Somos seres racionales, no hay duda. Estamos marcados por una cultura que
antepone la razón en todo pensamiento. El Iluminismo diseñó una creencia que
hemos heredado de Europa y que nos tiene determinados a sostener un solo
tipo de realidad. Tal vez sea por eso que nos fascina de tal manera la
ilusión, que deseamos con fervor traspasar ese condicionamiento poniendo a
prueba los límites de la razón, y que nos demuestren que existen otras
dimensiones, otras posibilidades. Tal vez también esa sea la causa por la
que amamos los cuentos de hadas, las leyendas, la magia y, sobre todo, el
cine. Y ahora el cine se ocupa de la magia, o mejor dicho, de la
prestidigitación.
Todo truco de
magia –dice un maestro de magos– consta de tres momentos: la Promesa, o
presentación del objeto, su desaparición, o el Cambio, y la reaparición del
mismo, momento llamado el Prestigio. Justamente, en El gran truco
Christopher Nolan está más interesado en este último punto –y en la
develación del misterio– que en el misterio mismo. Se apoya en la mecánica,
y no en la magia. Y esto a pesar de que reconoce que el cine es magia e
ilusión, algo de lo que su film carece.
La historia es
una de rivalidades: dos jóvenes y talentosos magos crecen juntos en la
profesión, siendo casi opuestos: Angier (Hugh Jackman) es elegante y se
interesa por el espectáculo; Broden (Christian Bale) es rústico y está más
fascinado por el acto de magia y su ilusionismo. Cuando un acto falla,
sobreviene una tragedia que los separa, e inician caminos paralelos en una
durísima competencia, un duelo de trucos que se libra de un teatro al otro,
calle de por medio. Así, en un juego de dualidades, de dobles, simetrías y
paralelismos reforzados por el montaje se desarrollan sus obsesiones (tema
recurrente en el cine de Nolan) que terminan focalizándose en el gran truco:
El Hombre Transportado, su desaparición y reaparición en el otro extremo del
teatro. Ubicada la acción en Londres y Estados Unidos al final del siglo
XIX, el film no se detiene en la magia de la ilusión sino que incursiona en
la magia de la técnica, y en los usos que se le pueden dar a la recién
nacida electricidad. La fotografía subraya esta transición hacia la
modernidad, de la oscuridad hacia la luz, con una imagen sombría y
espectaculares efectos lumínicos que figuran la magia de la tecnología.
El acierto del
film lo constituyen los personajes secundarios. Bale y Michael Caine vuelven
a trabajar con Nolan después de Batman inicia: Bale (ex Batman)
compone otro personaje oscuro y Caine aporta su solvencia al técnico que
siempre opera detrás del mago, en la mecánica de cada truco, una función
similar a la que cumplía (como Alfred) detrás de Batman. La ubicua Scarlett
Johansson, en un papel muy menor para ella, es la infaltable tercera pieza
del triángulo, objeto del deseo y puente entre los dos rivales; bien Rebecca
Hall como el personaje más frágil, mientras que David Bowie presta su
aspecto bizarro al más sabio de todos los magos: el científico. Ricky Jay,
el maestro de los dos magos en su juventud, es un mago real.
Basados en una
novela de Christopher Priest, Nolan y su hermano y coguionista Jonathan
elaboran nuevamente una compleja estructura de idas y regresos en tres
etapas temporales, con flashbacks sobre flashbacks y vueltas de tuerca que
semejan un truco de ilusionista para distraer la atención del público.
Logran una Promesa atractiva pero no evitan que después del Cambio decaiga
la atención, develando truco tras truco en detrimento de la ilusión, y
tampoco impiden que el esperado Prestigio resulte previsible. Como en
Memento, quedan líneas que no cierran, hilvanes que se perciben. Nada de
lo cual sucede –lo digo al fin– en su película rival, la ejemplar El
ilusionista, mucho menos ambiciosa, más sutil y superior.
Josefina Sartora
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