El británico Sam Mendes tuvo un auspicioso debut con Belleza americana,
ganadora del Oscar a la Mejor Película en 1999. Amada por muchos, odiada
por otros –estos últimos criticaban el conservadurismo que se ocultaba
tras la fachada progre y transgresora del film–, lo cierto es que
American Beauty sacudió un poco las polvorientas estructuras del
cada vez más previsible cine norteamericano y generó grandes
expectativas acerca del siguiente largometraje de Mendes, quien, entre
película y película, dirige teatro y musicales en Broadway (El cuarto
azul, protagonizada por Nicole Kidman, y el reestreno de Cabaret
fueron sus últimos trabajos en este ámbito).
Camino a la perdición, su segundo film, no defrauda dichas
expectativas. Presenta una narración sólidamente construida, grandes
actuaciones, personajes difícilmente olvidables y un riguroso tratamiento
de la imagen.
Toda la película está atravesada por la mirada del pequeño Michael
Sullivan Jr., de trece años, quien, voz en off mediante, nos
introduce en el drama. Su padre (Tom Hanks) es el protegido de la banda
mafiosa que comanda el padrino John Rooney (Paul Newman). Sullivan
padre guarda hacia su benefactor una devoción canina y un profundo
respeto. No duda en ocuparse del trabajo sucio: extorsiones, amenazas,
asesinatos... Para Michael, el suyo es un trabajo como otro cualquiera,
una actividad que le permite alimentar a su familia (esposa y dos hijos) y
darles un lugar para vivir.
El único que parece interrogarse acerca de las sospechosas actividades
del jefe de familia es su homónimo hijo mayor, que involuntariamente
desatará la tragedia al querer enterarse de quién es realmente su padre.
Lo seguirá, lo espiará, verá lo que no debía y se convertirá en un
testigo muy indeseado para el clan Rooney. Gente que, ya se sabe, nunca
trepida en dejar las lealtades a un lado para asegurar el silencio de
quien fuere (adulto o no).
El resto es la huida desesperada de padre e hijo del Infierno,
dirigiéndose –paradójicamente– a Perdición, nombre del pueblo al
que se encaminan cruzando medio Estados Unidos y que proporciona un
inquietante doble sentido a su odisea.
La eficacia y el impacto de la película de Mendes están sustentados
en tres pilares fundamentales: el guión de David Self, que posee una
estructura dramática permanentemente in crescendo; las estupendas
actuaciones de todo el elenco, que abarcan una amplia gama de matices,
desde la sobria y contenida expresividad de Tom Hanks hasta el
histrionismo con que Jude Law compone a su serial killer,
igualmente eficaces y acordes a las características de sus personajes; y,
fundamentalmente, el extraordinario trabajo fotográfico del genial Conrad
Hall (que ya había trabajado con Mendes en Belleza americana).
Hall transmite en cada plano del film una tensión de índole puramente
visual, que aporta un plus de dramatismo a toda la narración. Sus
claroscuros, dominantes en las escenas de interiores, ofrecen tanta o más
información acerca de la vida non sancta de los gangsters que
varias páginas de diálogos. Asimismo, los exteriores, tratados de manera
casi monocromática (la paleta de Hall se sirve principalmente de tonos
ocres y oscuros), tiñen hasta los más bellos paisajes de un melancólico
tinte otoñal.
Resulta difícil encuadrar a Camino a la perdición dentro de un
género determinado. Se trata evidentemente de un policial negro, de un
film de gangsters, pero no solamente de eso. Es, además, una fábula
moral, una tragedia griega ambientada en los años de la Depresión, una
película de caminos, una historia de aprendizaje... Todo eso y,
fundamentalmente, una historia de amor: el de un hijo por su padre, el de
un padre por su hijo. Plena de contradicciones, rechazos, reproches, dolor
y reconciliaciones. Como en la vida.
Ariel Leites