| Hace mucho tiempo que una película de gran
    producción, con figuras de "primera línea" a la cabeza del elenco, no
    resultaba tan potente y emotiva como esta. Hace mucho, pero mucho tiempo (concretamente,
    desde que Mel Gibson saltó a la fama como director con Corazón valiente) que la
    consabida Noche del Oscar no deparaba candidatas por las que valiera la pena soportar las
    transmisiones soporíferas. Pero ya lo dijo la canción: la vida te da sorpresas. Belleza
    americana, con ocho nominaciones y cinco estatuillas conquistadas, es la gran
    triunfadora del '99. ¡Y es una gran película!
 La originalidad y la personalidad de la
    ópera prima de Sam Mendes, un inglés con varios éxitos en Broadway bajo el brazo, pasa
    por la forma de desarrollar un tema que, en principio, no es original. El tema
    es la mentalidad de dos generaciones de norteamericanos (los de 20 y los de 40,
    redondeando) y las relaciones que establecen con el mundo y entre sí. Esto implica que la
    amistad, la sexualidad, la familia y la "insatisfacción social" vuelven a estar
    bajo la lupa. Como la cínica Felicidad, de Todd Solondz, y la inquietante Tus
    amigos y vecinos, de Neil LaBute, Belleza americana ensaya una suerte de
    relevamiento del estado en que se encuentran tan cruciales instituciones contemporáneas.
    Claro que está en las antípodas de Felicidad, en la que Solondz, tras pintar un
    panorama tétrico, se quedaba voluntaria y descaradamente al margen. Belleza americana
    presentiza vigorosamente al director (o al punto de vista autoral) en el relato.
    En otras palabras: no es un film que se limite a sugerir desde la lejanía un horizonte
    más o menos sórdido, sino uno que casi parece colarse en su propio paisaje para
    interactuar como un personaje más. De allí le viene su valor agregado, que es obviamente
    emocional pero también muy humorístico. De allí, también, le viene la condición de alter
    ego del realizador al personaje que, con más gracia y potencia que nunca, compone
    Kevin Spacey. Todo transcurre dentro de los límites
    de uno de esos barrios residenciales típicamente norteamericanos, aunque en menor medida
    podría ser el de cualquier país. Casas bajas y paquetas, con jardín al frente
    y entre las paredes maridos como Lester Burnham (Spacey), que ganan 100 mil dólares
    anuales como ejecutivos; esposas como Carolyn (Annette Bening), que despuntan su
    competitividad en ocupaciones part-time por ejemplo tratando de vender
    inmuebles, e hijas como Jane (Thora Birch), que de sus progenitores dice cosas como
    la siguiente: "Están tratando de interesarse activamente en mí. Odio cuando hacen
    eso." Si Ud. piensa que a esta línea de diálogo ya la escuchó en otra película,
    puede que tenga razón. Pero también es cierto que el humor, ya prematuramente, marca una
    de las grandes diferencias. Porque del otro lado del reproche está el atónito,
    embrollado y abochornado Mr. Burnham, que no sólo es la mejor composición de Spacey a la
    fecha eso está dicho sino una de las más graciosas que haya dado el cine en
    años. Volviendo a los bocadillos, muchos de ellos transitan la huella filosa que
    es tan cara a las mejores comedias románticas hollywoodianas. Aunque aquí resulta más
    filosa. Angela, la amiga de Jane que es bastante atractiva aunque no tanto como cree,
    declara: "Si gente que no me conoce tiene ganas de cogerme, okey. Puedo ser
    modelo." No hace falta dar vuelta la frase para encontrarse con una definición
    admirablemente aguda. Y que abarca al propio Lester, que sabe muy poco de Angela... y
    ya la sueña despierto como a una modelo desnuda entre pétalos de rosas
    rojas (a esas flores también se las conoce como american beauty). Mamá Carolyn, a su modo, forma parte
    de la New Age. Se maneja con "afirmaciones" (tipo "me gusta ser mujer"
    ¿recuerdan? o "voy a concretar una venta") que no sólo niegan
    la evidencia sino que la aíslan cada vez más de sus semejantes. Puede ser que
    Carolyn luzca excesivamente idiota (más que nada al principio) pero Bening la hace crecer
    con mucha gracia y patetismo, con lo que la que queda idiota, a la postre, es la New Age.
    Carolyn se acerca a un colega suyo animado por Peter Gallagher (tan correcto como siempre
    y, si se fijan bien, más parecido que nunca a nuestro cantautor y galán Silvestre), que
    es el vendedor de bienes raíces más exitoso de la comarca. Y aquilata su fama en slogans
    que, como las afirmaciones de marras, están llamados a deslumbrar a la madre de familia.
    Lester, en tanto, sin dejar de obsesionarse por la amiga de su hija decide encarar una
    suerte de renacimiento afectivo que implica empezar de nuevo, hacer tabla rasa
    con la mayor parte de su vida "adulta". Pocos ejecutivos de 42 años se asoman a
    empresas como esta, pero la decisión y la simpatía con que se lanza Burnham
    desvanecen toda posible sospecha, sentando las bases para una identificación poderosa.
    Hacía rato que la invitación a acompañar a un protagonista no se nos
    presentaba tan gentil, ni se nos aparecía tan irresistible. Hay un dato esencial y es que, a poco
    de apagadas las luces, Lester Burnham pierde su trabajo. Esto opera como desencadenante
    dramático convencional: hay que reemplazar una fuente de ingresos con otra (Lester
    llegará a buscar trabajo en una hamburguesería que cobija a los mejores gags), con lo
    que estamos frente al primer motor de la trama. Pero que el jefe de familia se
    quede sin sueldo es mucho más que un traspié para una familia como esta. Y Sam Mendes,
    que lo sabe, le exprime todo el jugo al incidente hasta elevarlo a la categoría de
    pequeña gran tragedia familiar. Cuyas consecuencias, claro, serán trágicas, pero en el
    sentido más abierto y provechoso del término. Permítanme ponerlo así: más que muerte
    (es decir, tragedia en el sentido usual) tendremos inevitabilidad. Habrá de
    disolverse un grupo humano como este ¡como tantos! edificado en torno de todo
    el fetichismo que un sueldo de ocho mil dólares puede ser capaz de alimentar. En
    este sentido, las pequeñas emociones y las risas de Belleza americana están
    auspiciadas por una emoción más general, más grande: la de la crítica social cabal. No
    es poco si consideramos que el 99% de las películas americanas, incluidas las
    "independientes", se la agarran con... los individuos. El film depara la alegría rara y
    contagiosa de Kevin Spacey completamente fumado, gritando American Woman (la
    canción que hizo famosa Lenny Kravitz) mientras conduce velozmente por prolijas avenidas.
    La audacia de postular que la venta de marihuana no es ni más ni menos que otro oficio
    terrestre. Y la enorme libertad reflejada por Lester cuando rechaza un "revolcón de
    aquellos"... porque simplemente siente que, en el fondo, ya no tiene ganas. Hay un vecino adolescente,
    llamativamente delicado y taciturno, que hace buenas migas con la hija de los Burnham.
    Ricky Fitts busca la "belleza del mundo" con su mini-cámara digital. Y está un
    poquito idealizado, es cierto. Pero ese concepto difuso la belleza del mundo
    pocas veces se había encontrado con palabras tan lúcidas como las que elige Ricky para
    sustentarlo, o con imágenes tan sugestivas como las que lo complementan. 
    Hablo de una
    simple bolsa de nylon que es todo lo que la hoja mecida por el viento de Forrest Gump
    quiso ser... y no fue. Véanla y después me cuentan. Guillermo Ravaschino
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