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Pornografía audiovisual


La paja y el trigo



Abejas, hormigas y ornitorrincos han dado excusa para innúmeras páginas etológicas acerca de la civilización animal, de la asombrosa capacidad de organización de organismos carentes de raciocinio. Pocos sociólogos, sin embargo, repararon en la ominosa animalidad de una cultura de masas que sepulta su humano carácter bajo la producción de valores culturales con patrones inalterables. El típico drama hollywoodense (para remontar este vasto árbol por la rama que nos ocupa) no es tan pernicioso por sus "contenidos" como por su naturaleza de engranaje de una rutina cultural de asimilación indiferenciada. El primer melodrama, hace tanto tiempo, puso al primer espectador, en cuanto hombre, en contacto con una visión del drama vital. El último melodrama se vale de las convenciones impuestas por todos los precedentes para congelar en millones de espectadores una mezquina composición del mundo. Lo que antes era esencia, manifestación (más o menos efervescente), ahora es contexto, ambientación. El lugar de la personalidad autoral queda así vacante. La obra queda convertida en producto (nadie se inquieta hoy por la diferencia) y la otrora humana experiencia de ver un film se aproxima cada vez más a un ejercicio animal.

Tetas, pitos, culos, conchas
Pues bien: si el cine industrial convencional degradó el tratamiento de las cuestiones sociales, los patrones de la pornografía dominante hicieron lo propio con la sexualidad. Esta introducción también puede tomarse como un descargo de quien se sometió a una virtual maratón pornovideística para acometer este escrito con la debida solvencia, y acusó la terrorífica abolición (¿temporaria?) del sacrosanto impulso carnal. Treinta y cinco condicionadas al hilo, con ese aluvión de mecánicos mete-y-saca, convierten al acto sexual en una expresión abstracta. En la imagen de un pistón condenado a un vaivén eterno dentro de un cilindro geométrico. Multitud de rostros jadeantes y sudorosos, escindidos de la imagen anterior, reflejan un cansancio genérico, indeterminado, foráneo a cualquier tipo de excitación. Fatiga, deshumanización, rutina industrial. Tales los colores del hartazgo que sobreviene al inicial estertor onanista al cabo de una profunda sesión de pornovideos. Debo reconocer que los aportes parciales de dos o tres films y el hallazgo excepcional y fortuito de la obra maestra del rubro matizaron el sacrificio. Y desear, acaso, que la mirada comprometida se haya traducido en un puñado de ideas fértiles, las que comparto con ustedes a continuación. Al fin de cuentas, las claves del jovencísimo audiovisual pornográfico (se produce sostenidamente desde comienzos de los 80) aún permanecen vírgenes. A ver si las desfloramos.

Suspense sexual
Todos los códigos del porno como Dios manda pintan al género como un sub-rubro del cine de suspenso. A poco de desbrozar esta conjetura aparece Alfred Hitchcock como el director ideal, y Vincent Price-Pola Negri como una posible, y rutilante, pareja protagónica. No es broma. "El problema con el sexo es que la gente está muy apurada hoy en día", dice el simpático Buddy Love a una Rachel Ryan desesperada por trasponer los umbrales de su bragueta (French Kiss). Hay que meterla despacio suena un tanto guarra como conclusión. Y sin embargo está refrendada por el celebérrimo Wilhelm Reich –antes de enloquecer definitivamente– en su libro de recomendaciones sexuales para jóvenes y adolescentes: la velocidad es amiga del nerviosismo, dice, y conspira contra la calentura. El trámite de largo aliento, antes bien, es la gran base del suspense. Como en los clásicos del género, los tiempos lentos en pantalla aceleran el ritmo mental; la cadencia pasmosa de las imágenes tensiona al observador, generándole la urgencia por que ocurra de una vez por todas lo que tiene que ocurrir. El paralelo es notable: el suspense "ortodoxo" administra el crecimiento de la tensión hasta el clímax, adonde estalla, y resuelve el drama. Las llamadas "secuencias de enlace" sirven para tomar más fuerza antes de volver a la carga. El suspense porno es la doble preparación del orgasmo: en la pantalla y en el espectador. El problema consiste en edificarlo de tal manera que este último no anticipe su propio climax al climax de la película: como en el acto sexual real, la sincronización es aquí todo un tema.

