Mientras veía El río, de Tsai Ming-Liang, varias personas se levantaron de sus
butacas para retirarse de la sala. Fue en el marco de la II Semana de la Crítica, en el
cine Cosmos, y la cinta, de unas dos horas, apenas promediaba. Debo confesar que de no
haber sido por esta crítica, las hubiera seguido gustoso.
El film gira en torno de un muchachito de
Taipei que una tarde, de improviso, es reclutado por los miembros de un equipo de
filmación para que simule ser un cadáver flotante. Dicho y hecho: Xiao-Kang se arroja al
agua sobre la desembocadura de un arroyo, la escena se filma y a otra cosa. Por supuesto
que la lentitud con que está narrada esta diligencia trivial da una pauta de lo que nos
espera.
Poco después, a Xiao lo asalta un punzante y
misterioso dolor de cuello. Punzante porque le aqueja tanto que, de aquí en más, no
hará otra cosa que ambular por el film con la cabeza torcida, frotándose el cogote o
presa de la desesperación golpeándoselo. Misterioso porque no hay terapia
que logre mitigarlo. Y eso que prueba de todo. Junto a su padre, que es homosexual (y no
se habla con su esposa, aunque comparten techo), Xiao visita a un abanico de especialistas
que practican desde la acupuntura hasta los masajes, pasando por la ciencia médica y por
una curiosa variante del tarot (lo más interesante de la película, por cierto) que en
lugar de tirar las cartas atiende a las oscilaciones... de una silla.
Con muy buena voluntad, cabría aceptar que El
río está poblada de "simbolismos". Empezando por el agua, que no sólo
sería la responsable del mal de cuello sino de otras catástrofes, como una
gotera que acaba asemejándose a una catarata. Un respetable crítico de nuestro medio
apuntó la audacia de atribuirle malignidad al agua, que siempre ha sido símbolo de
pureza. Lo que faltó explicar es qué hay detrás de esa audacia, a qué viene, a qué
sirve. Dicho de otro modo: en qué se diferencia una audacia como esta de una
arbitrariedad, por no decir de una tontería.
Otro crítico, no menos respetable aunque en este
caso italiano, remarcó el paralelo entre El río y cierto cine de Michelangelo
Antonioni. Básicamente se refería a los larguísimos silencios que puntúan al film de
Tsai. Pero la crítica, como la política, debería evitar confundir lo esencial con lo
accesorio. Los simbolismos, como los antonionismos, requieren de un terreno que
les permita fructificar. Y lo esencial, creo, es que este río está infestado de
torpezas.
La primera es la indescriptible falsedad del
protagonista. Sin motivos aparentes (no es sordo ni mudo, y el dolor todavía no lo
paraliza), Xiao no responde a sus interlocutores. En ciertos momentos acaso para
variar aunque le duele el cuello se toma... la cintura. Más en general, junto a su
dolor aumenta la imposibilidad de las caras y gestos con que lo acusa.
El manejo de los tiempos llega a exasperar. En un
momento puede verse a un hombre durmiendo la siesta, absolutamente quieto durante dos
minutos. Que yo sepa, a nadie se le ocurrió comparar a Tsai con Bergman. Por si las
moscas: los tiempos largos de Bergman, a diferencia de los de Tsai, obedecen a alguna
razón... y se traducen en un efecto. Los de El río no; son efectismos.
Sus silencios son más gratuitos y artificiosos aun. Nada que ver con los de Antonioni,
que guste o no solían apoyarse poderosamente en la naturalidad (de ahí sus climas):
eran los silencios de un ambiente "así" en un momento "como ese". La
mitad de los de Tsai, en cambio, están penosamente fabricados: se limitó a bajar la
perilla del volumen para suprimir sonidos en ambientes en que se los puede intuir, por
obvios.
Lo peor y ya es decir está dado por un
enésimo artificio. Las escenas de "alto voltaje homosexual", que son muchas,
están presididas por la más insólita versión de la anatomía masculina. Veamos: un
hombre introduce su mano por debajo de una toalla para masturbar largamente a otro. Pero
el encuadre es lo suficientemente amplio como para demostrar fehacientemente que lo que
hace en realidad... ¡es acariciarle el ombligo!
Patético.
Guillermo Ravaschino
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