Puntillosamente elaborada, la receta de El día final se nutre de ingredientes y
retazos de docenas de films en los que el Diablo metió la cola. De la espantosa El
abogado del Diablo toma muchas ideas de diseño de arte y algunos diálogos;
de la excelente Vampiros, de John Carpenter, un puñado de rasgos estructurales,
empezando por la Iglesia como un socio más o menos conflictivo a la hora de concretar la
cacería; de la genial El día de la bestia, de Alex de la Iglesia, la puesta en
escena de más de un ritual satánico. Y siguen las firmas. Lo demás es lo de siempre:
citas y más citas (a otros films, no ya diabólicos), efectos especiales
alucinantes, personajes con poco o nulo espesor psicológico, incoherencias a granel,
escasas emociones y algunos pocos sobresaltos.
Arnold Schwarzenegger es Jericho Cane,
un ex policía que se gana la vida como guardaespaldas. Gabriel Byrne es el Diablo, o
mejor dicho: un banquero cuyo cuerpo es usurpado por el Maléfico para pasar inadvertido.
La historia transcurre durante los últimos días de 1999 y viene más o menos así:
Lucifer vino a la Tierra para fornicar. No con cualquiera ni en cualquier momento. Tiene
que ser con Christine York (inexpresiva Robin Tunney), una chica de veinte años a la que
vimos nacer durante el prólogo, en el marco de alocadas teorías discutidas por el
mismísimo Papa (más próximo de la comedia involuntaria que de la gravedad buscada) con
los jerarcas eclesiales. Tiene que ser en nochebuena, minutos antes de que den las doce.
En dichas condiciones, la consumación sexual desencadenaría el Apocalipsis, el Diablo
empezaría a reinar... y Arnold dejaría el cine para siempre. El héroe, pues, será el
primer interesado en impedir el coito. ¿Y qué mejor aliado que la Iglesia para tan
sagrado fin?
Salvando las distancias (en primer
lugar la que separa al talentoso James Cameron del rutinario "artesano" Peter
Hyams), Schwarzenegger se la pasa haciendo más o menos lo mismo que en Terminator 2:
oficiar de baby sitter ultrapoderoso. De aquí para allá con esa muchacha que, dicho sea
de paso, en su nombre lleva inscripto el nombre del hijo de Dios, y en su apellido... a la
"ciudad que nunca duerme" (¿en qué otro lugar podía transcurrir una película
como esta?). Por si las referencias bíblicas fueran poco obvias, el nombre del protector
podría traducirse como... ¡Jericó Caín!
La lucha es larga, y mucha. Por
momentos la jalonan frases que recuerdan a los evangelistas de plaza. "El mejor truco
del Diablo es hacernos creer que no existe", dice un sacerdote sabio por ahí. Otras
veces, las inconsistencias. ¿Cómo puede ser que Lucifer deje vivir a Jericho en
circunstancias en las que cualquier otro, mucho menos malo, lo hubiera liquidado? En fin.
Hay un oasis de intensidad e ingenio durante cierta charla de Cane con el Maligno.
Todavía esperanzado, éste intenta ganarlo para su causa hablándole de las miserias del
mundo, de la responsabilidad de Dios (señala arriba, sin nombrarlo) y abogando por un cambio
de gerencia que a esta altura del partido no del film sino del mundo
suena por lo menos atendible (¿o no?). Estas líneas son las más sólidas, lúcidas y
elocuentes de toda la película.
Pero ¡Diablos! es difícil
convencer a Arnold.
Guillermo Ravaschino
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