La
nueva película de Pedro Almodóvar, hija bastarda de La mala educación
y producto de un affaire con Mujeres al borde de un ataque de
nervios, es un extraño híbrido que procura mezclar melodrama con comedia
y termina sin ser ninguno de los dos.
Almodóvar se ha consagrado como un hábil narrador que por momentos consigue
acercarse a sus maestros del cine clásico, o al menos rendirles unos
homenajes a la altura de las circunstancias. Aquí, como en La mala
educación, vuelve a poner en escena una historia que acontece en una
combinación del presente y el pasado. Mateo Blanco, guionista y director de
cine, ha quedado ciego y limitado a seguir escribiendo guiones sin
dirigirlos. Con la asistencia de Judit, su productora, y Diego, el hijo de
ella, lleva adelante esta carrera bajo el mote de Harry Caine, seudónimo con
el que tras el accidente reemplaza a su nombre real. Cuando Diego sufra
también un accidente y una mala mezcla lo obligue a descansar durante dos
semanas, le pedirá a Harry que le cuente que le pasó cuando era Mateo, algo
de lo que ni su madre ni él le han hablado nunca. Esto dará lugar al
flashback que relata la filmación de la última película de Mateo Blanco,
Chicas y Maletas, que no es otra que Mujeres al borde de un ataque de
nervios, apenas disfrazada y protagonizada por Lena (Penélope Cruz), la
hermosa mujer de un empresario podereso y obsesivo.
Almodóvar cruza ambos tiempos del relato con destreza, y dosifica sin apuros
la información que llevará a los personajes por el camino del melodrama. El
humor asoma de a ratos, pero con la suficiente cautela como para no quebrar
el clima de tensión, secretos y sospechas que la puesta en escena construye
paso a paso. La cinefilia sobrevuela todo el metraje, como de costumbre, y
Penélope Cruz logra transmitir en su personaje la fuerza de la pasión y el
peso del destino.
Todo funciona como un engranaje de relojería hasta el último acto de Los
abrazos rotos. Pero cuando el espectador ha llegado a identificar los
conflictos de cada personaje, cuando está preparado para recibir el golpe
drámatico que desenlace la tragedia, la respuesta del film será
desconcertante. El guión de Almodóvar optará por la sequedad, la
desdramatización, la explicitación verbal; los agujeros de guión, los
personajes abandonados y la comedia. Casi como si a la película le hubiera
sido arrancado el final en la sala de montaje.
Quedan varios cabos sueltos. ¿Por qué el ciego Harry Caine observa por la
mirilla cuando le tocan el timbre? ¿Por qué Judit tiene manchas en la cara?
¿Quién rompe las fotografías? ¿Qué ocurre con los deseos de venganza de Ray
X? Y resoluciones apuradas (la increíble tranquilidad con que Harry y Diego
reciben las anécdotas de Judit). Todos los conflictos dramáticos (incluyendo
el accidente) son meticulosamente enfriados, anestesiados por las decisiones
narrativas del realizador.
“Las películas hay que terminarlas”, nos dice Almodóvar a través de su
guión, y uno sospecha que se trata de una mala broma, porque el final de
Los abrazos rotos se nos ha escatimado por completo.
Ramiro Villani
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