Tal vez Naomi Watts
y Edward Norton hayan pensado que con esta película podrían aspirar a un
Oscar y por eso oficiaron como productores. Los elementos estaban: Al
otro lado del mundo tiene parajes exóticos muy bien fotografiados, un
importante vestuario y una acertada representación de época, es la
adaptación de una obra clásica de Somerset Maugham y además un drama
romántico arduo, asfixiante, desesperante. Pero no, se olvidaron de algo que
no se compra con dinero ni nada por el estilo: alma, espíritu, intensidad.
Y está claro que a
quienes entregan los premios sólo le importa eso, el efecto que genera la
película en el público, porque por lo demás este film de John Curran es de
una misoginia absoluta, que podría estar bien para aquella versión de 1934
perfectamente traducida como El velo pintado con Greta Garbo, pero
ahora, en 2007, proponer un personaje femenino como el de Kitty Fane sin que
medie una distancia crítica es un poco –bastante– cavernícola.
Kitty (la siempre
digna Watts) se casa por obligación con el bacteriólogo Walter (Norton,
controlado por esta vez). Allí no hay amor, ella es víctima de una época
(comienzos del siglo XX) donde la mujer poco tenía para hacer, y la
necesidad de evadirse de su hogar la lleva a conformar una pareja
desdichada. Y de tan desdichada, la mujer le meterá los cuernos con un
funcionario del gobierno británico (Liev Schreiber).
Walter, que es
aburrido pero no tonto, se entera y la pone contra la espada y la pared: o
le concede el divorcio por adúltera (Adulterio se llamaba la otra de
Curran, también con Watts) o se va con él a curar el cólera a China. Se
sabe, este tipo de viajes, a lugares desconocidos y extraños, son para la
literatura y el cine espacios para descubrirse, descubrir al otro y
reinventarse. Digamos que por ahí van las cosas.
No es que Al
otro lado del mundo sea un film desatinado. Antes bien, está narrado con
un ritmo que parece no hacer caso al vértigo de estos tiempos, lo que no
deja de ser una decisión importante, por lo que aprovecha para ir
construyendo lentamente a sus personajes, quienes irán modificándose
sutilmente. Además, presenta un paralelismo interesante entre el cólera y el
ejército británico: males que invaden (a un cuerpo el cólera, a un país el
ejército) dejando muerte a su paso. Curran toma partido por lo asiático, sin dejar de hacer notar cómo ciertos aspectos culturales
pueden también atentar contra uno mismo (los ritos ancestrales que se
enfrentan a la ciencia). Entre la corrección y la incorrección política
transitan estas cuestiones.
Como decíamos, amén
de pecar de cierto refinamiento marmóreo y ser un poco chato y lineal en
cuanto a la narración, el mayor inconveniente del film es lo inverosímil que
resulta el personaje de Kitty. Baste decir que la mujer se irá interesando
de a poco en la labor de su marido, hasta comprometerse excesivamente con la
causa, sin que haya obrado del otro lado un cambio, algo que lo
muestre como un ser más ameno. Efectivamente Walter es un bacteriólogo
bastante desagradable, frío, distante y profesional a tiempo completo. Y que
una chica así, supuestamente liberal, termine sucumbiendo de este modo habla
de una sumisión que le quita todo el romanticismo que pueda haber portado.
Si hay algo
positivo en el trabajo de Curran es no haber recargado las tintas sobre el
final y mantener la distancia coherentemente con el resto del relato.
Así, nos ahorra un desenlace lacrimógeno que no tendría relación con una
película seria y formal (tal vez en exceso). Por lo demás uno, que ha
llorado ante la pantalla, sabe que debe hacerlo siempre por gente que valga
la pena. Así en el cine como en la vida.
Mauricio Faliero
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