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ELEFANTE BLANCO

Argentina, 2012


Dirigida por Pablo Trapero, con Ricardo Darín, Jeremie Renier, Martina Gusmán.



"Elefante blanco" es la metáfora de algo inusual, vistoso, deslumbrante, pero a la vez inútil y perjudicial.

Elefante Blanco es el nombre popular que, a falta de uno oficial, designa las ruinas del que iba a ser "el hospital más grande de Latinoamérica", según cierto proyecto puesto en marcha en la década de 1930. No llegó a ser el más grande, ni a hospital, porque la obra nunca se concluyó. Pero el gigantesco esqueleto de hormigón, de 12 pisos y otros tantos cuerpos, se yergue desde entonces en medio de la porteña villa 15 de Lugano, también conocida como Ciudad Oculta.

Elefante blanco es el séptimo largometraje de Pablo Trapero, y está planteado como un homenaje, ambientado en el presente, al cura villero por antonomasia: el padre Carlos Mugica, asesinado a sangre fría (dicen que por el jefe operativo de la Triple A en persona) el 11 de mayo de 1974. El homenaje es integral: implícito en las acciones y en los personajes; explícito en la dedicatoria final. Y viene envuelto en un paquete de "drama de acción y gran producción" como se han visto pocos por estas latitudes. Hablo de algo inusual, vistoso, deslumbrante.

Mugica militó en la villa 31 de Retiro, donde fundó y presidió la parroquia "Cristo Obrero". Trapero tuvo a su disposición muchos sectores de esta villa, hoy en día menos peligrosa y más cinematográfica (por su distribución espacial) que muchas otras. Y allí filmó. Pero también filmó muchas escenas en Ciudad Oculta, porque no pudo sustraerse declaró a la connotativa efigie del mencionado edificio a medio terminar, según él emblemático de lo que pudo ser, pero no fue, nuestra sufrida República. Y es curioso, porque también hizo saber que la mentada mole ni siquiera aparecía en la formulación original de su película, y ahora vemos que es la que termina dando al film el nombre y el afiche (aparece en todos sus posters). No sabemos qué llevó a Trapero a encajetarse tanto con el Elefante Blanco de Ciudad Oculta, pero si nos asomamos a las consecuencias veremos que tal cosa no ha ocurrido en beneficio del film.

Entre las numerosas licencias que se toma el cine para intensificar sus narraciones, la de condensar espacio ocupa su buen lugar: si Mugica hubiese actuado en tres villas, no habría estado mal concentrarse en una sola de ellas en bien de la unidad espacial, del pulso del relato. Borracho con su Elefante Blanco, Trapero hizo lo contrario: filmó en dos villas, la posta y la del poster, y montó las tomas de tal manera que no termina de saberse, de sentirse, en cuántas villas transcurre la historia. Esta sensación confusa, distractiva, molesta, no sólo proviene de la interrelación de las imágenes, es decir de planos que no se pegan, sino del hecho de que el edificio fantasmal de Ciudad Oculta y la villa 31 de Retiro son iconos demasiado presentes: sabemos dónde están, y sabemos que no están en el mismo sitio. Llama un poco la atención que una película de 4 millones de dólares no haya reparado en semejante gaffe (¿habrá estado tan pensada en función del "mercado extranjero"?).

Mugica fue un hombre de acciones y de palabras. Más acá de su conflictiva relación con el ala izquierda del peronismo, se definía clara y públicamente como socialista, como revolucionario, como enemigo de los intereses oligárguicos encarnados en la cúpula eclesial (por eso, dicho sea de paso, no lo mataron de casualidad como parece sugerir esta película, sino que lo fueron a buscar para asesinarlo expresamente). Su émulo en la ficción, el padre Julián interpretado por Ricardo Darín, carece de todos aquellos rasgos, y transita en cambio los carriles de la caridad cristiana. ¿Será que el socialismo y la revolución ya pasaron de moda? Si así fuere, honesto habría sido no homenajear a Mugica, sino a cualquier otro.

