Michael Moore realiza
sus films documentales con una clara intención política: el cuestionamiento
y modificación del sistema democrático –político, social y económico–
imperante en Estados Unidos. En Roger y yo analizaba los efectos
devastadores que el cierre de una planta de la General Motors había
ocasionado en Flint, su pueblo natal. En Bowling For Columbine
–ganadora del Oscar en 2003– atacó el armamentismo de los civiles en su
país, analizando el sentimiento de culpabilidad de sus conciudadanos y la
paranoia que los aqueja. Retoma ambos asuntos en Fahrenheit 9/11, su
film más ambicioso, pues dirige su mirada crítica sobre los últimos cuatro
años de la política del gobierno de los Estados Unidos, cuyas decisiones han
derivado en una guerra sin sentido aparente. Este documental escarba entre
lo que se oculta –pero no tanto– detrás de esa guerra: devela los intereses
económicos del presidente Bush y sus socios, que llevaron a las invasiones a
Afganistán e Irak, y expone sin anestesia la obra devastadora de la guerra
sobre los iraquíes y los propios estadounidenses.
Moore filma apoyado en la
convicción de que la realidad es rizomática, y establece los vínculos que
subyacen entre personajes, hechos, holdings económicos e incluso políticas
hipócritas de reclutamiento de soldados. Su film pasa de un tema a otro sin
profundizar en cada uno de ellos, pero aporta muchísima información nueva.
En todo caso, abre preguntas, plantea interrogantes y dudas que se
mantendrán en la conciencia del espectador. Se trata de un gran collage
armado con voces e imágenes vistas en la TV y otras inéditas, desgarradoras
pruebas de los abusos y humillaciones ejercidos por las tropas
norteamericanas contra civiles iraquíes, y el desengaño de esos mismos
soldados. Hay asimismo omisiones importantes: el papel de la OTAN en las
guerras es una de ellas.
El film apela a códigos más
televisivos que cinematográficos para denunciar el maquillaje de la
política: combina un activo montaje de imágenes de archivo –su tratamiento
del atentado a las torres es impactante– con el documental interactivo en el
que el propio director aparece en pantalla investigando sobre distintos
temas e incomodando a los poderosos, en los momentos más vitales de su
película. Moore manipula esa información, pero al hacerlo no se aparta de
los mecanismos del sistema que denuncia –como proceden las cadenas
televisivas–, y tiene un objetivo muy concreto: detener la guerra en Irak y
evitar que el actual presidente sea reelecto. Baste decir que en este año
crucial de elecciones presidenciales, el partido republicano ha pedido la
prohibición de Fahrenheit 9/11.
Producida por Miramax, una
división de Disney, ésta se negó a ser la distribuidora del film, el cual
reunió a más de 3 millones de espectadores en el primer fin de semana de su
estreno, en respuesta a una convocatoria que expresó así su oposición a la
guerra. Por otra parte, la película ganó la Palma de Oro en el último
Festival de Cannes con un jurado más norteamericano que europeo, en un
premio de mayor significación política que cinematográfica. Fahrenheit
9/11 resulta un fenómeno similar al de tanto cine documental nacido de
la urgencia en los últimos años en Argentina.
Michael Moore va (vuelve a
ir) contra la pretendida objetividad del documental de observación, que no
existe en los hechos. Y al mismo tiempo aporta una cuota de entretenimiento,
algo que siempre ha sido su fuerte: chistes, golpes de efecto, montajes
fotográficos, todo sirve para ridiculizar con ironía y sarcasmo al
Presidente, a sus ministros y a los miembros del Congreso. El suyo es un
documento acerca del uso y abuso del poder, y no dudamos de que tendrá
poderosas consecuencias.
Josefina Sartora
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