En Londres, Max
(Russell Crowe), un desalmado corredor de bolsa adicto al trabajo, recibe
una carta (de las de papel y tinta) que le anuncia que su tío muerto le ha
dejado en herencia una propiedad en la campiña francesa. Sin otra idea en
mente que vender la finca en la que pasó los veranos de su infancia, Max
parte hacia allí para resolver el asunto en persona. Conectado todo el
tiempo por celular con su secretaria, que lo mantiene al tanto de los
pormenores del trabajo, Max sufre una serie de accidentes que lo obligan a
permanecer allí, y harán que poco a poco se enamore del lugar.
No es casual que
el argumento evoque al de Bajo el sol de Toscana, donde Diane Lane
llegaba de casualidad, y compraba una casa seducida por el paisaje y los
lugareños. Como en aquélla, aquí las peripecias son lo de menos: ambas
películas se apoyan en una fotografía preciosista y en un conjunto de
coloridos actores secundarios, pero dependen exclusivamente del carisma de
sus actores protagónicos.
Al parecer,
Ridley Scott no quedó conforme con el desteñido Orlando Bloom tras el
fracaso de Cruzada, y volvió a recurrir a Russell Crowe, con quien
había hecho Gladiador y por estos días se dispone a filmar otra
película. En lugar de hacerlo pelear con tigres o emperadores maquiavélicos,
Scott somete a Crowe a las reglas de la screwball comedy, un
subgénero donde el timing lo es todo, pero que aquí no funciona tan ajustadamente como debería. Claro que Crowe (australiano de
origen) sale bien parado hasta cuando le tocan las más cursis líneas de
diálogo, apuntalado por un elenco en el que destaca el “sector” británico:
la secretaria Gemma y el abogado Charlie (Archie Panjabi y Tom Hollander,
respectivamente), además de la italiana Valeria Bruni Tedeschi que con su
pequeña voz compone a una recatada escribana. Las escenas del pasado son
interpretadas por un festivo Albert Finney como el tío bon vivant y
por Freddie Highmore (Descubriendo el país de nunca jamás, Charlie
y la fábrica de chocolate) como Max cuando era niño.
Todo es tan
simple y bello, todo se resuelve tan amablemente, que no hay un verdadero
conflicto: el dinero sobra, las mujeres son siempre apasionadas y sensuales,
el vino es exquisito, la fotografía imita los colores de los cuadros de
Monet y hasta los tachos de basura lucen decorativos.
Como ya se
dijo, Sir Ridley Scott juega las cartas más seguras: pasa revista a la
rivalidad entre los ingleses y los franceses, y a la chabacanería de los
norteamericanos. Muestra preferencias y referencias, al ponerle al perro el
nombre de Tati, al citar viejos discos de jazz, al mostrar el cultivo de la
vid y la producción del vino (y valerse de ellos para aburridos paralelismos
con la vida y las mujeres). En contrapartida, y esto es lo mejor que puede
decirse en favor del director, no se toma a Un buen año demasiado en
serio: sabe que no es Los duelistas ni Blade Runner, pero por
fortuna tampoco G.I. Jane. Por encima de todo, quizá –como declaró–
sólo quería filmar a quince minutos de distancia de la “casita” de fin de
semana que tiene en Francia, con viñedo incluido.
María Molteno
|