Con
Guerrilla se completa el díptico sobre la figura del Che Guevara. Un
proyecto que Benicio del Toro y Steven Soderbergh impulsaron y llevaron a
buen puerto superando prejuicios, preconceptos y concesiones a la industria.
Estrenada sin bombos ni platillos, con poca publicidad y menos estridencia,
el silencio comercial que parece rodear a la película es otra prueba
de sus aciertos y su honestidad intelectual en su procura de reflejar, lo
más fielmente posible, el pensamiento y el accionar de su protagonista.
Contracara del triunfo revolucionario y la liberación de Cuba que se muestra
en El argentino, Guerrilla desarrolla, basándose en “Los
diarios del Che en Bolivia”, el derrotero fatal de un hombre que confía en
la posibilidad de extender los beneficios de un mundo nuevo y tropieza con
una coyuntura adversa.
El
Che renuncia a los honores y los cargos en Cuba para expandir la revolución
en América del Sur. Oculto tras una identidad falsa llega a Bolivia y se
instala en la selva para conformar un grupo armado que acompañe el
alzamiento popular. Claro que esa lectura histórica resulta fuera de tiempo,
y acabará aislado, atrapado por el Ejército y finalmente asesinado, como
todos sabemos.
En
sordina, sin fuegos de artificio (de hecho, las escaramuzas son mostradas
brevemente o apenas connotadas en su resultado mortal), con una serenidad
que evita los discursos altisonantes y aleccionadores, el film sólo mantiene
de “Los diarios...” la fechación en carteles que anuncian los días pasados y
la situación espacial. Todo lo demás se ha hecho carne y acción; la letra se
ha vuelto imagen cinematográfica.
El
guión se cuida muy bien de construir un héroe. Todo rasgo épico se diluye en
la cotidianidad, historizando la lucha y humanizando los conflictos, lo cual
permite que tanto la política como las ideas que la sustentan se unan a una
ética y una filosofía que vuelve a mostrar un tiempo real en el que un fusil
no era sólo el instrumento que la derecha podría blandir para sojuzgar, ni
el armarse una mala palabra (salvo para la burguesía bienpensante).
“Sin un brazo armado que acompañe a un alzamiento popular éste jamás llegará
a tomar el poder”, dice el Che más con la tranquilidad de quien se sabe
capaz de errar, en cuanto humano, que con la pedantería de las
vanguardias iluminadas. No por nada aquella escena en que los saludos se
traducen en un nombrarse uno por uno (más allá de los conocidos Pombo,
Tania, Debray), como una forma de decir que la revolución es la sumatoria de
todos y cada uno de los que la hacen, a quienes la Historia aún no ha
devuelto ni la voz ni la identidad univoca que también porta el nombre.
Y si
no hay héroe individual –figura tan cara al capitalismo burgués– sino
colectivo, pero no masificado sino mancomunado en una solidaridad
comunitaria que excede las fronteras nacionales (es constante la
descalificación por extranjero que blanden los enemigos de la
revolución, extranjería que no resulta tal si es la ayuda militar de los EE.
UU. que les permite adiestrarse para mantener el poder o la palabra de la
Iglesia para aplacar los ánimos levantiscos), también se esquiva
diestramente cualquier aproximación, fuere simbólica o explícitamente
enunciada, crística o mesiánica del Che. Ya casi en el final, atrapado y
denostado, un soldado raso le pregunta a Guevara si no cree en Dios (el
horror del comunismo ateo es otro latiguillo repetido hasta el hartazgo), y
éste contesta: “Yo creo en el hombre.” Esa respuesta del Che lo pinta de
cuerpo entero: solo, aislado, olvidado por Fidel (de quien, igual, nunca se
le oye decir nada malo), abandonado y traicionado por el Partido, sin
conseguir que el campesinado repare en sus proyectos de mejora social,
perseguido por un poder fatuo; que siga creyendo en el hombre es más un
meditado pensamiento racional que un simple y cómodo acto de fe.
Soderbergh acierta en esa cámara casi testimonial, al hombro y cercana, y en
el ritmo lento pero fluido de la narración (aunque a veces cierto tempo
excesivamente cansino se hubiera podido evitar acotando las escenas),
sabiendo que, en este caso como en tantos otros, menos es más. Pero las
palmas se las lleva Benicio del Toro en una actuación de una sutileza y una
precisión tal que uno diría que el Che ha resucitado. Porque lo que
trasciende la pantalla es menos la fuerza de un personaje que la de una
persona.
Javier Luzi
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