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GLADIADOR
(Gladiator)

Estados Unidos, 2000


Dirigida por Ridley Scott, con Russell Crowe, Joaquin Phoenix, Connie Nielsen, Oliver Reed, Derek Jacobi, Djimon Hounsou, Ralph Moeller.



Esta es una superproducción que tiene un pie sobre el aliento épico que nutrió a viejos films poblados de gladiadores y esclavos (desde Espartaco hasta Ben Hur, pasando por Quo Vadis y Hércules). Contó con un presupuesto de más de cien millones de dólares y con la tecnología de la que todos esos títulos, rodados hace casi medio siglo, carecían. Unas pocas ideas le hubieran bastado para iluminar más y mejor este costado de la historia humana, tan propicio –por lo demás– para las imágenes cinematográficas.

La trama nos lleva al año 180, época de la famosa decadencia del Imperio Romano a manos de la burocracia política, las componendas y las corruptelas (sí, algo parecido a lo que nos toca en el presente). En este sentido, lo primero que demuestra Gladiador es que sólo Hollywood podía ser capaz de presentar una versión de este período más simplificada que la de los manuales en que lo estudiábamos de chicos. A juzgar por lo que se ve, Marco Aurelio (Richard Harris) más que un emperador, o César, era un patriarca bueno, un viejito angelical con principios poco menos que gandhianos. Cuando olfatea a la Parca, este buen hombre decide convertir a Máximo, el más talentoso de los generales de Roma, en su sucesor. Pero su propio hijo, Cómodo, un villano amanerado y pérfido muy sobreactuado por Joaquin Phoenix, lo asesina (esto ocurre al comenzar el film). El entorno hace la vista gorda y Cómodo asume el poder, dispuesto a corromper un poco más a Roma y, sobre todo, a reducir la vida política imperial a aquello que su padre despreciaba: pan y circo. Circo romano, para el caso, ya que los grandes clásicos de la época se dirimían en el Coliseo. Entre fieras hambrientas y soldados bien pertrechados de un lado, y esclavos que salían no tanto a matar como a morir, del otro.

El film de Ridley Scott (que es el mismo de Alien y Blade Runner, aunque acá no se nota para nada) gira en torno de Máximo (Russell Crowe), ese general que lejos de heredar el trono se convierte en la primera víctima del nuevo César. Que lo quiere bien muerto, y lo tiene a su merced, pero no logra liquidarlo por esas cosas que tienen las películas. Máximo se salva y fuga. Cae preso. No pudiendo revelar su identidad, el general se convierte en esclavo. Y el esclavo, en gladiador. Lo que resta es seguir la campaña de este soberbio luchador sediento de justicia y venganza, que empieza su carrera en las provincias (en las ligas chicas, se diría) pero con la vista puesta en Roma, ya que allí se escuda su némesis. Esta evolución ofrece algo de gracia, porque está narrada en plan de campeonato futbolístico. También cabe destacar el trabajo de Russell Crowe, tan ajustado que uno llega a pensar que habla en latín, y no en inglés, la escenografía y unas pocas lides sobre la arena coliseica. Pero las más de ellas, como así la espectacular batalla contra los germanos que abre la narración, demuestran que no hay puesta en escena que valga, por más ampulosa y poblada de extras que esté, cuando el montaje es pobre. Y aquí campean las cámaras lentas y las tomas fugaces, mal pegadas, que invitan a adaptar cierta idea que Cocó Chanel tenía sobre el maquillaje: el buen montaje concentra la atención sobre la acción; el mal montaje, sobre sus propios mecanismos.

No obstante, si Gladiador sólo hubiera aspirado a ser una "montaña rusa" de acción y aventuras en la antigua Roma tal vez tendríamos algo para celebrar. Pero no. Las conspiraciones políticas, las intrigas de alcoba y una muy distorsionada actualización de la filosofía y los problemas de la época meten su lastimosa cola. Todos estos filones son objeto de copiosos diálogos, tan espantosamente infantiles que por momentos todo se asemeja a una obra de teatro para niños. Pero en fin: a través de esas palabras el film todo, como Marco Aurelio y Máximo, deja en claro que abomina del pan y circo con que Roma manipuló a su público. Lo curioso es que eso mismo –especialmente el circo– está en la esencia de todos los momentos culminantes (léase: los clímax) de la película. Con lo que Gladiador es adalid de aquello que fustiga.

Guillermo Ravaschino      

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