Por esta misma cuestión de tiempos, el pornofilm casi siempre se compone de una serie de pornoclips, secuencias más o menos autónomas coronadas por sus respectivos clímax. Un pornoclip nunca podría esconder su destino como lo hicieron Vértigo o Repulsión; navega hacia el orgasmo y eso lo sabe el público desde el primer minuto (no sería poco desafío –y aquí volvería a calificar Sir Alfred como el mejor candidato para recoger el guante– hilvanar un relato porno en el que nadie, nunca, derramase una sola gota). El suspense pasa por instalar la certeza de que lo que está por ocurrir será mejor, más caliente que lo que ya sucedió. Digo más: debería ser el único recurso válido –ya que es el único recurso original, es decir específico del porno– para "demorar" al espectador y, a la vez, mantenerlo tenso (sí: tenso). Del menú de combinaciones pasibles de lograr tal efecto, dos décadas de pornofilms han escogido pocos platos. A saber: en lugar de alternar coitos, fellatios y cunnilingus entre sí (y con las mentadas secuencias de enlace), colocando al espectador en flotación, dirigiéndolo casi, hacia la tensión asociada con el interruptus... lo que ofrecen son interminables faenas mecánicas grabadas en tiempo real. Con esos pitos en patética (¿inevitable?) declinación, con esos gritos que dan pena o indiferencia. El acto, puesto así, toma el aspecto de un ritual que, en lugar de vibrar, dura. Para que las secuencias de enlace sean eso, no meras payasadas, es imprescindible un planteo sólido, que merezca llamarse argumental. Cosa que no abunda...

Es esencial una buena banda de sonido. La consabida música saltarina peca de nulidad total. Se impone un ajustado trabajo de post-sonorización para magnificar levemente los sonidos propios de cada acción (la exageración aporta la dramatización de la realidad aquí siempre más pegadora que el realismo llano). El sincronismo entre la imagen y el sonido (del que el porno argentino parece hacer escarnio) es condición primera en lo que a credibilidad respecta. La partitura, si la hay, debería sembrar suspense. Lenta y envolvente... ¡de ser posible firmada por Bernard Herrmann! Pero atención: muchas insignes veces se impone el silencio orgánico, ese silencio determinado, obligado por las circunstancias. Como en los pasajes más exquisitos de Bergman, como en el mejor –y peor– Antonioni, el mutismo y ciertos ruiditos tenues hacen un cóctel insuperable.

Cuestión de tamaño
Volvamos a Bergman. Decía el sueco que la permanencia en pantalla de un plano durante un lapso excesivamente largo tiende a aportar una nueva dimensión a esa imagen. Una dimensión temporal signada por el misterio. Hay "algo más", no visible, en ese tiempo suplementario. Se le induce al público la intuición de una novedad y, en esa medida, impaciencia. Y cada cual empieza a especular. Bueno: algo parecido sucede en el porno con el tamaño del plano (sí: del plano) cuando de tomas próximas se trata. El acercamiento en profundidad a una fellatio o un cunnilingus produce una nueva dimensión espacial, que induce a asociar a los órganos sexuales, más o menos conscientemente, con objetos muy otros (ejemplo del primer caso sería el tronco de un árbol, y por qué no una parra, más o menos exuberante, como una entre tantas variantes para el segundo). Más o menos poética, esta cualidad se muestra propicia para distender las emociones puramente sexuales del espectador, "trayéndolo" de la excitación... sin siquiera panear ni cortar. Por el mismo motivo, el momento en que el público percibe dicho "corrimiento" parece un dato relativamente controlable para el director. Si le buscarámos sustento a esta función del plano detalle podríamos llegar nuevamente a Reich. A esos consejos con los que, para esquivar el orgasmo precoz (yo no diría que para curarlo), prescribía sustraer la conciencia del coito y ocuparla con pensamientos o imágenes muy diversos. Hablo de planos proximísimos, no de los close-ups habituales que, por tímidos, no implican chiquitez ni grandez. Unos pocos ejemplos dignos pueden hallarse sobre el comienzo de French Kiss (Oral Majority III), corto incluido de yapa al final de la espantosa Robofox II.

Las diligencias orales duraderas, tomadas en un único plano corto, ahondan la ausencia del rostro del "receptor", cosa que tiende a exacerbar la identificación del espectador (o espectadora) del mismo sexo. En el planeta Hard Core poco cuentan las apariencias corporales y faciales. Lejos del cine erótico y aun del Soft Core (esas aventuras de la moderación que, mostrando poco o mucho, más que tender a la excitación la anulan a fuerza de impostaciones), aquí, como en la vida real, son esenciales la fragmentación y los yeites. Paradójicamente, el plano detalle pito-cachi (¡qué fineza!) aparece demasiado abstracto por carecer de ambos rasgos faciales –y otros corporales– que aporten un marco mínimo de referencia. Más todavía cuando se trata de una imagen poco menos que imposible de contemplar en la vida real. Por esta razón, precisamente, este plano ha sido tan usado por los publicitarios para urdir entramados subliminales: recuérdese el coito invertido "de contrabando" en el famoso aviso gráfico de Tía María (no había más que dar vuelta la imagen y ahí estaba la botellita en plena faena non-sancta con esos brazos –como piernas– "brindantes"). Conste que ninguna asociación católica levantó una sola queja.

