Un cielo impecable que
poco a poco se tiñe de negro, un vaticinio de tormenta. Un día otoñal en
algún lugar de Norteamérica, quizá Portland. Un colegio secundario sin
particularidades, un lugar donde el microcosmos adolescente adquiere forma y
dimensión. Jóvenes en constante movimiento –nada permanece quieto–, charlas,
fotos, encuentros, la cotidianidad manifiesta. Pero como toda normalidad,
ésta también es vulnerable, susceptible. De esta materia se nutren las
tragedias y todo esto se fusiona en Elephant, última obra de Gus Van
Sant.
Este nuevo
proyecto del director de Todo por un sueño sienta sus bases en la
masacre de Columbine (donde dos estudiantes asesinaron a trece compañeros),
un hecho que conmocionó a Estados Unidos y al que Michael Moore dedicó su
documental Bowling For Columbine. Pero allí donde este último buscaba
causas y soluciones mediante comparaciones y cierto revisionismo histórico,
Van Sant opta por la interrogación. Como un Bergman sin el componente
trascendental, mucho más terrenal y periodístico, el film plantea preguntas
que no pretende dilucidar ni responder certeramente. Aquí el peligro no
remite a relaciones causa-efecto, ni se reparten culpas a discreción. La
violencia responde a una dialéctica más compleja: al deseo de destrucción, a
la apatía y al odio como gélida arma asesina.
No es la
primera vez que este cineasta arma un proyecto en torno de la juventud.
Desde sus inicios, Van Sant se transformó en una de las voces más destacadas
del cine independiente estadounidense, siempre al borde de la
experimentación. Luego del éxito de su inhallable opera prima Mala noche
vinieron sus dos obras más logradas: Drugstore Cowboy (en nuestro
país editada en video con el desatinado título de Los marginados 2,
tras un film de Coppola de 1983, The Outsiders, que aquí vino a
llamarse Los marginados) y una particular transposición de
Shakespeare: Mi mundo privado.
Después de
varios años que incluyeron películas fallidas y coqueteos con el cine
oficial, llegó Gerry, que ofició de bisagra dentro de su
filmografía y en la cual combinó minimalismo, una puesta ascética y el uso
sistemático de travellings. Conceptos que ayudaron a la idea de este film,
aunque con otra intención.
Elephant
es un film de
itinerarios, de largos pasillos recurrentes por donde transita un puñado de
personas. A partir de cada una de ellas se adoptan los puntos de vista.
Mediante el uso del steadicam se produce el seguimiento de los
alumnos en largos planos que unen espacios (interiores-exteriores) y en los
que cada cual va delineándose.
Lejos de
los estereotipos, sin sensacionalismo y con mucho de improvisación, la
mirada documentalizante deambula y saca a la luz las relaciones y los
conflictos que definen a los personajes. El acierto reside en no utilizar
dichos conflictos como justificación del desastre. Esto implica apartarse de
(pre)juicios que hubieran afectado el sentido que persigue el film y
promovido soluciones facilistas e inexactas. El efecto de normalidad
se despliega a partir de la puesta en escena y de la elección de auténticos
estudiantes secundarios que, además, utilizan sus verdaderos nombres.
Incluso en el último tramo de la película, cuando la masacre toma forma, el
distanciamiento no pone en juego su carácter. Pleno de crudeza y frialdad,
el epílogo propone presenciar cada momento, pero alterna el punto de vista
de ambos asesinos, Eric y Alex, con el de otros protagonistas. Y así
habilita una mirada doble, desde los verdugos y las víctimas, sobre la
tragedia y sus efectos.
A
primera vista Elephant
se evidencia como un ejercicio de estilo, pero también es un film
realizado desde la preocupación. La preocupación de la incertidumbre, de la
futilidad de toda causa y de saber que la demencia remite a la casualidad y
al malentendido, cuando no al triste hábito de vivir en sociedad.
Bruno Gargiulo
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