A esta altura Tim
Burton, posiblemente el más dark de los directores norteamericanos,
ha consolidado una carrera con rasgos reconocibles. La fantasía desmedida,
los personajes desatados, los cuentos infantiles deconstruidos a partir de
sus elementos más oscuros y un permanente vínculo entre la infancia y la
adultez componen sus temáticas usuales. En los últimos tiempos, Burton había
decepcionado con un film sin vitalidad como El planeta de los simios,
y se había recuperado con El gran pez. Ahora confirma su repunte con
Charlie y la fábrica de chocolate, haciendo propias las consignas del
mundo del escritor Road Dahl, ácido autor de relatos infantiles.
La
película cuenta la historia de Charlie Buckett, un niño muy pobre que parece
salido de un cuento de Dickens, y que vive con sus padres y sus cuatro
abuelos en una casita como hecha de cartón corrugado, torcida y oscura en
medio de la nieve, contrastando con el resto de los edificios de un pueblo
industrial, casi como un pequeño retrato expresionista en medio de un ámbito
sin identidad. Cerca de allí se ubica la legendaria fábrica de chocolates de
Willy Wonka, que fabrica los famosos y deliciosos Chocolates Wonka. Nadie ha
visto a un sólo empleado salir de la fábrica, no desde que Willy, quince
años atrás, decidió despedirlos a todos, cansado del espionaje de sus
envidiosos competidores. Miles de historias y teorías se cuentan sobre la
fábrica y su dueño, pero nada se sabe en realidad. Sin embargo, cuando se
anuncie que en cinco barras de chocolate Wonka habrá un ticket dorado que le
permitirá al ganador ingresar a la fábrica con un acompañante, todos se
lanzarán a comprar esas golosinas con la esperanza de ser uno de los cinco
afortunados. Charlie, por pura suerte, encontrará uno de los tickets e
ingresará, junto a su abuelo, antiguo empleado de fábrica, a un mundo que
apenas si había soñado.
A
Charlie lo acompañarán cuatro chicos (los otros suertudos) que
parecen encarnar diferentes variantes del Mal: un gordo alemán glotón que
come chocolates sin cesar; una niña karateca picada por el virus de la
competencia que no para de mascar chicle; una típica niñita rica
consentida, y un adicto a la televisión y los videojuegos, experto en
cálculos matemáticos y cuyos razonamientos sólo siguen una lógica matemática
y materialista. Cada uno es un modelo en escala de sus padres, la
representación del razonamiento adulto sin vuelo, sin imaginación.
El
mundo alocado de Willy Wonka, con sus enanitos cantantes, sus ardillas
laboriosas, sus ríos de chocolate y sus ideas extravagantes, representa un
desafío para el realismo. Parece un universo inverosímil, sin explicación,
pero es al mismo tiempo fácil de percibir a través de todos los sentidos.
Invade al espectador y lo reta a confrontar con sus propias proyecciones y
expectativas. El artificio se disfraza de naturalismo; lo imposible, de
posible.
Aunque
el film de Burton es un puñetazo al mentón de la "ideología adulta", sus
métodos de dominación y su descendencia, es también una defensa tajante de
la familia como núcleo protector, de amor y cariño. Y esto puede verificarse
no sólo en el caso de Charlie, sino también en el del propio Wonka
(magníficamente interpretado por Johnny Depp, más humano y ezquizofrénico
que nunca), quien arrastra una muy particular cuenta pendiente con su padre
(encarnado por el legendario Christopher Lee).
Con el
espíritu de El extraño mundo de Jack, Beetlejuice, La
leyenda del jinete sin cabeza y Batman vuelve, Burton vuelve a
demostrar por qué se lo puede considerar uno de los pocos autores dentro de
Hollywood. En breve llegará Corpse Bride, para reconfirmarlo y cerrar
un año burtoniano por excelencia.
Rodrigo Seijas
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