El Porno tiene su masterpiece
Serge Daney decía que Hitchcock no es un maestro del cine de suspenso sino del cine a secas. Las colegialas II (penosa "traducción" de Little Girls II-A Touch of Blue) debe ser, por lejos, la mejor película pornográfica jamás filmada. Pero su primera secuencia es una gema del cine a secas.

Permítaseme referirla:

Los títulos funden a blanco, entra música de suspense. Plano detalle de pie y pantorrilla de perfil, balanceándose rítmicamente sobre el aire. Los zapatos son del tipo botanguita (¡qué viejo soy!); las medias, zoquetes para niña; el fondo es blanco y el vaivén está muy levemente ralentado (sí: Hitchcock). Corte a primer plano de empelucada rubia despampanante. Labios muy rojos, contraluz restallante sobre la cabellera, ojos semicerrados, gesto sereno e insolente. Párpados celeste pastel, voluminosa melena volada sobre la frente. Sí: la fría star de los grandes estudios de la década del 40. Marianne, que así se llama, eleva la mirada a cámara para derramar su primer párrafo directamente sobre el espectador: Are you coming? ("¿vas a venir?" pero también "¿vas a acabar?", en inglés). "Quedáte sentada si querés... yo quiero su pija". (La segunda persona en inglés no tiene femenino –stay seated– pero veremos luego que ella se hablaba a sí misma.)

Corte a plano-bragueta de un hombre cuyo rostro no se verá. Entra en cuadro Marianne desde atrás, sigilosa, misteriosamente... baja el cierre y ahí comienza la función. No es un beso grosero, convencional. Ni un hombre que fornica una boca, o una boca que oficia de receptáculo vaginal. No. Es un apasionado beso del Hollywood de los 40. Es una boca que personifica al objeto de su atención. No recorre el rosario habitual de recursos para dar placer; abreva en el manantial de las almas enamoradas cinematográficamente, las divas del Star System, enceguecidas por el amor en una entrega gélida y fatal. Vuelven las increpaciones a cámara: "¿Cómo podés resistir? ¿No querés una probadita?" Tres nuevos planos, por insert, de la pantorrilla bamboleante. Corte a un primer plano de Marianne idéntico al del principio. Suena un chasquido de dedos: Marianne, sorprendida, mira hacia la derecha. Corte a plano-bragueta... ¡ella no está, el hombre ha metido violín en bolsa! Y sale de cuadro. Atrás, por "destape", aparece Marianne. Por la distancia está en plano entero, desnudamente sentada sobre una mesa, mirando a cámara... balanceando la pantorrilla coronada por el zapatito de marras.

Funde a primer plano de Marianne, profundamente ensoñada. Pero ahora viste ropas de colegiala y ostenta la más inocente expresión. El zoom se retira más y allí, completo, el cuadro de la ingenua virgen que habrá de protagonizar el relato. Burlonamente, entran en pantalla dos compañeras: "No podés seguir así; no es lo mismo soñar que te coje a que te coja, estás poseída...". "No sean ridículas –repone Marianne–, estaba pensando en mi mamá". Toma sus libros y sale por derecha.

Señores: este crítico se saca el sombrero (no crean que empieza a desvariar) ante estos tres minutos inigualables. Sátira, falso raccord, suspense, una chupada imborrable. La mejor fellatio (inconclusa, por cierto) jamás rodada impone múltiples revisiones. A poco de andarlas, el goce cinematográfico se impone al otro por varios cuerpos. La historia de Marianne Kester prosigue con altibajos. Los más de ellos, que son los bajos, la arrastran penosamente hacia las constantes de la pornografía convencional. Pero pervive el esbozo de una muy sugestiva estructura argumental: una Marianne pura y casta todo a lo largo de su realidad; otra, opuesta, que se realiza como devoradora sexual mientras duran sus sueños. Conflicto entre ambas. Síntesis, al final, con el acto de amor real junto a un compañero de estudios (aquí Marianne no la chupa ni se maquilla; es lamida por él y ya no es puta ni virgen: debuta naturalmente, casi en un plano erótico, con leños ardientes atrás, medios tonos y tutti li fiochi). Little Girls II (1983) es cine de culto con todas las de la ley. El video ya no se consigue en ninguna parte, nada se supo de reincidencias de la estupenda Barbara Klouds en protagónicos de esta índole (o de otra) ni de nuevas películas dirigidas por Joanna Williams. Las colegialas I, que existe, no tiene nada que ver con esto.

