Cronenberg–
de las
contradicciones suburbanas del Norte. En este punto Trash Humpers es
sólo una versión extrema y provocativa del Arte de Harmony Korine de
Gummo en adelante. Este artefacto es una literalización de la poética de
lo residual, de lo marginal y lo desechable que siempre guió su búsqueda
estética. Trash Humpers demuestra que está cada vez más cerca de
alcanzar su objetivo, hasta el punto de fundirse con él. Hernán Ballotta
Visage
(Bélgica-Holanda-Francia-Taiwan, 2009. Dirigida por Tsai Ming-liang).
En la
última película de Tsai Ming-liang hay un cineasta oriental que llega a
Francia para filmar el mito de Salomé en el Louvre. Como en un espejo que
multiplica los reflejos y las apariencias, esta filmación disparará las más
extrañas situaciones. Tópicos e imaginería visual típicamente
tsaimingliana, lo que lo vuelve reconocible como marca autoral pero a la
vez, y por primera vez, muestra un cierto agotamiento. ¿Será que la gran
producción cercena a los autores? Lo cierto es que el evidente dinero
invertido que sobresale en decorados, escenarios, star system (Ardant,
Léaud, Moreau, Baye, Amalric) al principio llama la atención pero
prontamente se convierte en fuegos de artificio. Un peso muerto que ancla la
película y la empuja irremediablemente hacia una profundidad equívoca.
Homenaje al cine francés que en un comienzo divierte con un ping pong de
nombres de cineastas, con sus referencias cinéfilas a la Nouvelle Vague
(Ardant viendo un libro de Truffaut, Léaud y su Antoine ya mayor), pero que
se va tornando más una adulación servil y superficial. Hay agua a raudales y
números musicales, con esos boleros desgarrados característicos, en una
puesta en escena naturalmente kitsch como siempre, pero la duración excesiva
y la narración centrífuga nos dejan definitivamente helados como la nieve
que asuela París. Javier Luzi
Lourdes (Alemania-Austria-Francia,
2009. Dirigida por Jessica Hausner).
¿Qué hacemos con Lourdes?
¿Cómo nos enfrentamos a un film que toma la casi reaccionaria postura de ser
una película religiosa no contra la Fé, sino, Dios nos ampare, contra la
institución eclesiástica y sus formas de imponer discursos, como de alguna
forma también lo fue La vida de Brian de los Monty Python? En la
película, una mujer que quedó parapléjica como resultado de su esclerosis
múltiple se une a un “tour” turístico/religioso con peregrinación al Santuario
de Lourdes en los Pirineos, lugar en que la Virgen se le reveló a la
joven Bernardette Soubirous a mediados del Siglo XIX. El tour, comandado por
una serie de monjas asistidas por voluntarias y voluntarios en uniforme y
supervisado por un cura, está conformado por personas con diferentes
dolencias que aguardan el milagro de la sanación que, dicen, puede ocurrir
en esa Tierra Santa. La mirada de Jessica Hausner sobre el fenómeno es
distanciada, exterior, por momentos casi documental (como en ese apabullante
plano cenital sobre la peregrinación), pero logra identificarla con la de su
protagonista, la gran Sylvie Testud, cuyos enormes ojos azules con su
expresión desconcertada trasmiten a la perfección la intención de
extrañamiento que se encuentra en el centro de Lourdes. Porque lo que
Hausner intenta retratar es la industria de la Fé en la que se convirtió la
Iglesia y toda la parafernalia que la rodea. Así, el creyente ya no es más
creyente sino un consumidor de Fé. El milagro está al alcance de todos,
al igual que esas miniaturas de la Virgen que venden en el lobby del hotel.
Sin
embargo, el milagro finalmente ocurre y la protagonista recupera la
movilidad de sus piernas. Pero esta nueva encarnación de la Iglesia, acorde
al espíritu positivista del capitalismo, se funda sobre la existencia
histórica del milagro... a la vez que niega la posibilidad real de que ocurra.
