800 Balas arranca con una familia que se acaba de mudar a un
elegantísimo chalet madrileño. Laura, la madre, es una ejecutiva
malhumorada y pérfida compuesta por Carmen Maura. Los otros dos son su
suegra y su hijo, un chico que se la pasa fastidiando a todo el mundo
disfrazado ya no recuerdo de qué (pero en la línea "superhéroe con pistola
de agua"). Y no es para menos: prontamente lo sabremos huérfano de padre e
ignorante de la vida, y circunstancias de la muerte, de su progenitor.
Luego se nos informará que ese hombre falleció mientras trabajaba junto a su
propio padre como doble de cuerpo en un spaghetti
western rodado en la provincia española de Almería. Y que el viejo, que
aún vive, continúa allí. Estos datos y el afán de reconstruir su historia
pondrán al niño en fuga, y pocos minutos después ya lo tendremos en Almería,
frente a su abuelo paterno Julián.
El encuentro no es exactamente romántico,
ya que el anciano
–de respetable porte y bastante bien conservado– es
de pocas pulgas, y lo primero que se le ocurre es mandar al chico de vuelta
a Madrid. Pero éste se queda, y empieza a fascinarse con el modo de vida de
Julián, quien encabeza una troupe de dobles de riesgo venidos a menos (hace rato
que en Almería no se rueda un film), entregados al ritual de interpretar un
popurrí de sus destrezas para los pocos turistas que se acercan
diariamente al lugar. Los decorados reproducen esas típicas dos cuadras de
tierra que incluyen la oficina del sheriff, una horca de madera y el
saloon, y están mayormente intactos. Los que no están intactos son esos
hombres, especie de fantasmas, tenues sombras de lo que allá lejos, en los
viejos buenos tiempos en que doblaban a Clint Eastwood (entre tantos otros
monstruos), supieron ser.
Está claro que la fascinación del niño
es una extensión de la del propio realizador, Alex de la Iglesia, que a está
altura
–va por su sexto largometraje– sigue siendo tan cinéfilo como siempre. Y más allá
del homenaje a los westerns europeos, lo que vuelve a aparecer es una
reverencia, y en parte una relectura, de los géneros clásicos del
cine americano. Como en El día de la bestia, esa excelente "comedia
de terror" que sigue siendo por lejos la mejor de su factoría; como en
Muertos de risa, en la que el homenaje y la relectura de la comedia
dramática hollywoodense llegaron más lejos
que nunca. El veterano Julián, por su parte, también se hace cargo de
expresar un costado del cineasta; o en todo caso, el homenaje que éste le
rinde al cine desde adentro.
Lo que hay que decir, también, es que
a 800 Balas le cuesta ponerse en marcha. Por largo rato
(durante toda una hora), la narración evoca esas coproducciones en las
que los chistes, los diálogos, las
situaciones y hasta los acentos lucen un poquito forzados. Las actuaciones
tampoco ayudan: a Maura se la ve desganada, a Eusebio Poncela (su socio
comercial en la ficción) estereotipado, a Sancho Gracia (en el rol de
Julián) reprimido, como si diera para más; y al chico no se le encuentra
carisma por ningún lado. En este contexto, el homenaje referido
en el párrafo anterior dista de complementar o de potenciar a un relato con
peso propio, y por momentos llega a convertirse en un lastre. Si uno se
mantiene atento es porque, como el chico, quiere saber más sobre la
misteriosa muerte de su padre. Pero también, y especialmente, porque uno
intuye que De la Iglesia guarda buenas cartas
–giros argumentales– en
su manga.
Efectivamente, aunque de un modo que
no es oportuno revelar, la historia registra un vuelco que la arroja al
terreno de una confrontación medular. De un lado los "viejos tiempos",
asociados con el abuelo y, más en general, con un modo de vida lanzado
y bohemio. Del otro, esa "modernidad" siempre aliada de las corporaciones y
acompañada por la obsesión de multiplicar el dinero caiga quien caiga,
cueste lo que cueste.
Este giro logrará lo que el
homenaje al western no había conseguido: sacar al anciano y su gente de esa
existencia espectral que, a su pesar, tenía mucho de estampita pintoresca,
y convertirlos en personajes en conflicto: presentes, creíbles,
queribles,
merecedores de la identificación del espectador. (Suerte que la
interpretación de Sancho Gracia también crece, porque de otro modo todo
hubiera sido en vano.)
Por cierto que la platea no quedará
tan conforme como el chico con la reconstrucción de su historia paternal y
familiar. A mí, por lo menos, me parece que quedaron varios cabos sueltos.
Pero la conversión de los desvencijados dobles en cowboys no es moco
de pavo. Ellos puede que no se salven; pero salvan al film, cuando ya todo
parecía perdido.
Guillermo Ravaschino
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