Este primer largometraje de Rodrigo García (hijo del escritor Gabriel
García Márquez y experimentado director de fotografía) tiene una pizca de
todos los ingredientes que suele incorporar el llamado cine independiente
norteamericano. Varios de ellos suman, como esa placidez en el manejo de los
tiempos y la puesta en escena, ese respeto por la respiración emotiva que
está en las antípodas del montaje histérico y las explosiones –más o
menos explícitas– que caracterizan al Mainstream, esa otra cara
del cine yanqui que le debemos a los grandes estudios. Esta placidez comulga
con un dedicado, ajustado elenco encabezado por un puñado de actrices de
renombre que, interesadas en el proyecto, se involucraron por mucho menos de
lo que acostumbran cobrar.
Otros ingredientes restan. Es el caso
de cierto personaje secundario sentencioso y altisonante (nada sutil); de
cierta situación trágica que se estira con el fin de exprimir lágrimas
fáciles; de la abundancia de diálogos (juraría que el inefable Gabo
metió la mano allí), en los que el guión deposita una excesiva cuota de
confianza. Y hasta cierto punto, de la propia estructura narrativa, que
vuelve sobre el esquema coral tantas veces transitado por el cine indie
(Tus amigos y vecinos, Felicidad, Magnolia y sigue la
lista, que incluye a unas cuantas de Robert Altman). Media docena de
mujeres, una ciudad que no podía ser otra que Los Angeles, y unos lazos
tenues que oportunamente las conectan. Pero los lazos son demasiado tenues,
y la estructura coral no llega a justificarse plenamente. Más allá de la
entrega de las intérpretes, uno termina preguntándose si no hubiera sido
mejor concentrarse en menos historias, para desarrollarlas con más
consistencia y profundidad.
Con sólo mirarte reviste la
forma de un film por capítulos, cada uno de los cuales tiene a alguna de
aquellas mujeres en el centro. La doctora Keener (Glenn Close) es una de
esas personas sólidas y exitosas por fuera pero frustradas y solitarias, o
cuanto menos incompletas, por dentro. No ha tirado la toalla
aún, y eso es algo que la serena y luminosa presencia de Close hace notar
de maravillas. Nada maravilloso, en cambio, es el hecho de que la
exposición de la incompletud de la doctora haya quedado librada al
parloteo de una joven tarotista (Calista Flockhart, protagonista a su vez
del último capítulo de la narración). ¡Cuánto más provechoso hubiera
sido poner a Close en movimiento, y no a esta muchachita a hablar
mientras le tira las cartas!
Rebecca (Holly Hunter) es la gerenta
de un banco. No es menos "exitosa" que la doctora pero también
está incompleta, y es hora de apuntar que la falta de pareja, o de lo que
se conoce como pareja estable, es uno de los denominadores comunes de
nuestras féminas. Rebecca no está completamente sola, pero ese hombre
casado con el que sostiene un ya duradero romance no parece satisfacerla del
todo. (Acaso porque no la ama tanto como ella a él, aunque esto es algo que
queda en penumbras por decisión explícita del director, que confinó las
procesiones interiores de los hombres a un discreto –y respetable–
segundo plano.) El aporte de Hunter vuelve a ser de cuerpo y alma,
sobrecogedor, muy intenso. Verla llorar mientras se apoya en un arbusto vale
más que mil palabras de las que se pronuncian antes y después de aquella,
la mejor escena de la película. Incluidas las de la vagabunda que le manguea
fuego y cigarrillos a Rebecca para soltarle, a cambio, invectivas de tono
moralizante que aspiran –entendí yo– a expresar reproches que la propia
Rebecca se formula, aunque los lleva muy escondidos dentro de sí. Acá
también surge la impresión de que no se pudo o se supo traducir esa
informarción en acciones, con el agravante de que la ciruja y sus palabras
parecen salidas de otro film, no precisamente independiente. La breve
estancia en pantalla de Rebecca no le impide encarar un affaire
circunstancial con uno de sus empleados, formidablemente interpretado por un
hombre cuya soltura y espontaneidad evocan las de ciertos personajes de un
maestro en la materia: Eric Rohmer.
Rose (Kathy Baker) es una madre algo
mayor y divorciada. Su soledad aparece sutilmente escamoteada por el
efectivo vínculo que la liga con su hijo, un púber con el que conversa
más o menos amistosamente. Pero ya lo dijo Norman Bates en Psicosis:
un hijo es un pobre sustituto de un amante. Una alternativa más corpórea
para Rose se presenta cuando un hombre solo se muda a la casa contigua. Esto
también es rohmeriano: suavemente, sin ningún apuro, la condición
de "candidato" de ese hombre apenas se insinúa. Está en el
espectador –como en Rose– la posibilidad de descubrirla o no. Que este
tipo sea un enano (literalmente, tipo circo) no sé si está del todo bien.
Cierto es que aporta "color" y algo de morbo, especialmente por el
lado del púber, pero no deja de resultar un dato innecesario, gratuito y,
valga la redundancia, trunco. Claro que, por otra parte, lo del enano está
muy bien. Quiero decir que él actúa muy bien.
A Carol (Cameron Díaz) no parecen
faltarle hombres; lo que le falta es vista. Completamente ciega vive, junto
a su hermana policía (Amy Brenneman, otra cara habitual de la galería indie),
y nos permite apreciar una vez más su enorme ductilidad interpretativa. A esta
altura, lo único que le falta a Cameron es hacer de zombie (ya lo va a
hacer, acuérdense). Por lo demás, esta veta no ofrece gran cosa: en cuanto
exploración de los prejuicios ante la discapacidad se queda casi tan corta
como la que nos llevó al chiquitín. El capítulo más flojo es el
que animan la tarotista de marras y su amiga-amante (Valeria Golino), que
está en las diez de última por causa del Sida. Acá se invoca el moco
inevitable al que aludí al comienzo. La agonía está inconclusa, es larga, y
apenas la matiza el contrapunto de las conversaciones triviales, cotidianas,
que no son poco en el marco de una enfermedad terminal, pero tampoco
alcanzan. Este episodio es el que menos se mueve de todos.
En el epílogo, al que no le faltan
trazos rosas, varias de las historias vienen a cerrarse. El problema es que
se cierran un poquito apretujadamente. Como esas valijas armadas de apuro
sobre la hora de los viajes.
Guillermo Ravaschino
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