La filmografía de Adolfo Aristarain presenta dos etapas diferenciadas,
estilísticamente opuestas. Si obviamos un par de títulos que el mismo
director considera absolutamente menores, hechos por
encargo (La playa del amor y La discoteca del amor,
ambas de comienzos de los ochenta) y algún otro del que ni siquiera quiere hablar, el resto de su obra puede dividirse en: a) una relectura de
los géneros del cine clásico americano, ya fuere del policial negro (La
parte del león, Ultimos días de la víctima, Tiempo de
revancha), ya del cine de aventuras (La ley de la frontera); y
b) una serie de films de carácter intimista, caracterizada por un
acercamiento más sensible a los personajes, una marcada supremacía del
diálogo por sobre la imagen y una cargada retórica que muchas veces se
confunde peligrosamente con la "bajada de línea" más abierta (Un
lugar en el mundo, Martín Hache).
Lugares comunes, el regreso de Aristarain a las pantallas, cuatro
años después de su anterior estreno, se inserta claramente en esta
última tendencia. Retoma y reitera tópicos que ya parecían agotados en
los títulos precedentes. La nostalgia por los ideales de la izquierda (o de cierta izquierda), la muerte de
las utopías, la necesidad de encontrar un lugar que se pueda
reconocer como propio, la huida de la ciudad al campo, la exaltación de
la lealtad y la solidaridad: todos estos temas reaparecen en Lugares
comunes, pero de una manera absolutamente discursiva y maniquea que
hace perder toda fuerza a las reivindicaciones que plantea, llevando a la
película más hacia la categoría de manifiesto que hacia la de objeto
estético.
Parece que Aristarain ha perdido definitivamente la confianza en la
imagen cinematográfica, que con tanta destreza manejara en los inicios de
su carrera, para volcarse a una narración sustentada casi exclusivamente
en la palabra. Lugares comunes está vertebrada exclusivamente por
los diálogos (largos, explicativos, machacones) y por la voz en off de
Federico Luppi, que se encarga de llenar los pocos baches que
quedan en la banda sonora con un prolijo y pormenorizado inventario de las
ideas, estados de ánimo, reflexiones y pareceres de su personaje. No hay
en toda la película una sola secuencia que se resuelva mediante un
silencio, una mirada, un clima... una imagen. Todo se verbaliza y se
explicita, acaso para asegurarse de que las ideas que se intenta
transmitir no encuentren el mínimo obstáculo para llegar a la conciencia
del espectador.
Lo curioso es que Lugares comunes propone combatir el mecanismo
en que se sustenta su propia construcción, entrando en una extraña
contradicción interna. Se aprecia claramente en la escena en que Fernando
Robles, el profesor de literatura que encarna Luppi, se entera de que va a
ser jubilado de prepo y decide utilizar su última clase para dejar
una "enseñanza de vida" a sus alumnos. El mensaje que les
regala es justamente el opuesto al discurso que propone el film:
"Dejen de lado todo tipo de doctrina, prejuicio o ideología".
Estaría muy bien si no chocase con un film que hace de lo doctrinario una
bandera; y de la ideología, un dogma.
El itinerario del ahora ex profesor Robles continúa en España, adonde
vive su hijo, al que visita sin demasiadas ganas y con el que termina
peleándose en una noche de copas, llamándolo vendido y renegado,
ya que eligió traicionar su vocación de escritor y su pasado argentino
por un empleo bien pago en la Madre Patria. Cada vez más amargado, Robles
vuelve a la Argentina, vende el departamento que comparte con su esposa y
compra una estancia en Córdoba, en la que decide establecerse como
productor de perfumes.
Amante de los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad,
Robles cuelga en la puerta de su chacra un cartelito con los colores de la
bandera gala y el número 1789, a pesar de que un peón –más
ingenuo, pero a la vez sagaz– le advierte que en esos pagos las casas no
llevan numeración. La pregunta que se impone es: ¿ignoran los autores
del film (Aristarain y hermano) que la Revolución Francesa fue una
revolución de la burguesía, no del proletariado? ¿No hubiera sido más
coherente, en todo caso, que el cartelito fuera rojo y el número 1917?
¿... O es que acaso hubiera significado ir demasiado lejos para la
conciencia y el estómago de la clase media y medio-alta, naturales
consumidores del film?
Los pocos oasis de alegría cinematográfica que se nos ofrecen son los
maravillosos primeros planos de la española Mercedes Sampietro, que
compone una actuación exquisita, expresiva y contenida a la vez, siempre
en el tono exacto que le demanda su papel de esposa sufrida y compañera.
Su presencia, además de ser una demanda de la coproducción, sostiene la
película en los momentos más cercanos al derrumbe total.
Una reflexión final: en un momento en que se nos pretende vender un
supuesto resurgimiento del cine argentino, ¿no cabe mirar las cosas de
frente, con honestidad, y reconocer que tal cosa no existe? Tenemos, por
un lado, films como el de Aristarain, que nacen viejos y ya superados; por
el otro, una camada de autores jóvenes que produce un cine que se
autoproclama (aun por boca de los críticos... a los que no contradicen)
nuevo, pero que resulta tan perimido y apolillado, tan poco arriesgado y
conformista como el que producen los que pasaron los sesenta (véase, si
no, El bonaerense, de inminente estreno). Salvo unos aislados
ramalazos de talento, el panorama del cine argentino contemporáneo es
más bien desértico. ¿Dónde están, me pregunto, los autores que
apuesten a superar las fórmulas, a destruir los tópicos, a incomodar, a
transgredir, que nos obliguen a pensar el cine como algo más que un
pasatiempo inofensivo para el ocio del fin de semana? En fin, preguntas
que se formula uno...
Eso sí, Luppi sigue puteando muy bien.
Ariel Leites