Porno argentino
La pornografía local ofrece un abanico expresivo paupérrimo, aparentemente congelado en el amateurismo en lo que hace a los aspectos de producción. Es un pésimo combinado. El director más prolífico se hace llamar Víctor Maitland. Luego de una bochornosa compilación de hardcores yanquis (Anuario), Maitland se compró una cámara y consumó Los pinjapiedras, Las tortugas pinja y Los porno sin-son.

Las taras del porno criollo condensan un amplio espectro de confusiones. Empezando por un trabajo de post-sonorización que no podría ser más fallido. Si el primer "gancho" del rubro era ofrecer imagen y voz argentinas (¡el público de estas pampas no sólo aspira a verse reflejado en Un argentino en Nueva York!), un doblaje groseramente fuera de sincronismo ha venido a dar por tierra con esta veta. Las voces, para peor, han llegado a ser de afiatados locutores que no se pegan ni por asomo con las criaturas que muestra la pantalla. Los pinjapiedras es la que llevó más lejos esta torpeza, y al mismo tiempo la que mejor trabajó los diálogos para el lado de la comicidad. El resultado llega a ser una buena pieza de humor radiofónico invariablemente disociada de las imágenes. Infaltable música cumbianchera, sombras de cámara, subexposiciones cierran un panorama virtualmente infantil para los videos argentinos destinados a los adultos.

Grandes mitos
Entre los grandes mitos del porno hay uno de industria nacional: Juegos de verano, el título que inauguró la categoría. Entre los extranjeros el más mentado debe ser Detrás de la puerta verde, en el que muchos ven una realización perdurable.

Filmada en 35 milímetros a comienzos de los 70, Juegos... permite apreciar en plena faena chancha a unas cuantas mascaritas del "medio artístico" mucho antes de que ganaran fama y dinero con la televisión (a veces se torna difícil distinguir a los unos de los otros, ya que el estado de la copia deja mucho que desear). En los pasajes de mayor nitidez se dejan ver Alberto Massini (posterior partenaire del gordo Porcel), Virginia Faiad (hermana de Zulma), Linda Péretz (sí: la mismísima Flaca Escopeta) y Alberto Morán. En fin. Se trata de un grupo de jóvenes que da rienda suelta a los bajos instintos durante un fin de semana en el Tigre. La textura de las imágenes remeda los films de Sandro y Palito que pudieron verse en TV tantos sábados por la tarde. Por supuesto que también hay coitos y fellatios. Los hallazgos de la cinta no tocarán la vena sexual pero sí la humorística: hay dos o tres para la antología de la risa no buscada. En uno aparecen Péretz y Massini, muy acarameladitos ellos, al lado de una conejera. Una pareja de conejos, que atisba Linda, fornica fuera de cuadro: "Nunca los había visto hacer el amor", dice mientras le suben los furores. "¿No les molestará?" "No creo", repone Alberto. Palo y a la bolsa. En pleno trance amatorio, la Péretz disipa la calentura aferrándose a un roedor. (Recientemente, y a raíz de estas líneas, recibimos una carta de Virginia Faiad, quien asegura que ella sólo apareció vestida, en una escena breve en la que "ni siquiera existió un beso", y niega el carácter pornográfico del guión de esta película a la que –también nos dice– nunca vio.)

Detrás de la puerta verde acusa malamente la época de su filmación. Estrenada en los cines yanquis durante 1973, se distingue empero de los pornovideos tradicionales. Goza de gran cantidad de exteriores, de una escenografía y una puesta en escena inusuales. Todo el despliegue, empero, va detrás de un planteo confuso, setentista en el peor sentido (y que ha sido seguramente el motor de su injusta fama). Marilyn Chambers, muy zarandeada después por roles de este tipo, encarna a una hermosa rubia raptada por unos maniáticos que la obligan a participar de sus rituales en una suerte de templo de perdición. El sucucho, bastante estrambótico por cierto, es el escenario de un preámbulo aburridísimo, que recuerda a la incalificable La lección de anatomía que deambuló 20 años por la cartelera teatral argentina. Hay multitud de trajes stretch, mimos onda Marcel Marceau, desenfoques "artísticos" y demasiadas erecciones en poses sacrificadas. Algo se le puede puede elogiar a Detrás de la puerta verde, y es un apasionado beso francés prodigado por Chambers. Trámite lento, enamoradizo (acaso retomado por Little Girls), sobreimpreso con el plano general de una ciudad de noche al amparo de sugestivos rasgueos folk. También incluye un memorable coito en off: ella y él se aman en primer plano, morosamente, con el solo sonido de sus alientos y el eco leve de la procesión inferior.

Guillermo Ravaschino (a principios de la década del '90)


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