Cuentan que durante
la filmación de Psicosis, le preguntaban a Alfred Hitchcock de que
iba a tratar ese film. El, misteriosamente, contestaba: "Oh, es acerca de un
muchacho que tiene problemas con su madre". Resultó que Psicosis era
eso y mucho más. El impacto fue muy grande, y los más devotos del director
inglés se sintieron decepcionados, pues el film era lo opuesto a lo que
esperaban.
Algo
parecido está sucediendo con el último estreno de M. Night Shyamalan, el
renombrado director de Sexto sentido, El protegido y
Señales. La primera semana de La aldea en la taquilla fue
excelente, pero en las siguientes su descenso fue vertiginoso, a la par que
muchos comentarios en Estados Unidos indicaban tanto desconcierto como
desilusión e irritación hacia la película. Muchas de estas sensaciones
fueron y son expresadas por los más fanáticos del director indio,
desconcertados con lo que ofrece ahora.
La
aldea cuenta la historia de un pequeño
pueblo rural de fines del siglo XIX, aislado del resto del mundo y rodeado
por un bosque donde habitan unas oscuras criaturas, a las que los habitantes
del lugar llaman Los Inmencionables, y de las que apenas se conocen algunos
rasgos. El consejo de los mayores, que toman las decisiones cotidianas, ha
conducido a un pacto de no agresión por parte de las criaturas con la
condición de no entrar al bosque. Pero cuando Lucius Hunt (Joaquin Phoenix)
–el más tímido y temerario a la vez– ingrese al bosque, la tregua se romperá
y todo será distinto.
Este
punto de partida no puede ser más prometedor y se emparenta notablemente con
los mejores relatos de H.P. Lovecraft, el magistral autor de El color que
cayó del cielo y En las montañas alucinantes, donde se describen
(es un decir) ancestrales y horrorosas entidades.
Mucho más
no se puede contar, pero Shyamalan se dedica rápidamente a romper con su
construcción inicial para contar algo más, imponiendo desde el 1800 una
mirada hacia la historia de violencia que marca la humanidad y que se
concentra en las zonas urbanas. Sale del relato de suspenso común para
internarse en una auto-reflexión sobre su modo de hacer cine y su lugar en
la industria cinematográfica, sobre lo que los otros –y él mismo– esperan de
él. Parecería que quiere probarse a sí mismo y a su espectador tradicional,
filmando una historia en contra del materialismo con un presupuesto de 60
millones de dólares, que aborrece la ciudad pero se publicita como un
producto típicamente urbano, lanzada como un gran tanque pero
estelarizada por actores sin gran poder en las recaudaciones (el ya
mencionado Phoenix, William Hurt, Sigourney Weaver, Brendan Gleeson, Adrien
Brody y la debutante Bryce Dallas Howard).
Shyamalan
va quebrando todas las reglas posibles, empezando por las de sus anteriores
films: esquiva toda linealidad, cambia de protagonista, introduce varios
puntos de vista, deja intrigas sin resolver a las que retoma más adelante,
utiliza un lenguaje casi teatral que parece salido de una mezcla de las
obras de Victor Hugo y Molière. Desconcierta al espectador y lo engaña en
forma constante, pues ese es uno de los tópicos fundamentales de la
película. Si Señales era transparente en su ideología y resolución,
La aldea es el reverso de la misma moneda. Es esquiva, cambiante en
su desarrollo.
Pero
Shyamalan nunca deja de ser Shyamalan y, a pesar de encarar un nuevo y
riesgoso camino, sus antiguas huellas nunca dejan de transitar el film.
La aldea, como el resto de su filmografía, habla sobre el poder del
amor, la necesidad de enfrentar nuestros miedos, la dificultad para
comunicar nuestros sentimientos, las conflictivas relaciones entre jóvenes y
adultos, las turbaciones que nos producen secretos del pasado que están a la
vista, la fe o la falta de ella, la tendencia a aislarnos de los demás.
Todo esto
confluye en la tesis final del director de La aldea, un humanista
convencido de la calamitosa situación en que se encuentra nuestra especie,
pero enfrentado a la típica tendencia aislacionista y reaccionaria. Es un
pesimista que intuye una posible solución en las generaciones futuras, con
el amor como fuerza motora.
Rodrigo Seijas
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