El padre Julián tiene dos fieles adláteres: Luciana, una asistente social encarnada por Martina Gusmán (ya no se habla de asistentes sino de trabajadores sociales, pero aquí los nombran a la vieja usanza como haciendo hincapié en esa concepción no revolucionaria, sino asistencialista, del trabajo sobre las villas), y Nicolás, un cura joven con acento francés encomendado al belga Jeremie Renier. El "diseño de arte" también nos dice mucho acerca de este tipo de cine, y de la clase de homenajes que prohíja: la base de operaciones de Julián, Luciana y Nicolás es un cómodo bunker en planta alta, que balconea a la villa habilitando una excelente vista, bien desde arriba, de todo el lugar. Claro que Julián y compañía no sólo se sitúan por encima de los humildes en términos arquitectónicos; entre sus principales tareas está la de supervisar la construcción de unas viviendas en el ámbito villero, así que funcionan como capataces de obrador. Y cuando la plata de los jornales no llega y los obreros se inquietan, los instan a que sigan trabajando con el argumento inefable: "tengan fe".  El padre Julián también opera como intermediario ante los niveles superiores de la Iglesia, donde acude para reclamar esos dineros faltantes. Allí le sugieren lo mismo que él a sus obreros: que espere, que tenga fe, porque de la intendencia, o de la gobernación, finalmente mandarán la plata. Esto último es revelador, porque cuanto más encumbradas son las responsabilidades, más indeterminados y difusos son los actores sociales. No sabremos nunca si es el gobernador o el intendente quien distrae los fondos, pero tampoco sabremos quiénes son, o cómo se mueven estos funcionarios, porque nunca aparecen ni aparece nadie que los llame por su nombre, que los interpele, que los escrache. De partidos políticos, ni hablar. Volviendo a nuestro sacerdote protagónico: lo suyo no es organizar a los desposeídos contra los poderosos, ni representarlos siquiera, sino desempeñarse como amortiguador social; calmar zozobras, contener la furia de abajo mientras todo sigue más o menos como venía. Si algo faltaba, las escenas en el Obispado le lavan la cara a la jerarquía local de la Iglesia Católica Apostólica Romana (continuadora de la que hiciera carne y uña con la dictadura asesina), presentando a sus autoridades máximas como unas gentes bienintencionadas, incluso más razonables que el protagonista: no habiendo revolucionarios a la vista, el obispo, muy centrado, en un momento le espeta: "¿Qué querés que hagamos, Julián?" Mucho más tarde, cuando las papas queman porque el villerío pese a la contención cristiana se subleva, el obispo muestra su hilacha reaccionaria: "Esta cosa ha sido armada por punteros políticos", le dice a Julián... quien calla y otorga. Esta forzada complacencia se une a balbuceantes actuaciones secundarias para hacer que las escenas en el Obispado desentonen con el resto del relato, porque ya no evocan un cine de tipo hollywoodense (gran producción verista) sino la hipocresía acartonada, inverosímil de ciertos programas televisivos.

Lo que convierte a este film en un auténtico "elefante blanco" es todo aquello, sumado a las inusitadamente numerosas líneas que abarca pero no desarrolla, que toca pero no profundiza: el drama de los pibes paqueros, el tema de los narcos villeros, los conflictos en torno del celibato, y hasta una enfermedad terrible que vuelve a ser jugada como golpe bajo sentimental. También su torpe, atolondrada resolución: un torbellino de planos que acusa la evidente intención de culminar con tiros, muerte y  "clima de enfrentamiento de masas", aun a costa de los ritmos de la narración, de los tiempos de la historia y de una mínima coherencia dramática.

Semejante mamotreto sólo inspiraría bronca si no fuese porque lo dirigió Pablo Trapero, quien venía de sacar carnet de autor de género con su largometraje previo, Carancho, un policial valiente y encomiable de hace apenas dos años. Elefante blanco, pues, también provoca tristeza.

Guillermo Ravaschino      

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