Esta es otra película argentina llena de lugares comunes... y algo más.
Con ella, por ejemplo, se inaugura una nueva sala para el "otro
cine". Con ella también llega un cúmulo de anécdotas cuyo jugo
sobrepasa largamente al de la cinta, y hasta la vuelve de interés.
Con Buenos Aires plateada debuta la sala de proyección
Visionario, ubicada en el entrepiso de la librería porteña Gandhi. La sala
"estará consagrada a la programación de cine independiente nacional e
internacional". Los mentores de la idea se nuclean en la productora
Kaos, una cooperativa de trabajo que a acrisola a una generación ya madura
de realizadores independientes: Luis Barone (el director de Buenos Aires
plateada y de 24 Horas, algo está por explotar), Marcelo
Schapces (realizador de Che, un hombre de este mundo y asistente en
numerosas producciones locales), Mario Levin (Sotto Voce), el
documentalista Eduardo Montes Bradley (responsable del mamarracho llamado El
sekuestro, pero también de interesantes documentales sobre Osvaldo
Soriano y Borges), el guionista y pequeño empresario Beto Asurey y el
director de Tesoro mío, Sergio Bellotti.
Todos ellos comparten una idosincrasia, una amistad y –hasta cierto
punto– un pasado político. Como los personajes de Buenos Aires
plateada. Uno de ellos, Sushi Man (Luis Luque), tiene un sueño que
empalma otro, algo más ambicioso, que había tenido en los setenta:
realizó el capítulo inicial de una comprometida serie de televisión
basada en su propia historia, y ahora quiere ponerlo en el aire. Para
lograrlo busca el apoyo de dos viejos amigos, con los que compartió la
militancia en el ayer. Hoy ellos ocupan importantes cargos en los medios y
en el gobierno, y pueden darle el espaldarazo que su piloto, llamado
también Buenos Aires plateada, necesita. Pero estos amigos tienen
otros compromisos que son más fuertes que la tibia nostalgia de un sueño
en común, y el piloto no los entusiasma tanto. (Primera
"coincidencia": los miembros de Kaos también tienen a un amigo en
el gobierno: Jorge Telerman, a cargo de la secretaría de Cultura de Buenos
Aires, quien contribuyó para que, después de exhibir Buenos Aires
plateada, Visionario se convierta en una de las sedes del Festival de
Derechos Humanos y Medio Ambiente de Latinoamérica y el Caribe (DerHuMALC),
realizado con un fuerte apoyo de la secretaría que preside.) Desesperado,
el Sushi Man se juega: secundado por su mujer (Mausi Martínez), pone en
escena ante sus ex-compañeros de ruta una historia en la que nada es como
parece.
El film comienza con una frase de Jean Baudrillard: "El simulacro no
es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no existe. El
simulacro es verdadero". Esta sentencia es, de algún modo, el story
line que engloba a la confusa historia que nos ocupa. Uno de los
personajes afirma que el poder cambió: está en todos lados y en ninguno;
lo único claro, dice, es que nada queda claro. Esta idea, cara al
pensamiento más o menos académico de la década pasada, ha sido retomada
aquí en clave generacional: por referencia a quienes militaron por
un orden radicalmente distinto, se exiliaron o sobrevivieron trabajosamente
al genocidio y hoy, curiosamente, están más enquistados que nunca
en los resquicios del sistema que intentaron combatir.
En este punto, la expresión de Baudrillard recobra vigencia. Buenos
Aires plateada es una mezcla de mentiras y verdades a medias. El piloto
de televisión que Luque muestra a sus amigos es llamativamente realista. En
él, los personajes se ven un poco más jóvenes, y extraña que una
ficción dentro de otra (el piloto de TV dentro del largometraje) haya sido
confeccionada con tanto esmero... ¡pero el piloto es real! Fue pensado y
confeccionado por Luis Barone, el director de esta película, a comienzos de
los '90. El casete yiró por canales y productoras, pero todos los
ejecutivos mediáticos de aquel entonces le bajaron el pulgar. La idea de reciclar
el material de Barone no tuvo inicialmente mucho eco entre sus compañeros,
pero todos acabaron subiéndose al proyecto.
El resultado es una película que, a pesar de repetir uno por uno tantos
vicios consabidos y esperables, no deja de resultar fresca, innovadora y
descontracturada. Los caminos que confluyeron en su concreción no son
convencionales, y eso parece haber inyectado vida a la realidad y la
ficción de sus personajes y hacedores.
Por supuesto que el cinismo, que Barone tiene por una de sus principales
armas creativas, convierte a algunos pasajes en momentos desagradables. Pero
el director ha sabido manejar este costado en forma más profesional, más
adulta que otras veces. Y cuando los realizadores se dejan sorprender o se
animan a cualquier otra cosa que no sea mendigar un crédito o sucumbir ante
el marketing, siempre queda algo para rescatar. En cada aventura
cinematográfica se recupera un pedacito del espíritu de algunos grandes
muertos, olvidados o desaparecidos (en este orden) como Alberto Fisherman,
Hugo Santiago o Raymundo Gleyzer. Todo lo demás (Luque, Stella o
Ziembrowski pronunciando los lugares comunes de siempre) ya ha sido tan –justamente–
criticado que volver sobre el particular no amerita ni las pocas líneas que
prolongarían este texto.
Máximo Eseverri