El Diablo vuelve a meter la cola en esta opera prima del
ya veterano director de fotografía Janusz Kaminski.
Almas perdidas empieza mal.
Dos, tres o cuatro ralentis (cámaras lentas) combinados con cierto efecto
de corrimiento o "desenfoque" adornan torpemente, muy fuera de contexto a
las primeras imágenes de este relato al que cabría encuadrar en el rubro
terror-suspenso, si no fuera porque ofrece muy poco de esas dos cosas.
Los
quince o veinte minutos subsiguientes son lo suficientemente confusos como
para que el film ocupe un lugarcito entre los pocos vehículos hollywoodianos de
acción –o relativa acción– que se toman muchísimo tiempo antes de arrancar.
Hay que decir que ese tiempo no está al servicio del desarrollo de un clima,
ni de crescendos enigmáticos. Lo que sí instalan estos quince o veinte
minutos es la sensación de una lentitud gratuita.
Con dificultad, pues, van dibujándose
los desdibujados protagonistas. Maya Larkin (Winona Ryder, medio desganada) es una joven
laica que trabaja para la Iglesia y está convencida de algo que Almas
perdidas explotará hasta el hartazgo: el Mal y el Bien existen, y
existen así nomás (lo subraya en su inglés: That simple): como
abstracciones maniqueas. O como Dios, y el Diablo. Peter Kelson (Ben Chaplin) es un exitoso escritor de best-sellers. Entre ambos, un puñado de personajes y situaciones vuelven a
fracasar en la misma tarea que se habían impuesto los infantiles ralentis
del comienzo: aportar tensión. Hablo de sacerdotes con distintos rangos y
de un hombre poseído (con exorcismo incluido, flojamente filmado para más
datos), pero también de una serie de coincidencias que apuntan a cohesionar
la trama: se sabrá por ejemplo que los padres del escritor, al igual que
los de la muchacha, murieron asesinados. Claro que lejos de cohesionar la
trama preparan su derrumbe definitivo, toda vez que estos datos ya no serán
retomados por la historia. O lo serán, pero con una convicción tan endeble
que da lo mismo.
Entretanto se empiezan a sumar nuevos
elementos, la mayor parte de los cuales tampoco hallará justificación
alguna. El más relevante es la sigla "XES", que aparece por
primera vez en una pesadilla de Kelson ("eso no tiene nada de
extraño", le dice alguien, "es sexo –SEX– escrito al
revés". Un chiste que me gustó). Pero XES no es eso, sino
un mensaje en clave que, por supuesto, tiene que ver con lo que todavía nos
queda de película.
Dos o tres rasgos, antes de promediar
el metraje, despegan con aquel chiste de la mediocridad general. La
ambigüedad de ciertos vecinos ancianos, ominosos y pacatos que evocan a los
que el gran angular de Roman Polanski hizo célebres en varias películas (El
inquilino, El bebé de Rosemary, Repulsión hasta cierto
punto). Es más: la secuencia ambientada en la cocina de Kelson está casi
calcada de una que el propio Polanski actuaba en El inquilino. En
cuanto homenaje resulta prolijo y simpático. A la lista de aciertos
puntuales cabe añadir el tono, y hasta la estructura, de la iluminación
(que no es de Kaminski sino de Mauro Fiore), funcionalmente penumbrosa desde
el principio al fin. Creo que no me olvido de nada.
Todo lo demás juega en contra,
incluidas numerosas fórmulas de género que el film invoca pero no integra
ni de carambola, una cuchara que se mueve alla Uri Geller
(él las doblaba incluso), reminiscencias de El increíble Hulk y, sobre
todo, la ya famosa cuestión de la fecha fatídica. Esto es, del
día y la hora señalados para que el Anticristo aterrice e inicie su
reinado. El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) debe ser el
mejor ejemplo de cómo se puede convertir a este asunto consabido en el
motor de un relato potente, inusitadamente escabroso y –al mismo tiempo;
de allí su genialidad– maravillosamente humorístico. Almas perdidas
debe ser el peor.
Guillermo Ravaschino
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