A mi lado sin cesar se agita el Demonio;
flota a mi alrededor como un aire impalpable;
yo lo absorbo y siento que arde en mis pulmones
y los llena de un deseo eterno y culpable.
Charles Beaudelaire, “Flores del mal”
En
cada nueva película, Claude Chabrol perfecciona lo que ya constituye su
personal comedia humana, basada en la radiografía –la disección– de
una clase social enferma, desahuciada: la alta burguesía de provincia
(francesa), y su peculiar e íntima vinculación con el mal. Si bien el
conjunto de sus más de cincuenta películas resulta desparejo, ha tenido
picos sobresalientes como El infierno, La ceremonia o
Gracias por el chocolate, y cada uno de ellos constituye un pliegue en
el retrato de esa clase social en decadencia, que siempre mantiene entre sus
secretos el detalle abyecto, insondable, y se mueve a costa de crímenes
ocultos o impunes llevados a cabo en ambientes cerrados y ominosos.
En el caso de
La flor del mal, el pliegue se profundiza, porque el film filosofa
sobre el carácter inexorable del destino. Parte de la idea de un pecado
original que predetermina la historia, que no es otra cosa que el eterno
retorno de ciertas conductas que marcan la clase: en este caso, el incesto,
la ambición y el crimen intrafamiliar. Ninguno de ellos es un detalle menor,
todo lo contrario, parecen constituir ya mandatos familiares de la
burguesía. La historia bucea entre las tribulaciones de la familia
Charpin-Vasseur y los conflictos que la atraviesan por generaciones. Durante
la guerra, el patriarca había sido colaboracionista nazi y había delatado a
su propio hijo, miembro de la Resistencia; el viejo murió asesinado por
manos desconocidas, tal vez las de su hija Micheline; su nieta es hoy una
política local que se postula para la intendencia de su ciudad en la
provincia de Bordeaux; su primer marido murió en un accidente con su cuñada
y amante, tras lo cual los cónyuges sobrevivientes se casaron entre sí; pero
la endogamia se complejiza más aun: sus respectivos hijos (¿hermanastros?,
¿hermanos?) ya no se resisten a la atracción mutua que sienten desde niños.
Si la tía Micheline, encantadora y dulce matriarca poco convencional,
responde con toda naturalidad a la constitución de la nueva pareja, es tal
vez porque la misma no hace más que actualizar su propio vínculo secreto con
su hermano. Y si el pasado esconde un crimen siniestro e impune, sabemos que
en algún momento también esa figura del karma familiar habrá de repetirse.
Todos están presos de ese destino, como sugiere un bellísimo plano, dentro
de la elegante jaula familiar, que lo contiene todo: la vida, la pasión y la
muerte.
La maravillosa
toma inicial resulta de una elocuencia abrumadora. Todo está allí, en la
gran casona familiar donde todo ha ocurrido y ocurrirá. La cámara inicia un
largo travelling que se introduce en el santuario, sube la escalera, recorre
el pasillo mostrando en un cuarto una joven angustiada, en otro un hombre
muerto: lo que sucedió y lo que habrá de repetirse. Mientras tanto, suena
una canción de los años ‘40, “Un souvenir”, que dice “Acordarse, es creer
aún que todo acaba de recomenzar / ... una hora demasiado breve que no
quiere terminar”. Todo vuelve, todo se repite, “el tiempo no existe, es un
presente perpetuo”. Y la tía Line lo confirma cuando el presente le trae una
y otra vez a su memoria ese pasado inconcluso.
La puesta en
escena resulta de una extrema sutileza: la ambientación de la casona
familiar, donde cada detalle de elegancia está estéticamente precisado,
contrasta con el mundo moderno exterior, con esas casas de departamentos
desagradables, incómodas, de gente inferior, cuyos votos Anne decide
conquistar. En ese medio sofisticado, un plano es decisivo: cuando el joven
François (hasta el nombre es el mismo de su tío) retorna al núcleo familiar
después de tres años de precipitada huida, vemos el plato que ha preparado
su tía: un guiso de lamprea, peces cuyo aspecto denso y viscoso parece
contradecir el refinamiento familiar.
El pliegue
de Gracias por el chocolate también ponía en evidencia la morbosidad
que subyace en la endogamia, la ambición y la falta de escrúpulos,
guardándose del juicio moral. En La flor del mal, Chabrol nos conduce
por la lógica del incesto, el filicidio y el parricidio, tabúes que han
sostenido el edificio social y sin embargo son trasgredidos sin cesar por la
burguesía. La evaluación de sus consecuencias, de las fisuras que habrán de
producirse en ese edificio, quedan a cargo del espectador.
Los hombres
parecen víctimas de que “las cosas se sigan repitiendo”, como se dice en un
momento. El hijo (Benôit Magimel, superior aún a su actuación en La
profesora de piano) es víctima del karma familiar implacable. “Siempre
hemos vivido como hipócritas... a eso lo llaman civilización”, dice. “Todo es
secreto aquí”, se nos hace saber desde el principio, y la tía corona un juego de
scrabble con la palabra cachiez, que significa oculten. El
padre no puede superar su resentimiento ni su irrefrenable apetito por la
carne joven. Posee en el pueblo una farmacia, que oculta en su trastienda un
laboratorio tan moderno como ilegal, y un privado que es su lugar de
citas. Son las mujeres de La flor del mal quienes toman en sus manos
la fatalidad del destino, y Chabrol demuestra una vez más su maestría para
el casting femenino, apelando a un elenco privilegiado para una galería de
personajes antológicos. La célebre Nathalie Baye –actriz de Truffaut, Godard
y otros famosos– ingresa por primera vez al Olimpo femenino chabroliano.
Ella sabe imprimir la severidad y determinación necesarias al gesto de su
ambicioso personaje. La tía Line es Suzanne Flon, otra experimentada actriz
que corona una carrera con los grandes, entre los que se encuentra el mismo
Welles. Ella es quien, con su exquisita delicadeza y simpatía, trabaja para
que en esa casa todo funcione, desde la comida hasta las pasiones. Y por
fin, la revelación del film: la joven Mélanie Doutey, una belleza moderna,
un ángel de seducción de “mirada infernal y divina” al decir de Beaudelaire,
y excelente actriz. Al parecer, Chabrol no limita la endogamia a la ficción,
porque todo su equipo de filmación está signado por lo familiar: su hijo
Thomas integra el elenco (como el cerebral colaborador de la aspirante a
alcaldesa), su otro hijo Matthieu es el compositor de la música original, su
mujer Aurore es la script (continuista) y su hija Cecile Maistre, su
asistente.
El clima se va
enrareciendo como el olor malsano de las bellas flores en el jardín de
invierno, y se hace más y más sofocante hasta la resolución final. Cuando
ésta sobreviene, queda el alivio ante la consumación de lo irreparable.
Josefina Sartora
|