En Antes
del amanecer, Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) se conocen en
un tren. El azar y el impacto que produce uno en el otro invitan a un
riesgo. Ambos personajes se bajan en la estación de la ciudad de Viena y
deciden pasar juntos las siguientes 14 horas. Hacia el final, en esa misma
terminal, prometen reencontrarse seis meses después, y siguiendo ese riesgo,
no intercambian sus números telefónicos. Antes del atardecer muestra
que esa promesa no se ha cumplido. Nueve años después Jesse y Celine se
reencuentran. El va a París, lugar de residencia de Celine, a presentar su
libro, en el cual relata aquella brevísima historia de amor. Los personajes
han constituido ya parte de sus vidas. Ahora solo tienen 85 minutos para
intentar descifrar quiénes son, los mismos minutos que tenemos los
espectadores.
"El amor
dichoso no tiene historia. Sólo pueden existir novelas del amor mortal, es
decir, del amor amenazado y condenado por la vida misma. Lo que exalta el
lirismo occidental no es el placer de los sentidos, ni la paz fecunda de una
pareja. No es el amor logrado. Es la pasión del amor. Y pasión significa
sufrimiento. He ahí el hecho fundamental." Con estas breves líneas, Denis de
Rougemont, en "Amor y Occidente", introducía cierta idea que (aunque de
buenas a primeras uno quiera con fervor desmentir) se instala en toda
nuestra herencia narrativa del amor. Antes del atardecer, como
veremos, no escapa a la sentencia aunque por momentos parezca deshacerse de
la misma.
Efectivamente,
Antes del amanecer, film estrenado en 1995 y del que éste es secuela,
contemplaba un fuerte desvío. Se trataba de la representación de un amor que
prometía, que se proyectaba al futuro, que prometía una concreción a pesar
de su regodeo en el presente. Concreción dudosa, tal vez, cargada de
obstáculos –territoriales y temporales: recordemos que Jesse y Celine viven
en EE.UU. y Francia respectivamente y prometen reencontrarse en seis meses–
pero a fin de cuentas proyectada, lo cual no es poco. Es decir, en esta
historia de amor había una idea de tiempo, que sucede, que acumula, pero por
sobre todas las cosas un amor que nace en el tiempo y que con su
bocanada de esperanza parece ubicarse muy lejos de una defunción. El título
en este sentido es muy elocuente: todo sucede antes de que todo
realmente suceda. ¡He aquí dos seres que pretenden vivir el amor como si no
fuera una catástrofe que merece ser vivida!
Ahora bien, la
elipsis de nueve años –dentro de la historia pero también entre una
producción y otra– trae un fantasma, puesto que ya sabemos que no se ha
cumplido el pacto del reencuentro a los seis meses del romance original.
Este fantasma es el del amor desgraciado cuya figura sería el gran mito de
Tristán e Isolda. Pero no se trata de una reescritura, ni siquiera hay una
alusión a esta historia desdichada que acecha nuestras leyendas desde el
siglo XII. Diríamos que se trata más bien de una muy lejana profanación del
mito, un referente remoto, casi un coqueteo sobre su simbología o
sintomatología en vez de sobre sus contenidos manifiestos. El síntoma de
este mito era, como señala Rougemont, el de exaltar un amor cortesano
fundado en una fidelidad contraria al matrimonio legal, es decir, contraria
a las costumbres feudales. Y fundamentalmente lo que exhibía –a través de
algunos velos por supuesto; de otro modo no se trataría de un mito– era, por
un lado, la incompatibilidad radical entre el amor y el matrimonio y, por
otro, la postergación del amor, es decir, su imposibilidad de "hacerse
realidad". Por eso señalamos que más que rememorar la infortunada historia
de Tristán e Isolda, Antes del atardecer retoma estos dos añejos
elementos de la misma, adhiriendo por lo tanto a cierta inextirpable –al
parecer– herencia.
Sin embargo,
no es tan sencillo. Como veremos, el film por momentos se rebela a esta
herencia y por momentos queda atrapado en ella. En primer lugar, Antes
del atardecer niega instaurarse como una falta, puesto que la
trama (y el drama) no se apoya en un adulterio consumado, aunque deje asomar
esa posibilidad. Se trata de un amor extra-cotidiano: en esta historia no
interesa la rutina de los personajes, sus actividades diarias, sus
aburrimientos, no es un encuentro signado por la experiencia del "todos los
días". Es un amor de frontera, sin territorio, un amor-pasión signado por el
desencuentro, aunque por otro lado sin fatalidad (no hay muerte implicada a
pesar de que la muerte de la abuela pueda ser leída como obstáculo del amor)
y sin consumación final, lo cual deja afuera la culpa o la elección como
posibles operadores de la acción. Solo encontramos un fluir temporal que
añora un tiempo no vivido, un blanco que los personajes sólo pueden
sintomatizar en los diálogos. La palabra no sólo evoca lo no vivido o no
informa solamente sobre lo efectivamente vivido por cada uno, sino que cubre
una ausencia. De ahí la verborragia que no admite elipsis temporales ni
cortes en los planos, es decir, la fragmentación del espacio. Es
interesante, en este sentido, el largo plano secuencia en el interior del
auto en el cual los personajes se sinceran respecto de lo que cada uno cree
sentir por el otro, así como las largas tomas que acompañan el deambular de
los personajes por la ciudad de París.
De esta
manera, la filmación en tiempo real colabora en favor de un alejamiento no
sólo de convenciones narrativas –pensemos cuán extraño resulta en la
tradición cinematográfica intoxicar una historia de amor con vestigios
documentales– sino también de cierta idea de felicidad que se pone en juego
en este film. Idea que condice con una situación social generalizada que
vulgarmente se califica como crisis social del matrimonio en tanto
institución.
Por tanto,
podemos arriesgar que a pesar de lo maravilloso de este film, pensado
individualmente, resulta más interesante ver de qué manera se teje un puente
entre ambos films, y más interesante aun sería ver de qué manera estos dos
films arrojan cierta idea sobre el mundo. Es decir, cómo se resuelve el
amor, no el de Jesse y Celine en particular –no solamente–, sino el concepto
de amor que arroja Richard Linklater sobre la pantalla. Más que el amor,
podríamos decir qué concepto de felicidad se juega en esta historia, en esta
narración, y qué concepto de felicidad se juega en nuestra Historia
occidental.
Es claro que
esta secuela responde a una idea moderna de felicidad y, sin temer cometer
una herejía, se puede arriesgar también que Antes del atardecer es un
síntoma de la ruina de un modelo, el de familia, o el del matrimonio como
institución. Por ello el film es inconcluso, más que abierto. La felicidad
es algo en vías de ser aprehendido, no imposible de capturar; pero su
dominio es siempre algo fugaz. De ahí que la cámara no se atreva a intentar
registrarla. ¿Qué podría esperarse de la nostalgia una vez consumada? Y es
aquí donde el film queda atrapado en la lógica del amor cortesano. A pesar
de todo, lo que ambos personajes aman no es tanto al otro en si, sino al
otro en tanto es aquel del cual estoy separado, por fuerzas
inmanejables. Lo que posibilita una gran pasión es, después de todo, lo que
la obstaculiza. Aún en el siglo XXI.
Silvina Rival
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