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ALMAS PERDIDAS
(Lost Souls)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por
Janusz Kaminski, con Winona Ryder, Ben Chaplin, Sarah Wynter, Philip Baker Hall, Elias Koteas, John Hurt, John Beasley.



El Diablo vuelve a meter la cola en esta opera prima del ya veterano director de fotografía Janusz Kaminski.

Almas perdidas empieza mal. Dos, tres o cuatro ralentis (cámaras lentas) combinados con cierto efecto de corrimiento o "desenfoque" adornan torpemente, muy fuera de contexto a las primeras imágenes de este relato al que cabría encuadrar en el rubro terror-suspenso, si no fuera porque ofrece muy poco de esas dos cosas.

Los quince o veinte minutos subsiguientes son lo suficientemente confusos como para que el film ocupe un lugarcito entre los pocos vehículos hollywoodianos de acción –o relativa acción– que se toman muchísimo tiempo antes de arrancar. Hay que decir que ese tiempo no está al servicio del desarrollo de un clima, ni de crescendos enigmáticos. Lo que sí instalan estos quince o veinte minutos es la sensación de una lentitud gratuita.

Con dificultad, pues, van dibujándose los desdibujados protagonistas. Maya Larkin (Winona Ryder, medio desganada) es una joven laica que trabaja para la Iglesia y está convencida de algo que Almas perdidas explotará hasta el hartazgo: el Mal y el Bien existen, y existen así nomás (lo subraya en su inglés: That simple): como abstracciones maniqueas. O como Dios, y el Diablo. Peter Kelson (Ben Chaplin) es un exitoso escritor de best-sellers. Entre ambos, un puñado de personajes y situaciones vuelven a fracasar en la misma tarea que se habían impuesto los infantiles ralentis del comienzo: aportar tensión. Hablo de sacerdotes con distintos rangos y de un hombre poseído (con exorcismo incluido, flojamente filmado para más datos), pero también de una serie de coincidencias que apuntan a cohesionar la trama: se sabrá por ejemplo que los padres del escritor, al igual que los de la muchacha, murieron asesinados. Claro que lejos de cohesionar la trama preparan su derrumbe definitivo, toda vez que estos datos ya no serán retomados por la historia. O lo serán, pero con una convicción tan endeble que da lo mismo.

Entretanto se empiezan a sumar nuevos elementos, la mayor parte de los cuales tampoco hallará justificación alguna. El más relevante es la sigla "XES", que aparece por primera vez en una pesadilla de Kelson ("eso no tiene nada de extraño", le dice alguien, "es sexo –SEX– escrito al revés". Un chiste que me gustó). Pero XES no es eso, sino un mensaje en clave que, por supuesto, tiene que ver con lo que todavía nos queda de película.

Dos o tres rasgos, antes de promediar el metraje, despegan con aquel chiste de la mediocridad general. La ambigüedad de ciertos vecinos ancianos, ominosos y pacatos que evocan a los que el gran angular de Roman Polanski hizo célebres en varias películas (El inquilino, El bebé de Rosemary, Repulsión hasta cierto punto). Es más: la secuencia ambientada en la cocina de Kelson está casi calcada de una que el propio Polanski actuaba en El inquilino. En cuanto homenaje resulta prolijo y simpático. A la lista de aciertos puntuales cabe añadir el tono, y hasta la estructura, de la iluminación (que no es de Kaminski sino de Mauro Fiore), funcionalmente penumbrosa desde el principio al fin. Creo que no me olvido de nada.

Todo lo demás juega en contra, incluidas numerosas fórmulas de género que el film invoca pero no integra ni de carambola, una cuchara que se mueve alla Uri Geller (él las doblaba incluso), reminiscencias de El increíble Hulk y, sobre todo, la ya famosa cuestión de la fecha fatídica. Esto es, del día y la hora señalados para que el Anticristo aterrice e inicie su reinado. El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) debe ser el mejor ejemplo de cómo se puede convertir a este asunto consabido en el motor de un relato potente, inusitadamente escabroso y –al mismo tiempo; de allí su genialidad– maravillosamente humorístico. Almas perdidas debe ser el peor.

Guillermo Ravaschino     

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