Arranca Enemigos públicos y ya uno
puede darse cuenta de que está asistiendo a una película de Michael Mann.
Todo comienza in media res, en medio de los acontecimientos, dejando
que los personajes se vayan presentando a través de sus acciones. La puesta
en escena –en una filmación con una textura de documental, en formato
digital y con cámara en mano– va construyendo con un puñado de certeros
trazos la rutina carcelaria, que estalla por los aires con el escape de unos
convictos.
Lo que cuenta Mann, como siempre, es un
trozo de la vida de un protagonista. En este caso, ese frenético año y medio
en el cual John Dillinger (Johnny Depp), a comienzos de los años treinta, en
plena era de la Gran Depresión, asaltó numerosos bancos y fue el hombre más
buscado por el gobierno, que destinó la misión de atraparlo al agente
federal Mervin Purvis (Christian Bale), un discípulo de J. Edgar Hoover
(Billy Crudup). Mann no se limita a escenificar una serie de asaltos y
tiroteos; tampoco a idealizar la figura del ladrón (por más que estos
componentes estén siempre revoloteando, de distintas formas). Configura una
ambiciosa pieza cinematográfica, con múltiples resonancias políticas,
estéticas y narrativas, no siempre llevadas a buen puerto, pero que igual
dejan lugar para el apasionamiento y la polémica.
El realizador utiliza la cámara digital como
un dispositivo de apertura a un género como el gangsteril, cuya
representación ha estado siempre caracterizada por el artificio. Su film
dialoga con películas de los treinta, como Scarface, pero también con
exponentes más recientes, como la versión cinematográfica de Los
intocables. Y plantea claramente un contrapunto entre el artificio y el
naturalismo que, hay que decirlo, no siempre resulta fructífero.
Porque es cierto que la experimentación
digital de Mann permite avizorar, entre otras cosas, la Gran Depresión y
relacionarla con la actual crisis económica, entablando paralelismos entre
el nacimiento del FBI y el Acta Patriótica (dos entidades nacidas
supuestamente para brindar seguridad a los ciudadanos, pero convertidas en
instrumentos de opresión y represión); las nociones de espectáculo y
mediatización; el nacimiento de las telarañas criminales urbanas, ahora
consolidadas y expandidas; el surgimiento de las corporaciones mafiosas, muy
parecidas a las corporaciones legales de la actualidad. Se pueden encontrar
numerosos elementos ya presentes en los anteriores films de este cineasta,
alguien que ya desde hace rato viene citando su propia obra, como revisando
–ya que no repitiendo– sus películas una y otra vez, buscando siempre algo
nuevo en ellas. Es por eso que aparecen ciudades que tras su velo glamoroso
esconden historias de violencia y horror (como en Colateral o
Miami Vice); profesionales de los que ya quedan pocos, esos que
desarrollan sentimientos de empatía más allá del bando en que se
encuentren (como en Fuego contra fuego o Cazador de hombres);
un Estado inoperante hasta en su mayor eficacia, que persigue al que se
revela (como en Alí); jefes corporativos que utilizan métodos que,
tanto fuera como dentro de la ley, se asemejan (como en El informante).
Pero también es cierto que el clasicismo
aplicado a buena parte de las secuencias que involucran el romance (y acá
entra el personaje de Billie Frechette, interpretada por Marion Cotillard,
ganadora del Oscar por su rol de Edith Piaf en La vida en rosa) se
revela forzado y a contramano de la actualidad que transmite el resto
de las imágenes. Algo parecido se puede afirmar del paralelismo sugerido
entre la figura de Dillinger y la del héroe gansgteril del cine a partir de
una cita a Manhattan Drama (protagonizada por Clark Gable), que peca
de obviedad al exponer el status de estrella cuasi hollywoodense alcanzado
por un criminal, supuestamente enemigo público Nº 1, dentro del imaginario
popular.
Donde la perspectiva referida al género y la
época definitivamente funciona es en las escenas de violencia. Los tiroteos,
golpes y muertes en el cine de Michael Mann no buscan la mera
espectacularidad, sino trasferir el impacto del cuerpo de los protagonistas
hacia el espectador. Los disparos duelen, la sangre es vista como
consecuencia de los actos de crueldad, cada herida importa, tiene un
sentido. De ahí que la secuencia de la refriega nocturna en la cabaña esté
llamada a persistir en la memoria, aun en la piel, de quien la contemple.
Romántico como pocos,
Mann reflexiona, analiza y cuestiona en forma permanente el rol desempeñado
por ese outsider que fue Dillinger, un tipo tan al margen de la ley,
tan esquivo a los códigos capitalistas y del sistema de gobierno que, a
pesar de ser buscado obsesivamente por todas las fuerzas policíacas, era
invisible para ellos, incluso a tal punto que era capaz de entrar en una
comisaría sin ser visto. Enemigos públicos retrata la figura del
marginal como un Otro absoluto, indistinguible para la sociedad
“respetable”, alguien que no puede ser advertido físicamente –por más que
esté frente a los ojos de quien lo busca– porque se diferencia moral, ética
e incluso espiritualmente. Y el director de El último de los mohicanos
(otra película sobre el fin de una era y de una forma de vida) se hermana
con este personaje suyo, porque se reconoce, en su pulsión permanente por
esquivar las fórmulas vacías, como un marginal dentro del sistema
hollywoodense actual, donde mandan el marketing y las recetas de probado
éxito. Como Dillinger, es evidente que Mann va a morir en su ley.
Rodrigo Seijas
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