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Kusturica en Buenos Aires


Seis horas con Emir


"Un gitano que habla por celular es cinematográfico. Un hombre que sale a trabajar cada mañana conduciendo durante una cuadra su auto marcha atrás es cinematográfico." Emir Kusturica, con un gran retrato del Che estampado en su remera negra y un inglés bien modulado, también lo es.

Tras la breve introducción de uno de los organizadores porteños, el fornido yugoslavo tomó asiento frente a un público que superaba la capacidad del flamante auditorio –250 personas– del recientemente inaugurado Malba, para dar comienzo a su clase magistral sobre "Estética y cine".

La primera declaración, digna de su camiseta guevarista, fue una toma de partido por el cine independiente versus la boba maquinaria hollywoodense: "Cuando la industria te empuja a hacer películas, las películas terminan sirviéndole a la industria y no a uno mismo ni a los otros". De ahí su preocupación por cuidar "la idea inicial", que tan fácilmente puede tornarse ajena a su creador dentro del complejo proceso de producción de un film, y su desdén por el mero aspecto técnico: "No es necesario pasarse 4 años en una institución para aprender dónde poner la cámara".

Inquieto y curioso por naturaleza, este hijo de la clase media pasó buena parte de su infancia deambulando por las calles de Sarajevo. "Lo más importante para hacer cine, aquello que nos empuja a crear, es el aspecto vivencial." Y en esa primera escuela de la calle tuvo la oportunidad de entrar en contacto con gente de clase baja y un modo de vida extrovertido que ocupa hasta hoy un lugar clave en su filmografía: los gitanos.

"La familia es el punto mítico central en la vida del artista." Este fue el leitmotif que el cineasta no se cansó de invocar, con sutiles variaciones, a lo largo de sus seis horas de exposición. Es en la familia donde se dan nuestras primeras interacciones con otros seres humanos. Pero estas interacciones no le interesan a Kusturica en su aspecto psicológico –cuya plasmación en imagen estaría dada por los primeros planos de los que siempre rehúye– sino en su aspecto rítmico. Y es justamente el ritmo de estas interacciones aquello que tanto admira en la filmografía de Federico Fellini. Amarcord, Roma y tantas otras son para él films que tienen más que ver con la música que con la literatura, por el modo en que están "geométricamente compuestos".

En cuanto al proceso de filmar, Kusturica jerarquizó la creación por sobre la ejecución de un guión determinado, dando preponderancia a la composición de espacios ("Hollywood hace películas pensando en el tiempo porque para ellos time is money; yo las hago pensando en el espacio") y a la improvisación de los actores. A estos jamás les pide que sean naturales por considerarlo un imposible ("¿cómo serlo en medio de electricistas, cámaras y cables?"), sino que sean orgánicos y que puedan amoldarse al escenario montado para ellos.

Para terminar, paradójicamente, Kusturica se refirió a los principios, y destacó los comienzos de ciertas películas que, a su parecer, son magistrales por "la elegancia" con la que están construidos. Tal es el caso de la fiesta pagana que celebra la llegada de la primavera en Amarcord de Fellini, los precisos primeros minutos en Intriga internacional de Hitchcock, y la celebración del matrimonio de la pareja protagónica en L’Atalante de Jean Vigo. No menos elegantes son los pavos, huevos fritos y el lavarropas robado que se hunde frente al muelle del grotesco comienzo de Gato negro, gato blanco, su último largometraje estrenado en la Argentina.

Por último, Kusturica manifestó: "No se le puede pedir a un director mexicano que realice un film minimalista al modo de Wim Wenders, ni a Peter Handke que escriba como García Márquez", destacando nuevamente el aspecto vivencial que tan conectado está con el medio que a cada uno le toca en suerte. No obstante, y pese a los kilómetros de historia que nos separan de la turbulenta Yugoslavia, Kusturica confesó: "Si hablara español, podría hacer películas aquí porque siento que comprendo la naturaleza latinoamericana". Esperemos que en su próxima visita nadie tenga que lidiar con toscos auriculares.

Débora Vázquez