"Elefante blanco" es la
metáfora de algo inusual, vistoso, deslumbrante, pero a la vez inútil y
perjudicial.
Elefante
Blanco es el nombre popular que, a falta de uno oficial, designa las ruinas del que iba a
ser "el hospital más grande de Latinoamérica", según cierto proyecto puesto
en marcha en la década de 1930. No llegó a ser el más grande, ni a hospital,
porque la obra nunca se concluyó. Pero el gigantesco esqueleto de hormigón,
de 12 pisos y otros tantos cuerpos, se yergue desde entonces en medio de la
porteña villa 15 de Lugano, también conocida como Ciudad Oculta.
Elefante
blanco es el séptimo
largometraje de Pablo Trapero, y está planteado como un homenaje,
ambientado en el presente, al cura villero por antonomasia: el padre Carlos
Mugica, asesinado a sangre fría (dicen que por el jefe operativo de la
Triple A en persona) el 11 de mayo de 1974. El homenaje es integral:
implícito en las acciones y en los personajes; explícito en la dedicatoria
final. Y viene envuelto en un paquete de "drama de acción y gran producción"
como se han visto pocos por estas latitudes. Hablo de algo inusual, vistoso, deslumbrante.
Mugica
militó en la villa 31 de Retiro, donde fundó y presidió la parroquia
"Cristo Obrero". Trapero tuvo a su disposición muchos sectores de esta villa, hoy en día menos peligrosa y más cinematográfica (por su
distribución espacial) que muchas otras. Y allí filmó. Pero también filmó
muchas escenas en Ciudad Oculta, porque no pudo sustraerse
–declaró– a la
connotativa efigie del mencionado edificio a medio terminar, según él
emblemático de lo que pudo ser, pero no fue, nuestra sufrida República. Y es
curioso, porque también hizo saber que la mentada mole ni siquiera aparecía
en la formulación original de su película, y ahora vemos que es la que
termina dando al film el nombre y el afiche (aparece en todos sus posters).
No sabemos qué llevó a Trapero a encajetarse tanto con el Elefante
Blanco de Ciudad Oculta, pero si nos asomamos a las consecuencias veremos
que tal cosa no ha ocurrido en beneficio del film.
Entre las
numerosas licencias que se toma el cine para intensificar sus narraciones,
la de condensar espacio ocupa su buen lugar: si Mugica hubiese
actuado en tres villas, no habría estado mal concentrarse en una sola de
ellas en bien de la unidad espacial, del pulso del relato. Borracho con su
Elefante Blanco, Trapero hizo lo contrario: filmó en dos villas, la posta
y la del poster, y montó las tomas de tal manera
que no termina de saberse, de sentirse, en cuántas villas transcurre la
historia. Esta sensación confusa, distractiva, molesta, no sólo proviene de la interrelación de las imágenes, es decir
de planos que no
se pegan, sino del hecho de que el edificio fantasmal de Ciudad Oculta
y la villa 31 de Retiro son iconos demasiado presentes: sabemos dónde están,
y sabemos que no están en el mismo sitio. Llama un poco la atención que una
película de 4 millones de dólares no haya reparado en semejante gaffe
(¿habrá estado tan pensada en función del "mercado extranjero"?).
Mugica fue
un hombre de acciones y de palabras. Más acá de su conflictiva relación con el ala izquierda del peronismo, se definía
clara y públicamente como socialista, como revolucionario, como enemigo de
los intereses oligárguicos encarnados en la cúpula eclesial (por eso, dicho
sea de paso, no lo mataron de casualidad como parece sugerir esta película,
sino que lo fueron a buscar para asesinarlo expresamente). Su émulo en la
ficción, el padre Julián interpretado por Ricardo Darín, carece de todos
aquellos rasgos, y transita en cambio los carriles de la caridad cristiana. ¿Será que
el socialismo y la revolución ya pasaron de moda?
Si así fuere, honesto habría sido no homenajear a
Mugica, sino a cualquier otro.
