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K-19

Estados Unidos, 2002


Dirigida por Kathryn Bigelow, con Harrison Ford, Liam Neeson, Sam Spruell, Peter Stebbings, Christian Camargo, Peter Sarsgaard.



Raramente una película de submarinos puede llegar a aburrir. El ambiente claustrofóbico y la constante tensión que abunda en este tipo de films requieren un considerable "esfuerzo" para lograr arruinar el material. Sin embargo, nunca falta la excepción a la regla, y Kathryn Bigelow, lejos ya de Punto límite y Días extraños, lo ha conseguido.

En K-19 el suspenso es tan esporádico que el protagonismo lo ganan las enseñanzas sobre el buen comportamiento americano. Sí, americano. Porque el hecho de que la tripulación sea rusa no hace más que acentuar la propaganda del "modo de vida occidental" (después de todo, esos actores que hablan inglés con rídiculo acento de dibujo animado, ¿no son Harrison Ford y Liam Neeson?).

Corre el año 1961 y los rusos zarpan a las apuradas en un submarino con misiles radiactivos para hacer pruebas en el océano, allí donde los yanquis puedan verlas y atemorizarse ante el despliegue rojo. El capitán Polenin (Neeson) es relegado al segundo puesto de mando por la defensa a ultranza de sus subordinados y las quejas acerca del estado del submarino. El K-19 sería muy poderoso si no fuera porque la burocracia rusa no ha entregado los repuestos y herramientas necesarias para concluir los preparativos. No obstante, la política manda y deben correr el riesgo de emprender la misión anticipadamente. Por encima de Polenin es designado el capitán Vostrikov (Ford), que no resulta tan indulgente con su tropa. Desde el primer minuto los agobia con simulacros de diverso tipo que provocan resquemores para con el nuevo jefe. Y harán falta grandes peligros (incluyendo reactores fallados que propagan radiación) para poner a prueba la supervivencia del grupo.

A simple vista el guión es muy convencional: retoma la "tensión de alto mando" que abonaba el duelo que Gene Hackman y Denzel Washington sostenían en Marea roja, le agrega algunos apuntes de película bélica a tono con la época y hasta se permite tomar del cine espacial estilo Apolo 13 aquellas escenas en las que un grupo de expertos se sientan a la mesa con papel y lápiz para tratar de resolver un problema aparentemente insuperable. Pero poco a poco el relato va orientándose hacia la mentada propaganda, y lo hace con un llamativo desapego por el entretenimiento: más temprano que tarde, todo estará al servicio de subrayar el honor y el heroísmo individual necesarios para fortalecer a un grupo que carga con la responsabilidad de evitar el fin del mundo.

La confrontación entre Ford y el resto es el resquicio por donde se filtra la bandera americana. Se trata, en definitiva, de un grupo de comunistas que en circunstancias adversas descubriran que el modo de vida soviético los lleva hacia la muerte... mientras que el american way of life les ofrece una salida heroica. Allí están los helicópteros de Estados Unidos sobrevolando constantemente la zona y ofreciendo su ayuda. Si Vostrikov es la representación exhacerbada del stalinismo (órdenes a los gritos, el partido por delante de la vida humana), Neeson opera como el icono yanqui, un hombre paternal que considera a su tropa una familia y no toma muy en cuenta las exigencias del Estado.

Todo lo descripto no debería sorprender a nadie, y hasta se puede afirmar que forma parte del género. El problema de K-19 es que la ideología se antepone a la narración, por no decir que arrasa con la posibilidad de que el film provea alguna cuota de suspenso. Toda la primera parte consiste en el ajetreo que Vostrikov le impone a la tripulación, poniendo en riesgo sus vidas innecesariamente. En determinado momento, un personaje secundario elogia el flamante reactor ruso, diciendo que en el futuro va a proporcionar energía gratis para todo el mundo. Así da pie al siguiente acto, en que el reactor falla poniendo al planeta al borde de la desaparición. Entonces el relato ubica en su eje la conformación del héroe ruso americanizado. La transformación del comportamiento social, el pasaje del sujeto dependiente del poder central al individuo libre que influye con su coraje y compromiso en el devenir de la historia.

Kathryn Bigelow no puede evitar la previsibilidad de la trama, ni siquiera de a ratos. Por el contrario, los únicos momentos en los que predomina la puesta en escena son sorprendentemente arbitrarios. Parece obsesionada por el último clisé visual hollywoodense: lanzarle cosas al espectador. Constantemente agrede a la platea con misíles, explosiones, el propio submarino y hasta una pelota de fútbol que dirige directamente a la cámara hasta que tapa completamente el objetivo. Alguien debe haberle dicho que es la nueva forma de crear suspenso. Que el espectador iba a salir corriendo con la idea de que los artefactos atravesarían la pantalla e irrumpirían en la sala, como aquellos desprevenidos que huían ante el tren de los hermanos Lumiere. Lamentablemente, un siglo de experiencia cinematográfica ha preparado al público para permanecer en las butacas.

Ramiro Villani      

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