El asadito es todo lo que se ha dicho por ahí, lo que varía son las
proporciones. Ha sido rodada de un tirón, durante las veinte horas que
unieron la tarde del 30 de diciembre de 1999 con la madrugada del
"último día" del siglo XX, y es la historia de esas mismas
veinte horas. Que se consumen en el departamento "tipo
casa" de Tito, próximo al centro de
Rosario. Entre su patio y terraza transcurrirá este asado que comparten siete amigos nacidos en aquella
ciudad. Un poco por la fecha, otro poco porque hace tiempo que, viejos
amigos como son, no coincidían en un mismo lugar (incluyendo a ese que vive
en Buenos Aires y cae sin aviso), no se trata de un asado cualquiera.
Tiene visos, justamente, de reunión, y en cuanto tal se muestra
propicio para evocar tiempos idos. O para ensayar, consolidar, o cuanto menos considerar, una mirada hacia el pasado. Un balance.
Estamos hablando de una reunión de
hombres más o menos cuarentones. Y esto ya no es cualquier cosa, sino una
de las cosas más sabrosas (el olor del asadito torció mis habituales
metáforas) y complejas que puede abordar el cine argentino contemporáneo.
Porque una reunión de cuarentones (y precisemos más: de clase media urbana
venida a menos, culta) sobre el filo del 2000 está casi obligada a
asumir una expresión muy trágica. Los que tienen más o menos cuarenta en
el 2000 tenían entre quince y veinte cuando la dictadura más sangrienta de
la historia de este país empezó a decapitar a varias generaciones. Y entre
otras, a la de El asadito. Cuando digo a decapitar digo a cortar
cabezas, pero no sólo de un modo literal. La dictadura no fue tan torpe
como asesina: quiso matar a lo mejor, descabezar a esas generaciones, y
lo consiguió en buena medida. Los que comparten este asado no son ni lo
mejor ni lo peor (que Dios me libre: se parecen a muchos de nosotros);
son los que quedaron. Los que la dictadura nos dejó.
Tito, el Turco, Héctor, Raúl, David,
Daniel y Carloncho hablan de los temas que convocan a cualquier grupo de
varones desde casi siempre: coches, minas, fútbol, cine,
plata... hasta política. Y sin embargo eso otro, eso de lo que hablábamos,
ya desde el principio parece hacerse un lugarcito ahí, entre ellos. Y
planea como una ausencia sobre las primeras mesas y sobremesas de
este largo encuentro a siete voces, filmado cámara en mano, fotografiado en
un blanco y negro notoria, quizás excesivamente granulado. Es mérito de la
dirección de actores (y del esquema de improvisaciones libres sobre
temas prefijados) que esta tensión emerja sutilmente, naturalmente, para
sostenerse durante la primera mitad del relato. Más allá de unos pocos
diálogos que flaquean, la credibilidad de las criaturas que no dejan de
charlar ante nosotros es notable. Con lo que nos alejamos del
"costumbrismo" para acercarnos al "naturalismo":
reconocerse en ellas no es difícil; reconocerlas es más fácil aun.
Ahora bien, al cabo de un rato de naturalismo alguien podría decir:
muy bien, estos tipos son como mis amigos y yo, se nos parecen... ¿pero qué hacen
en esta película? O más bien: ¿qué hace esta película con ellos?
Acá quería llegar. Ya queda dicho
que a poco de empezar los planta con credibilidad y firmeza, y que los
envuelve en cierto halo de tragedia que se percibe sutilmente. No es poco.
Pero una vez logrado esto, no hace muchas otras cosas con ellos durante
demasiado tiempo. Tito y sus invitados vuelven sobre sí mismos, se
reiteran, sin que el film alcance a traducir la mayor parte de esa
acumulación en drama (o en tragedia, o en comedia). En otros términos, los
72 minutos de El asadito se hacen largos. Otra cosa que
hace la película viene un poco de la mano de ese rosarino doblemente aporteñado:
porque vive en Buenos Aires, pero también porque su liviandad, su falta de
lealtad, sus fríos "principios" (más entre comillas que nunca)
aparecen algo más que subliminalmente asociados con la capital de este
país. Como si el Turco se hubiese contagiado de Buenos Aires.
¿Será un prejuicio? En el mejor de los casos resulta contradictorio
con la aventuro mayor revelación de esta película: los otros personajes,
rosarinos de pura cepa (como así sus intérpretes)...
¡podrían pasar perfectamente por porteños, tanto en acento como en
"melancolía" y tópicos!
Lo último que hace El asadito
es de lo más lamentable. Sube el tono dramático mediante la introducción
de un dato que habla de una traición, o cuanto menos de una bajeza de uno
de los presentes. El problema no es que los demás lo consientan, sino que el film
también parece plegárseles. Como si este final de fiesta
cabizbajo, amargo, derrotado, desleal, se le
hubiese pegado a las ropas. Y el olor de la resignación es más persistente
que el del asado.
Guillermo Ravaschino
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