Amor eterno
cuenta –en principio– la
historia de Mathilde (Audrey
Tautou), la esperanzada y
penosa búsqueda de
su prometido,
Manech (Gaspard Ulliel),
reclutado por el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial y de
cuyo paradero no tiene información fehaciente.
El
recorrido de la protagonista no es sencillo; para descifrar lo ocurrido,
Jean-Pierre Jeunet (director de la taquillera Amélie, –en la que
también se ampara en el rostro de Tatou– y de Delicatessen) retoma la
ya conocida concepción emparentada con la fenomenología y expresada en la
precursora El ciudadano de Welles: la reconstrucción simbólica de los
hechos se sustenta sobre la base de la subjetividad; la verdad se alcanza
desde lugares divergentes. Y la memoria es siempre subjetiva.
Movida por
la ilusión de que
Manech aún sigue vivo (a
pesar de que oficialmente lo han dado por muerto), Mathilde investiga los
sucesos bélicos en los que él estuvo involucrado y los reconstruye a partir
de distintas fuentes: recurre a un detective, indaga en archivos militares,
busca testimonios de mujeres y amigos de los cinco reclutas que estuvieron
en la trinchera con él; incluso el azar provoca que se cruce con gente que
aporta a su causa.
Esta
estructura polifónica remite no sólo a los padecimientos sufridos por
nuestro héroe sino que ahonda en las historias de esos cinco soldados; sus
vidas antes y durante la guerra. Para esto se sirve de numerosos saltos al
pasado desde el tiempo cero de la narración (el presente del relato). A
partir de otros flashbacks conocemos también el origen del amor de la
protagonista, situado en la infancia, en el marco bucólico de las campiñas
francesas, la orilla del mar y la magia de un faro, en donde el amor puede
desarrollarse de una manera tan pura como en los cuentos de hadas.
La
disposición de las partes de este rompecabezas provoca que la estructura del
guión se desbande; la construcción del relato a partir de muchas voces no
sólo no complejiza sino que, de a ratos (demasiado largos), desorienta.
Probablemente, esto se deba a una adaptación bastante literal del libro en
el que se basa el film, "Un Long Dimanche De Fiançailles",
de Sebastien Japrisot. Ejemplo: las escenas en las cuales se
desarrolla el personaje de la prostituta tienen tanta fuerza y tanto metraje
que tienden a opacar a Mathilde; lo mismo sucede con los flashbacks de la
guerra y, dentro de estos, con algunas (muy interesantes) historias
personales de los soldados. De esta manera, el peso de la película cae en un
lugar indefinido que suele volverse tedioso.
Amor eterno es, sin lugar a dudas,
heredera de Amélie. Una voz en off que narra en tercera persona
introduce a los personajes mientras en un eficaz ejercicio de condensación
del tiempo, calcado de la película anterior, se suceden vertiginosos planos,
incluso planos detalles, en los que se nos representa de manera concisa el
pasado y la personalidad de cada uno de ellos. De modo similar operan las
mezclas de texturas en la imagen (algo tan propio del videoclip):
sobreimpresiones de dibujos y letras; imágenes de fondo (de corte
surrealista) ajenas a la situación mostrada en el plano (y que ilustran, por
ejemplo, lo que la protagonista lee o recuerda); textura de Super 8
utilizada en escenas de recuerdos y fantasías, entre otras. También remite a
Amélie la producción de golpes de efecto que no logran, sin embargo,
agilizar el ritmo del film: algunas escenas recurren a cambios bruscos en la
velocidad (cámaras lentas que se aceleran abruptamente) en consonancia con
alguno que otro shock dramático.
No
sólo la estética es deudora de aquella película sino también algo que tiene
más que ver con el tono de la historia: la visión del disfrute arbitrario de
las "pequeñas cosas" (por ejemplo, la tutora de Mathilde repite: "pedo de
perro, siempre me alegra") y cierta ironía naive manifiesta en el
contrapunto de banda de imagen y banda de sonido o en algunos comentarios de
la voz en off que resultan simpáticos.
Desde la dirección de arte y de fotografía se transluce un cuidado obsesivo;
en cada plano se refleja la ambición por alcanzar "lo bello" al modo de las
postales de época de los negocios de souvenirs. En cuanto a la luz,
casi todos los colores están virados al sepia, aunque las secuencias de la
infancia feliz son brillantes y las de la guerra atroz, aplomadas y grises.
Uno de los
personajes a los que Mathilde busca es, como se dijo, una prostituta corsa
que supuestamente conoce cierta parte oscura de la historia; mientras
asistimos a las peripecias de ambas, descubrimos que la relación entre las
dos mujeres va mutando desde la oposición al paralelismo. En este sentido,
la película abona con eficacia la idea borgiana de "ante el dolor, todos los
hombres somos el mismo hombre", idea enfatizada por la frase que la
protagonista pronuncia una y otra vez: "del polvo venimos y al polvo vamos".
Así como
los desajustes del guión parecen ser fruto de la falta de criterio, el uso
de recursos esteticistas refleja una arbitrariedad que no siempre trabaja en
favor de los climas que pretende lograr el film. El uso del Super 8 (como
era de esperar) genera cierta nostalgia en las imágenes de la infancia y,
por otra parte, da un gracioso tono chaplinesco a las fantasías eróticas de
la protagonista. Sin embargo, en escenas que pretenden mostrar el horror de
la guerra o el destino fatal de algún personaje resulta poco afortunado
valerse del mismo registro caricaturesco (además, no parece ser ésta la
intención: la película no busca, en ningún momento, parodiar la guerra; ni
tiene el tono sostenido –nos hayan gustado o no– de films como El tren de
la vida o La vida es bella).
En
Amélie, el tratamiento esteticista de la imagen (de estilo
publicitario, como las primeras piezas que dirigió Jeunet) y los golpes de
efecto estaban en función de una historia tierna, naive. Por el
contrario, en Amor eterno conviven dos mundos opuestos de los que
esta mirada no puede dar cuenta: el de la protagonista y el de la guerra, el
horror, la locura y el odio. Para disfrutar del film, entonces, habría que
asumir de antemano una postura ingenua como la que esta visión propone,
olvidando lo (dramático) que sobra. Y remitirse al título: ésta es una
historia de amor en la que, por lo menos, las escenas románticas emocionan y
las graciosas hacen sonreír. En el fondo sólo debería importarnos si
Mathilde consigue o no lo que busca; si los amantes se reencuentran; si, a
pesar de todo, el amor es más fuerte.
Sonia Budassi
|