El escepticismo se apodera del grupo y el milagro se transforma en un
fenómeno de circo. La institución eclesiástica, con sus rituales vaciados de
sentido religioso y su estructura anacrónicamente vertical, no puede
“normalizar” el milagro y asimilarlo a su discurso. A esto Hausner opone la
noción del milagro como un evento íntimo, privado, el resultado de
desarrollar una concepción personal de la Fé, sin el filtro de las reglas y
concepciones institucionales. Por eso, el primer (y verdadero) testigo del
milagro es la anciana que cuida del personaje de Sylvie Testud, la única que
ve a la fé religiosa como una comunión individual con el más allá. Porque,
como dice Nick Cave en “The Witness Song”: “¿Quién va a ser el testigo
cuando todos estén demasiado ciegos para ver?” Hernán Ballotta
The Agony and the Ecstasy
of Phil Spector
(Estados
Unidos-Inglaterra, 2008. Dirigida por Vikram Jayanti).
Phil
Spector es un demente absoluto, pero también un personaje brillante y
apasionante. Y este documental, que toma como soporte principal una
entrevista al productor musical mientras éste esperaba la sentencia por un
juicio por asesinato, actúa en consecuencia. No trabaja tanto la parte más
policial del asunto, sino que encara un acertado montaje entre el reportaje,
las imágenes grabadas en el tribunal y la música producida por Spector. Y a
partir de ahí va uniendo los pedazos –o más bien capítulos– de un cuento de
fama y fortuna, de brillantez y ascenso, de caída y muerte.
The Agony and the Ecstasy of
Phil Spector es
también un análisis profundo y concienzudo de la obra y el legado de un
artista altamente influyente y polémico. El film examina metódicamente buena
parte de las canciones creadas por Spector, buscando por momentos
aprehender lo imposible, traduciendo a conceptos cuestiones altamente
personales, que a pesar de todo supieron conectarse con la sensiblidad del
público a nivel masivo. Esa voluntad de captar algo muy similar a lo que
Roland Barthes llamaba tercer sentido es una cualidad extra, que lo
termina de adscribir al género musical desde un punto de vista extrañamente
teórico y práctico a la vez. Lo que se dice crítica musical hecha cine.
Rodrigo Seijas
36 Vues du Pic St-Loup
(Francia-Italia,
2009. Dirigida por Jacques Rivette). ¿Dónde comienza la
vida y dónde termina la representación? Esta es la pregunta que, con casi
infinitas variaciones, el ahora octogenario Jacques Rivette se hizo en casi
todas sus películas. 36 Vues du Pic St-Loup, su (hasta hoy) último
largometraje se mueve en esa dirección. Y lo de “se mueve” no es sólo una
forma de decir: ya desde su inicio, en el que un italiano (Sergio
Castellito) asiste a una mujer (Jane Birkin) cuya camioneta se averió en la
ruta para luego retomar la marcha, siguiéndola en su descapotable, todos los
personajes están en movimiento, deambulando sin objetivo aparente,
cruzándose unos a otros y sosteniendo conversaciones fragmentadas, que se
continúan minutos después o nunca lo hacen. El movimiento es clave en la
obra de Rivette, como también lo es en el cine, el teatro y el circo,
apoteosis del nomadismo y verdadero protagonista de 36 Vues... Pero
no sólo el movimiento físico, sino también el movimiento (o su opuesto, el
estancamiento) emocional. Aquí quien está estancado es el personaje de Jane
Birkin, que retorna al circo familiar tras quince años de ausencia
provocados por la accidental muerte de su amante durante un número circense. Al
volver, encuentra un espectáculo en decadencia, sostenido por su hermana,
su sobrina y un payaso que repite la misma rutina introductoria todas las
funciones frente a una audiencia casi vacía. ¿Rivette nos está hablando del
cine de autor en la época del triunfo del modelo hegemónico de espectáculo
anabólico de los tanques de Hollywood? Difícil saberlo (en general uno no
sabe exactamente qué está tratando de decir el más hermético de los
directores cahieristas).
Pero la llegada del personaje de Castellito trastorna el precario equilibrio
de la compañía: en plena función interrumpe la disciplina de los payasos
para hacer sugerencias, da vueltas por los entretelones con una curiosidad
imprevista y, para colmo de males, intenta enamorar al personaje de Birkin y
ayudarlo a superar su “trauma”. Acá no hay curas milagrosas ni terapias
freudianas que valgan; el único remedio efectivo es finalizar la obra
truncada, porque vida y representación no pueden concebirse separadas. En
este sentido 36 Vues... es una especie de llave maestra para acceder
a los recovecos de la obra anterior de Rivette (es cierto, es una llave
minúscula, difícil de hallar, que no siempre justifica el esfuerzo y, por
esa razón, frustrante). Si algo nos deja esta pequeña película crepuscular
pero vital es que el show debe continuar, por todos los medios posibles.
