Raramente una película de submarinos puede llegar a aburrir. El ambiente
claustrofóbico y la constante tensión que abunda en este tipo de films
requieren un considerable "esfuerzo" para lograr arruinar el
material. Sin embargo, nunca falta la excepción a la regla, y Kathryn
Bigelow, lejos ya de Punto límite y Días extraños, lo ha
conseguido.
En K-19 el suspenso es tan esporádico que el protagonismo lo
ganan las enseñanzas sobre el buen comportamiento americano. Sí,
americano. Porque el hecho de que la tripulación sea rusa no hace más
que acentuar la propaganda del "modo de vida occidental"
(después de todo, esos actores que hablan inglés con rídiculo acento de
dibujo animado, ¿no son Harrison Ford y Liam Neeson?).
Corre el año 1961 y los rusos zarpan a las apuradas en un submarino
con misiles radiactivos para hacer pruebas en el océano, allí donde los
yanquis puedan verlas y atemorizarse ante el despliegue rojo. El capitán
Polenin (Neeson) es relegado al segundo puesto de mando por la defensa a
ultranza de sus subordinados y las quejas acerca del estado del submarino.
El K-19 sería muy poderoso si no fuera porque la burocracia rusa no ha
entregado los repuestos y herramientas necesarias para concluir los
preparativos. No obstante, la política manda y deben correr el riesgo de
emprender la misión anticipadamente. Por encima de Polenin es designado
el capitán Vostrikov (Ford), que no resulta tan indulgente con su tropa.
Desde el primer minuto los agobia con simulacros de diverso tipo que
provocan resquemores para con el nuevo jefe. Y harán falta grandes
peligros (incluyendo reactores fallados que propagan radiación) para
poner a prueba la supervivencia del grupo.
A simple vista el guión es muy convencional: retoma la "tensión
de alto mando" que abonaba el duelo que Gene Hackman y Denzel
Washington sostenían en Marea roja, le agrega algunos apuntes de
película bélica a tono con la época y hasta se permite tomar del cine
espacial estilo Apolo 13 aquellas escenas en las que un grupo de
expertos se sientan a la mesa con papel y lápiz para tratar de resolver
un problema aparentemente insuperable. Pero poco a poco el relato va
orientándose hacia la mentada propaganda, y lo hace con un llamativo
desapego por el entretenimiento: más temprano que tarde, todo estará al
servicio de subrayar el honor y el heroísmo individual necesarios para
fortalecer a un grupo que carga con la responsabilidad de evitar el fin
del mundo.
La confrontación entre Ford y el resto es el resquicio por donde se
filtra la bandera americana. Se trata, en definitiva, de un grupo de
comunistas que en circunstancias adversas descubriran que el modo de vida
soviético los lleva hacia la muerte... mientras que el american way of
life les ofrece una salida heroica. Allí están los helicópteros de
Estados Unidos sobrevolando constantemente la zona y ofreciendo su ayuda.
Si Vostrikov es la representación exhacerbada del stalinismo (órdenes a
los gritos, el partido por delante de la vida humana), Neeson opera
como el icono yanqui, un hombre paternal que considera a su tropa una
familia y no toma muy en cuenta las exigencias del Estado.
Todo lo descripto no debería sorprender a nadie, y hasta se puede
afirmar que forma parte del género. El problema de K-19 es que la
ideología se antepone a la narración, por no decir que arrasa con la
posibilidad de que el film provea alguna cuota de suspenso. Toda la
primera parte consiste en el ajetreo que Vostrikov le impone a la
tripulación, poniendo en riesgo sus vidas innecesariamente. En
determinado momento, un personaje secundario elogia el flamante reactor
ruso, diciendo que en el futuro va a proporcionar energía gratis para
todo el mundo. Así da pie al siguiente acto, en que el reactor falla
poniendo al planeta al borde de la desaparición. Entonces el relato ubica
en su eje la conformación del héroe ruso americanizado. La
transformación del comportamiento social, el pasaje del sujeto
dependiente del poder central al individuo libre que influye con su coraje
y compromiso en el devenir de la historia.
Kathryn Bigelow no puede evitar la previsibilidad de la trama, ni
siquiera de a ratos. Por el contrario, los únicos momentos en los que
predomina la puesta en escena son sorprendentemente arbitrarios. Parece
obsesionada por el último clisé visual hollywoodense: lanzarle cosas
al espectador. Constantemente agrede a la platea con misíles,
explosiones, el propio submarino y hasta una pelota de fútbol que dirige
directamente a la cámara hasta que tapa completamente el objetivo.
Alguien debe haberle dicho que es la nueva forma de crear suspenso. Que el
espectador iba a salir corriendo con la idea de que los artefactos
atravesarían la pantalla e irrumpirían en la sala, como aquellos
desprevenidos que huían ante el tren de los hermanos Lumiere.
Lamentablemente, un siglo de experiencia cinematográfica ha preparado al
público para permanecer en las butacas.
Ramiro Villani