“Las películas son
una conspiración” es una de las mejores líneas de diálogo que se han escrito
sobre el cine y para el cine. La dice Gena Rowlands en Minnie and
Moskowitz, de John Cassavetes. Polanski, que dirigió a Cassavetes en
El bebé de Rosemary, debe estar de acuerdo con ella, porque gran parte
de sus películas tratan sobre individuos inmersos en redes conspirativas de
proporciones cósmicas, en las que no pocas veces está involucrado el
mismísimo Demonio. Pero como El escritor oculto está más cerca del
policial que del terror, aquí el Demonio es Mujer aunque, a fin de cuentas,
la identidad sexual última de la conspiración es indescifrable por múltiple.
Me dirán que la película identifica claramente a una serie de personajes con
instituciones y dobles de la vida real, pero lo cierto es que
Polanski arma un orden ficticio perfecto y cerrado que no incide en modo
alguno sobre el exterior. La CIA y los Estados Unidos quedan muy mal
parados, el Adam Lang de Pierce Brosnan es una sombra de Tony Blair, pero
nada de eso importa mucho, quizá porque ya todos sabemos que el mercado
incorpora a su engranaje todo gesto subversivo y lo mella hasta hacerlo
funcional a sus intereses. Lo que queda, entonces, es un excelente thriller
anacrónico, por más que mencione a Irak y transcurra en el presente.
Anacrónico porque huele a Hitchcock y al cine de espías filmado durante la
Guerra Fría, porque muestra aviones de verdad y otros de utilería para minar
la ilusión mimética, porque su sarcasmo es brillante, porque está poblado de
actores adultos que llenan la pantalla con sus cuerpos y sus voces (los 5
minutos de John Belushi que hacen pensar en Rod Steiger, la malicia sensual
de Olivia Williams que pervierte el recuerdo que teníamos de ella como la
maestra de Rushmore, el culo de Kim Cattrall bajo la ceñida pollera
de secretaria, el autocrítico encanto de Brosnan, la frialdad cínica de
Timothy Hutton: una galería de no estrellas formidables por su cercanía),
porque no se deja formatear por la moda tecnológica, porque presenta
personajes y situaciones concretas, porque su eficacia narrativa es la más
política actitud que un director puede manifestar trabajando dentro del
contexto corporativo del cine actual (Polanski, igualmente, ha sido siempre
un desubicado: desertor del realismo socialista, desclasado del clasicismo
que flirtea con las oscuridades de la contracultura sin salirse de la
industria, perverso confeso, chivo expiatorio del puritanismo político,
eterno extraditado, polaco errante).
El del título original no es un escritor oculto sino un ghost writer:
escritor fantasma, artista por encargo, amanuense contratado para redactar
las memorias orales de un ex primer ministro británico que se ve abandonado
por sus pares cuando está a punto de ser llevado ante el Tribunal de La
Haya. Lo fantasmal no viene a título de ningún rasgo estético ni vuelta de
tuerca alguna ligada a lo fantástico, sino a la invisibilidad de alguien
que, sin participar directamente de la acción, sabe demasiado de ella pero
no puede decírselo a nadie so pena de perder algo más que su trabajo.
Polanski juega con la figura del ghost writer como representante del
espectador tironeado entre el deseo de ver mucho más allá de lo debido o
conveniente y el miedo de hacerlo. La secuencia del automóvil cuyo sistema
de ubicación –casi un piloto automático– se obstina en conducir al propio
conductor es una de las más brillantes puestas en escena de la manipulación
consentida que operan las ficciones sobre todos nosotros. Ewan McGregor va
al coche al muere y lo sabe, pero la curiosidad puede más. Zafa porque
cuenta de antemano con la sospecha de que han asesinado a su predecesor,
pero ¿por cuánto tiempo más podrá zafar? En el final, que no revelaremos,
hay ecos del último plano de La invasión de los usurpadores de cuerpos,
película paranoica por antonomasia. Y viene a revelar no sólo el peligro en
que se halla el protagonista, al fin y al cabo otra pieza prescindible más
de un rompecabezas global, sino la entera humanidad. El efectismo del
desenlace,
que puede ser criticado por su forzado nihilismo, no es otra cosa que una
convención destinada a replegar la película sobre sí misma, reteniéndola en
los estrechos límites de la ficción. Para un militante, no será otra cosa
que un signo de resignación naturalizada. Para un fatalista, la última broma
cómplice de un descreído.
Marcos Vieytes
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