“Ya vas a ver
cuando vos seas padre/madre...” es la frase que históricamente los padres
y/o madres del mundo han usado para concluir con sus hijos discusiones que
de otro modo se harían interminables. El protagonista de esta película
descubre, a través de la experiencia, qué es eso que se ve cuando uno es
padre/madre, y ese hecho lo habilita a considerar de otra manera los errores
cometidos por su viejo.
Ariel Perelman ha alcanzado cierta madurez, y ahora es abogado, esposo, y
padre de Gastón, un nene de dos años y medio. A su vez, sigue siendo hijo:
la figura del padre que en El abrazo partido sólo era nombrada y
aparecía sobre el final, aquí está presente desde el principio. Perelman
padre también es abogado, pero a diferencia del otro –que se dedicó a
enseñar y “a la justicia”–, éste lleva juicios, recorre Tribunales y
adiestra testigos con la solvencia de un auténtico baqueano.
Daniel Burman cierra la trilogía que inició con Esperando al Mesías,
continuó con El abrazo partido y concluye ahora, con Derecho de
familia, su película más lograda hasta el momento. Si bien no enhebran
una misma historia, las tres tienen en común a su protagonista, Ariel, que
puede cambiar de apellido y circunstancia, pero conserva la apariencia, la
neurosis y el modo de hablar de Daniel Hendler (ya casi un alter ego del
director). La religión, o mejor dicho, la relación del protagonista con su
herencia judía, no es presentada aquí de manera explícita, aunque sí en las
dos anteriores.
Burman reedita algunos aciertos de El abrazo...: la voz en off de
Hendler como narrador, la calidad de los diálogos (ahora no figura en los
créditos el escritor Marcelo Birmajer, que había colaborado en la anterior),
el tono costumbrista. Como a veces se advierte en las películas de algunos
realizadores argentinos de su generación, no hay esnobismo en el cine de
Burman (incluso hay algunos que lo acusan de cierta demagogia). Con el
tiempo, ha elegido hablar de lo que conoce, un rasgo que comparte con
Lucrecia Martel, aunque a simple vista no se trate de autores afines. Esto
ayuda a que sus personajes aparezcan completos, reconocibles, inclusive los
que participan en unas pocas escenas.
Otro acierto que se repite es la sensibilidad para presentar una Buenos
Aires más cercana a la real que a la turística, mostrada a partir de unos
recorridos individuales que evocan esa “ciudad personal” que configuramos
cada uno de sus habitantes. Si los anteriores films estaban ambientados en
el barrio de Once, el escenario de éste son las calles que circundan los
Tribunales.
Pero el mayor mérito de esta buena película –que tiene momentos de humor, de
emoción y de drama– es el cuidado trabajo sobre los vínculos que Ariel
entabla con las personas más importantes para él: su padre, su hijo Gastón
(que es interpretado por el hijo de Burman) y su mujer, Sandra,
personificada con inteligencia y economía de recursos por Julieta Díaz.
María Molteno
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