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CON SOLO MIRARTE
(Things You Can Tell Just By Looking At Her)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por
Rodrigo García, con Glenn Close, Holly Hunter, Cameron Diaz, Calista Flockhart, Amy Brenneman, Valeria Golino, Kathy Baker.



Este primer largometraje de Rodrigo García (hijo del escritor Gabriel García Márquez y experimentado director de fotografía) tiene una pizca de todos los ingredientes que suele incorporar el llamado cine independiente norteamericano. Varios de ellos suman, como esa placidez en el manejo de los tiempos y la puesta en escena, ese respeto por la respiración emotiva que está en las antípodas del montaje histérico y las explosiones –más o menos explícitas– que caracterizan al Mainstream, esa otra cara del cine yanqui que le debemos a los grandes estudios. Esta placidez comulga con un dedicado, ajustado elenco encabezado por un puñado de actrices de renombre que, interesadas en el proyecto, se involucraron por mucho menos de lo que acostumbran cobrar.

Otros ingredientes restan. Es el caso de cierto personaje secundario sentencioso y altisonante (nada sutil); de cierta situación trágica que se estira con el fin de exprimir lágrimas fáciles; de la abundancia de diálogos (juraría que el inefable Gabo metió la mano allí), en los que el guión deposita una excesiva cuota de confianza. Y hasta cierto punto, de la propia estructura narrativa, que vuelve sobre el esquema coral tantas veces transitado por el cine indie (Tus amigos y vecinos, Felicidad, Magnolia y sigue la lista, que incluye a unas cuantas de Robert Altman). Media docena de mujeres, una ciudad que no podía ser otra que Los Angeles, y unos lazos tenues que oportunamente las conectan. Pero los lazos son demasiado tenues, y la estructura coral no llega a justificarse plenamente. Más allá de la entrega de las intérpretes, uno termina preguntándose si no hubiera sido mejor concentrarse en menos historias, para desarrollarlas con más consistencia y profundidad.

Con sólo mirarte reviste la forma de un film por capítulos, cada uno de los cuales tiene a alguna de aquellas mujeres en el centro. La doctora Keener (Glenn Close) es una de esas personas sólidas y exitosas por fuera pero frustradas y solitarias, o cuanto menos incompletas, por dentro. No ha tirado la toalla aún, y eso es algo que la serena y luminosa presencia de Close hace notar de maravillas. Nada maravilloso, en cambio, es el hecho de que la exposición de la incompletud de la doctora haya quedado librada al parloteo de una joven tarotista (Calista Flockhart, protagonista a su vez del último capítulo de la narración). ¡Cuánto más provechoso hubiera sido poner a Close en movimiento, y no a esta muchachita a hablar mientras le tira las cartas!

Rebecca (Holly Hunter) es la gerenta de un banco. No es menos "exitosa" que la doctora pero también está incompleta, y es hora de apuntar que la falta de pareja, o de lo que se conoce como pareja estable, es uno de los denominadores comunes de nuestras féminas. Rebecca no está completamente sola, pero ese hombre casado con el que sostiene un ya duradero romance no parece satisfacerla del todo. (Acaso porque no la ama tanto como ella a él, aunque esto es algo que queda en penumbras por decisión explícita del director, que confinó las procesiones interiores de los hombres a un discreto –y respetable– segundo plano.) El aporte de Hunter vuelve a ser de cuerpo y alma, sobrecogedor, muy intenso. Verla llorar mientras se apoya en un arbusto vale más que mil palabras de las que se pronuncian antes y después de aquella, la mejor escena de la película. Incluidas las de la vagabunda que le manguea fuego y cigarrillos a Rebecca para soltarle, a cambio, invectivas de tono moralizante que aspiran –entendí yo– a expresar reproches que la propia Rebecca se formula, aunque los lleva muy escondidos dentro de sí. Acá también surge la impresión de que no se pudo o se supo traducir esa informarción en acciones, con el agravante de que la ciruja y sus palabras parecen salidas de otro film, no precisamente independiente. La breve estancia en pantalla de Rebecca no le impide encarar un affaire circunstancial con uno de sus empleados, formidablemente interpretado por un hombre cuya soltura y espontaneidad evocan las de ciertos personajes de un maestro en la materia: Eric Rohmer.

Rose (Kathy Baker) es una madre algo mayor y divorciada. Su soledad aparece sutilmente escamoteada por el efectivo vínculo que la liga con su hijo, un púber con el que conversa más o menos amistosamente. Pero ya lo dijo Norman Bates en Psicosis: un hijo es un pobre sustituto de un amante. Una alternativa más corpórea para Rose se presenta cuando un hombre solo se muda a la casa contigua. Esto también es rohmeriano: suavemente, sin ningún apuro, la condición de "candidato" de ese hombre apenas se insinúa. Está en el espectador –como en Rose– la posibilidad de descubrirla o no. Que este tipo sea un enano (literalmente, tipo circo) no sé si está del todo bien. Cierto es que aporta "color" y algo de morbo, especialmente por el lado del púber, pero no deja de resultar un dato innecesario, gratuito y, valga la redundancia, trunco. Claro que, por otra parte, lo del enano está muy bien. Quiero decir que él actúa muy bien.

A Carol (Cameron Díaz) no parecen faltarle hombres; lo que le falta es vista. Completamente ciega vive, junto a su hermana policía (Amy Brenneman, otra cara habitual de la galería indie), y nos permite apreciar una vez más su enorme ductilidad interpretativa. A esta altura, lo único que le falta a Cameron es hacer de zombie (ya lo va a hacer, acuérdense). Por lo demás, esta veta no ofrece gran cosa: en cuanto exploración de los prejuicios ante la discapacidad se queda casi tan corta como la que nos llevó al chiquitín. El capítulo más flojo es el que animan la tarotista de marras y su amiga-amante (Valeria Golino), que está en las diez de última por causa del Sida. Acá se invoca el moco inevitable al que aludí al comienzo. La agonía está inconclusa, es larga, y apenas la matiza el contrapunto de las conversaciones triviales, cotidianas, que no son poco en el marco de una enfermedad terminal, pero tampoco alcanzan. Este episodio es el que menos se mueve de todos.

En el epílogo, al que no le faltan trazos rosas, varias de las historias vienen a cerrarse. El problema es que se cierran un poquito apretujadamente. Como esas valijas armadas de apuro sobre la hora de los viajes.

Guillermo Ravaschino     


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