Hernán Ballotta
Visitors (Corea del
Sur-Filipinas-Japón, 2009. Dirigida por Hong Sang-soo, Naomi Kawase y Lav
Diaz). Desde el 2000,
el festival de cine de Jeonju en Corea auspicia cada año un programa de tres
cortometrajes filmados en digital realizados por tres directores que el
festival considera relevantes en el cine contemporáneo. En la edición 2009
los elegidos fueron el coreano Hong Sang-soo, la japonesa Naomi Kawase y el
filipino Lav Diaz. La consigna era construir historias sobre la llegada de
un visitante a un espacio que le es, de alguna forma, ajeno.
Perdida en las montañas,
el cortometraje de Hong, es un ejemplo paradigmático de su cine: una joven
aspirante a escritora visita a una antigua amiga con la que conforma una
serie de triángulos amorosos (o sexuales, la línea que separa uno del otro
es difusa en sus películas) con un ex profesor y su discípulo, ahora un
exitoso escritor. Mucho sake, zooms gratuitos, comportamientos
impredecibles, comidas y la hipocresía de la bohemia pequeñoburguesa. Aun si
ya vimos esto mil veces en sus anteriores películas, por la justeza del tono
y el perfecto timing sus obras siguen siendo enormemente placenteras de ver.
Casi imperceptiblemente, en su insistencia con los mismos temas y formas,
Hong está construyendo una obra legítimamente heredera de Eric Rohmer.
Por el
contrario, mientras más insiste Naomi Kawase con sus obsesiones, más se
cierra sobre sí misma y sus concepciones religiosas. En Koma, un
joven coreano visita a una familia japonesa para rendir tributo a su abuelo
recién fallecido, que cuando era joven salvó la vida de un bebé, ahora el
patriarca de la familia. Allí, entre los rituales usuales del cine de
Kawase, el joven coreano conoce a la hija de la familia, un personaje
enigmático con una comunión extraña con el mundo espiritual. Podríamos
hablar de incipiente relación amorosa, pero a Kawase parecen interesarle cada
vez menos las cosas “terrenales” que suceden a sus personajes. Y así
sustituye el humanismo trascendental de sus mejores películas por una
concepción sacrificial de la religión, permutando la pulsión vital de sus
anteriores obras por un espíritu mortuorio que se refleja en la textura del
digital. A esta tendencia del cine de Kawase hay que oponerle la frase que
Manolito le decía a Mafalda para desgracia de Susanita: “a mí no me interesan
los extremos de la vida, sino lo que sucede en el medio”.
Las mariposas
no tienen memoria
representaba la oportunidad única de ver una obra de Lav Diaz sin tener que
invertir más de cuatro horas de vida en hacerlo. De los tres hacedores de
Visitors, Diaz es quien aprovecha el digital de forma más personal,
degradando la calidad de imagen y apostando por la cámara estacionaria y el
blanco y negro para retratar la decadencia moral y natural en la que se sume
un pueblo filipino tras la construcción de una mina a cielo abierto y su
posterior cierre. La hija del dueño, una joven canadiense, retorna al país
tras la muerte de su padre para gestionar el futuro de la mina. Unos ex
empleados, sumidos en la pobreza, deciden secuestrarla como represalia de la
destrucción ambiental ocasionada por la mina y el desempleo que su cierre
generó. Con grotescas máscaras de colonizadores españoles el grupo se
interna en la selva para llevar a cabo el secuestro, pero uno de ellos se
arrepiente y, perturbado, comienza a vomitar, justo en el momento en que
unas mariposas aparecen en cuadro como surgidas de la propia cámara. Este
cortometraje de Lav Diaz es enigmático y fascinante, pero frustrante por lo
hermético a la vez; la confirmación (por si alguien la necesitaba) de que en
Filipinas se realiza el cine más extremo de Asia. Hernán Ballotta
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