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FELICIDADES

Argentina, 2000


Dirigida por Lucho Bender, con Luis Machín, Gastón Pauls, Pablo Cedrón, Alfredo Casero, Marcelo Mazzarello, Silke.



El afiche de Felicidades es revelador: desde fríos balcones, hombres solos contemplan el vacío de una noche sin estrellas, atenuado por lejanos, tenues fuegos de artificio. En la ópera prima de Lucho Bender los vacíos como este abundan. No hay calor humano ni razones para ser feliz en esta Nochebuena de fin de siglo. Y ninguna otra, si las ciudades y las rutas están pobladas por personajes como los que el film nos pone enfrente.

Juan Sikora (Luis Machín, miembro del Sportivo Teatral de Ricardo Bartís) es un escritor relativamente exitoso: sus libros ocupan un lugar destacado en los escaparates de las grandes librerías. Pero no es feliz: su corazón se debate entre la mujer que está sentada a pocos metros de él, en un hipergenérico Bar Mitzvá de Santa Rosa, y una joven que vive en Buenos Aires. Desesperado, intenta cruzar el espacio que lo separa de esta última en el peor momento del año, las horas previas a la Navidad. La vía comercial no da resultado: ningún remisero está dispuesto a dejar a su familia esa noche. Así que debe aceptar la propuesta del humorista de la fiesta, que le ofrece un viaje patético, pero al instante, en su automóvil.

El médico Rodolfo Plataña (Pablo Cedrón) tuvo una tarde agitada: trajo una vida al mundo y vio cómo otra se le iba de las manos. Su seriedad se descompone cuando sale del hospital y enfrenta la calle, transformándose en un peatón. Está solo. Busca la compañía de la bella Laura (la española Silke), a quien acaba de conocer en una librería. Y cuando el romance empieza a sacudirle la modorra... un lisiado se cruza en su camino para pedirle que empuje su destartalada silla de ruedas "hasta acá nomás, a unas cuadritas". El inválido también está solo, y hará todo lo posible por retener la compañía de Plataña. Cuando éste se libere de él para encontrarse con Laura, no le irá mucho mejor.

Julio Debiasi (Gastón Pauls) es un odontólogo, uno más, y sólo aspira a conseguir ese robot que sale en las propagandas, el que echa humo por la cabeza. No hay otra cosa que su hijito añore más. Pero ya es demasiado tarde, la publicidad surtió efecto: no hay un solo robot en las pocas jugueterías aún abiertas. Pero todo puede ser peor, y lo será: cuando casi se dé por vencido, Julio será forzado a actuar como testigo de un procedimiento policial a todas las luces ilegal. La cosa se alarga y Julio queda atrapado, lejos de su familia, en la más desagradable de las situaciones que hubiera podido imaginar.

A su debido tiempo estas tres historias se entrecruzan. Podrían no haberlo hecho y aun así formarían parte del mismo paisaje: en todas ellas existe alguna instancia que está por encima de sus respectivos protagonistas (el miedo, la sordidez, el autoritarismo) y que los lleva a enfrentarse con lo peor, lo más oscuro y maloliente de las ciudades y quienes las habitan. Los tres profesionales son tocados por ese fango y la miseria, casi como una reacción, aflorará en ellos. Necesitarán ayuda, pero no habrá nadie dispuesto a tenderles una mano... salvo para hundirlos más. Encarar distancias insondables (como en el caso del escritor), el impiadoso rostro de la soledad (el médico), o el autoritarismo repugnante aunque tolerado a diario (el odontólogo) serán sus condenas por no se sabe qué pecado.

Felicidades no es técnicamente cuestionable: la discusión sobre si el film es bueno o malo no roza el profesionalismo de su director. Lucho Bender es un destacado realizador de cine publicitario; sus trabajos para Telecom e YPF han sido vistos por millones. Ahora que por fin pudo dar el salto al largometraje de ficción parece haber salido con furia a mostrar el otro lado, el lado oscuro de las caras y los cuerpos prolijamente iluminados, siempre "felices" con los que convivió. Tanto que incurre en el vicio más frecuente de los directores primerizos, el de querer hablar de todo y de todos. Además, y como si hubiese temido que esta fuera su "última oportunidad", el director sucumbió a la tentación de poner sobre la pantalla todo aquello que el brillo de los fresneles esquiva: la contracara social y sentimental gracias a la cual esas mismas luces siguen parpadendo. Pero la reacción no es buena consejera: el peso de este pesimismo ciego, hiperabarcador, acaba desfondando las prolijas estructuras con las que Bender inauguró su carrera de cineasta.

Máximo Eseverri