El afiche de Felicidades es
revelador: desde fríos balcones, hombres solos contemplan el
vacío de una noche sin estrellas, atenuado por lejanos, tenues fuegos de
artificio. En la ópera prima de Lucho Bender los vacíos como este abundan.
No hay calor humano ni razones para ser feliz en esta Nochebuena de fin de
siglo. Y ninguna otra, si las ciudades y las rutas están pobladas por
personajes como los que el film nos pone enfrente.
Juan Sikora (Luis Machín, miembro del Sportivo
Teatral de Ricardo Bartís) es un escritor relativamente exitoso: sus libros
ocupan un lugar destacado en los escaparates de las grandes librerías. Pero
no es feliz: su corazón se debate entre la mujer que está sentada a pocos
metros de él, en un hipergenérico Bar Mitzvá de Santa Rosa, y una
joven que vive en Buenos Aires. Desesperado, intenta cruzar el espacio que lo separa de esta última en el peor momento del año, las horas previas a
la Navidad. La vía comercial no da resultado: ningún remisero está
dispuesto a dejar a su familia esa noche. Así que debe aceptar la propuesta
del humorista de la fiesta, que le
ofrece un viaje patético, pero al instante, en su automóvil.
El médico Rodolfo Plataña (Pablo Cedrón) tuvo
una tarde agitada: trajo una vida al mundo y vio cómo otra se le iba de las
manos. Su seriedad se descompone cuando sale del hospital y enfrenta la
calle, transformándose en un peatón. Está solo. Busca la compañía de la
bella Laura (la española Silke), a quien acaba de conocer en una librería.
Y cuando el romance empieza a sacudirle la modorra... un lisiado se cruza en
su camino para pedirle que empuje su destartalada silla de ruedas
"hasta acá nomás, a unas cuadritas". El inválido también está
solo, y hará todo lo posible por retener la compañía de Plataña. Cuando
éste se libere de él para encontrarse con Laura, no le irá mucho mejor.
Julio Debiasi (Gastón Pauls) es un odontólogo, uno más, y sólo
aspira a conseguir ese robot que sale en las propagandas, el que echa humo
por la cabeza. No hay otra cosa que su hijito añore más. Pero ya es
demasiado tarde, la publicidad surtió efecto: no hay un solo robot en las
pocas jugueterías aún abiertas. Pero todo puede ser peor, y lo será:
cuando casi se dé por vencido, Julio será forzado a actuar como testigo de
un procedimiento policial a todas las luces ilegal. La cosa se alarga y
Julio queda atrapado, lejos de su familia, en la más desagradable de las
situaciones que hubiera podido imaginar.
A su debido tiempo estas tres historias se
entrecruzan. Podrían no haberlo hecho y aun así formarían parte del mismo
paisaje: en todas ellas existe alguna instancia que está por encima de sus
respectivos protagonistas (el miedo, la sordidez, el autoritarismo) y que
los lleva a enfrentarse con lo peor, lo más oscuro y maloliente de las
ciudades y quienes las habitan. Los tres profesionales son tocados por ese
fango y la miseria, casi como una reacción, aflorará en ellos.
Necesitarán ayuda, pero no habrá nadie dispuesto a tenderles una mano...
salvo para hundirlos más. Encarar distancias insondables (como en el caso
del escritor), el impiadoso rostro de la soledad (el médico), o el
autoritarismo repugnante aunque tolerado a diario (el odontólogo) serán
sus condenas por no se sabe qué pecado.
Felicidades no es
técnicamente cuestionable: la discusión sobre si el film es bueno o malo
no roza el profesionalismo de su director. Lucho Bender es un
destacado realizador de cine publicitario; sus trabajos para Telecom e YPF
han sido vistos por millones. Ahora que por fin pudo dar el salto al
largometraje de ficción parece haber salido con furia a mostrar el otro
lado, el lado oscuro de las caras y los cuerpos prolijamente iluminados,
siempre "felices" con los que convivió. Tanto que incurre en el
vicio más frecuente de los directores primerizos, el de querer hablar de
todo y de todos. Además, y como si hubiese temido que esta fuera su
"última oportunidad", el director sucumbió a la tentación de
poner sobre la pantalla todo aquello que el brillo de los fresneles esquiva:
la contracara social y sentimental gracias a la cual esas mismas luces
siguen parpadendo. Pero la reacción no es buena consejera: el peso de este
pesimismo ciego, hiperabarcador, acaba desfondando las prolijas estructuras
con las que Bender inauguró su carrera de cineasta.