Antes, antes, no
me gustaba Chabrol. No lograba disfrutar de su mirada implacable sobre la
sociedad burguesa, de la radiografía que ponía en evidencia los dobleces e
hipocresías de personajes muy reconocibles, generalmente involucrados en
algún crimen, en la provincia francesa. Siempre reconocí su maestría en la
pintura de personajes, o su talento para elaborar la puesta en escena. Pero
no lograba empatizar. Excesiva ingenuidad de mi parte, tal vez. Hasta que vi
La ceremonia. Esa película me conmovió profundamente, no puedo decir
que me haya gustado precisamente, sino que quedé impactada por la ferocidad
en el tratamiento del conflicto entre clases sociales, por la manera en que
evitaba ser políticamente correcto. Y más tarde llegó Gracias por el
chocolate, y su genialidad, su maravillosa ambigüedad me movieron a
rever todo lo que pude de su obra, incluida una serie de películas nunca
estrenadas en Argentina, que el canal “Europa-Europa” transmitió hace un par
de años. Entonces cambió mi vinculación con Chabrol: lo curioso es que lo
que me atrae ahora es exactamente lo mismo que antes rechazaba. Disfruto de
su disección, de su mirada virulenta, de su nihilismo, tal vez por mi propio
proceso de evolución. De todo lo cual confirmo que el gusto –ya lo sabíamos–
es una cuestión muuuy personal.
Sobre la obra
maestra que es La flor del mal y la temática chabroliana ya me he
referido en CINEISMO. Justamente en esa nota mencioné el carácter de
comedia humana que constituye la obra de Chabrol, evocadora de la de
Balzac, otro francés genial que se dedicó a diseccionar a su pueblo. La
distribuidora ha decidido estrenar el Charbol anual, L’Ivresse Du Pouvoir
(La borrachera –o la embriaguez– del poder), como La comedia del poder,
entendiendo por comedia la puesta en escena, la teatralidad, el
fingimiento que implican las maniobras del poder. Aunque también el humor
tiene aquí una presencia importante.
Esta vez, Chabrol
se traslada a Paris, porque ha querido realizar una película muy à la
page sobre la corrupción en las altas esferas: los íntimos lazos que
vinculan a funcionarios, empresas y Justicia. Sólo faltaría la prensa para
sentir que estamos en la Argentina. La historia se inspira en un sonado caso
de corrupción en que estaba envuelta la megaempresa petrolera estatal Elf,
pero el director elige la ambigüedad, y nunca sabemos a qué se dedican esos
personajes lábiles, evasivos, que han caído bajo la lupa de una jueza
implacable, obsesiva y principista, decidida a “sacar a los culpables de sus
cuevas” como repite durante la indagación. El film es un largo registro de
la investigación y sucesivas audiencias de la jueza con sus investigados,
funcionarios y empresarios que ven como la cosa más normal los sobres con
comisiones, los dispendios sin boletas, los lujos pagados como gastos de
representación. “Es lo normal” no cesan de repetir, y les asombra que
alguien persevere en demostrar lo contrario. Pero la jueza siente que la
verdad le es esquiva, que los detalles no le permiten acceder al gran meollo
de la corrupción. Chabrol no parece estar tan interesado en llegar al final
sino en mostrar la importancia del proceso, la siniestra e inasible urdimbre
del poder. Del mismo modo la cámara se detiene en un primer plano de objetos
–un guante rojo, una escalera, un bolso, unos anteojos– acaso imprecisos
portadores de información. Detrás de los personajes con rostro y apellido,
se ocultan los verdaderos poderosos –senadores, banqueros– que mueven los
hilos de las marionetas y se encargarán de que la arrolladora jueza se
estrelle contra alguna pared. Una galería de personajes secundarios gruesos,
caricaturas de funcionarios recién llegados al poder, con sus ropas
llamativas y de mal gusto, sus gruesos cigarros y el champán evocan a los
funcionarios del menemismo, y contrastan con las juezas, dos mujeres,
sobrias y elegantes, que comen yogur. (Sí, el film también tiene su ribete
feminista.) Paralelamente, así como la actuación pública de la jueza
asciende en importancia y notoriedad tratando de develar la verdad, su vida
privada y conyugal desciende en una espiral conflictiva que ella pretende
ignorar.
En 1978, el
prolífico Chabrol y Odile Barski –coguionista de este film– habían
colaborado en la realización de una serie de episodios para la televisión,
llamada Madame Le Juge (La señora jueza), con Simone Signoret
interpretando un personaje que prefiguraba la actual Charmant-Killman
(gracias Jorge García por el dato preciso). En esta ocasión, y como ya es
habitual, Chabrol se rodea de sus hijos para realizar el film, entre los que
destaca la actuación de Thomas Chabrol como el sobrino de la jueza, la única
persona con quien ella parece relajarse. Una vez más, Chabrol nos da un film
como si, al parecer, nada le costara realizarlo. Con todo, no está a la
altura de lo mejor de su filmografía: en esta ocasión se vuelve un tanto
reiterativo, repetido en sus entrevistas, contrapesadas por su humor ácido y
por la formidable actuación de Isabelle Huppert, que en esta enésima
colaboración con Chabrol vuelve a darnos otra performance de un personaje
“liso como un mármol”. Inspirada en la poderosa jueza real Eva Joly, cuyo
nombre tiene que ver con la belleza, aquí ella se llama Charmant Killman,
obvia caracterización de quien mata hombres encantadoramente y camina como
pateando cabezas.
Josefina Sartora
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