El padre
Julián tiene dos
fieles adláteres: Luciana, una asistente social encarnada por Martina Gusmán
(ya no se habla de asistentes sino de trabajadores sociales, pero aquí los
nombran a la vieja usanza como haciendo hincapié en esa concepción no
revolucionaria, sino asistencialista, del trabajo sobre las villas), y
Nicolás, un cura joven con acento francés encomendado al belga Jeremie
Renier. El "diseño de
arte" también nos dice mucho acerca de este tipo de cine, y de
la clase de homenajes que prohíja:
la base de operaciones de
Julián, Luciana y Nicolás
es un cómodo bunker en planta
alta, que balconea a la villa habilitando una excelente vista, bien desde
arriba, de todo el
lugar. Claro que Julián
y compañía no sólo se sitúan por encima de los humildes en términos
arquitectónicos; entre sus principales tareas está la de supervisar la
construcción de unas viviendas en el ámbito villero, así que funcionan como
capataces de obrador. Y cuando la plata de los jornales no llega y los
obreros se inquietan, los instan a que sigan trabajando con el argumento
inefable: "tengan fe". El
padre Julián también opera como intermediario ante los niveles superiores de
la Iglesia, donde acude para reclamar esos dineros faltantes. Allí le
sugieren lo mismo que él a sus obreros: que espere, que tenga fe, porque de la
intendencia, o de la gobernación, finalmente mandarán la plata. Esto último es revelador,
porque cuanto más encumbradas son las responsabilidades, más indeterminados
y difusos
son los actores sociales. No sabremos nunca si es el
gobernador o el intendente quien distrae los fondos, pero tampoco sabremos
quiénes son, o cómo se mueven estos funcionarios, porque nunca aparecen ni aparece nadie que los
llame por su nombre, que los interpele, que los escrache. De partidos
políticos, ni hablar. Volviendo a nuestro sacerdote protagónico: lo suyo no es
organizar a los desposeídos contra los poderosos, ni representarlos siquiera, sino
desempeñarse como amortiguador social; calmar zozobras, contener la furia de abajo
mientras todo sigue más o menos como venía. Si algo faltaba, las
escenas en el Obispado le lavan la cara a la jerarquía local de la Iglesia
Católica Apostólica Romana (continuadora de la que hiciera carne y
uña con la dictadura asesina), presentando a sus autoridades máximas como
unas gentes bienintencionadas, incluso más razonables que el protagonista:
no habiendo revolucionarios a la vista, el obispo, muy centrado, en un
momento le espeta: "¿Qué querés que hagamos, Julián?" Mucho más tarde, cuando
las papas queman porque el villerío
–pese a la contención
cristiana– se subleva, el obispo muestra su hilacha reaccionaria: "Esta cosa
ha sido armada por punteros políticos", le dice a Julián... quien calla
y otorga. Esta forzada complacencia se une a
balbuceantes actuaciones secundarias para hacer que las escenas en el
Obispado desentonen con el resto del relato,
porque ya no evocan un cine de tipo hollywoodense (gran producción verista) sino la
hipocresía acartonada, inverosímil de ciertos programas televisivos.
Lo que
convierte a este film en un auténtico "elefante blanco" es todo aquello,
sumado a las inusitadamente numerosas líneas que abarca pero no desarrolla,
que toca pero no profundiza: el drama de los pibes paqueros, el tema de los
narcos villeros, los conflictos en torno
del celibato, y hasta una enfermedad terrible que vuelve a ser jugada como
golpe bajo sentimental. También su torpe, atolondrada resolución: un
torbellino de planos que acusa la evidente intención de culminar con tiros,
muerte y "clima de enfrentamiento de masas", aun a costa de los ritmos
de la narración, de los tiempos de la historia y de una mínima coherencia
dramática.
Semejante mamotreto sólo inspiraría bronca si no fuese porque lo dirigió
Pablo Trapero, quien venía de sacar carnet de autor de género con su
largometraje previo, Carancho, un policial valiente y encomiable de
hace apenas dos años. Elefante blanco, pues, también provoca
tristeza.
Guillermo Ravaschino
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