Estrenada tardíamente en la
Argentina, Viva el amor es la segunda película de Tsai Ming-Liang.
Ganadora de numerosos premios en diversos festivales del mundo, se suma a
toda una ola de películas orientales estrenadas y por estrenar, que
confirman que este cine ha encontrado un lugar –aunque más no sea
marginal– en las carteleras porteñas.
El tratamiento del tema del amor se puede relacionar
con la última película de Wong Kar-Wai. Pero mientras en Con ánimo
de amar el conflicto pasa por la incapacidad de los personajes para
dar lugar al gran amor que sienten, aquí nos encontramos con un problema más
serio: la falta de tal amor. Desean amar, pero ninguno sabe cómo
hacerlo, y esto los hace vivir en una gran soledad.
May Lin trabaja en una inmobiliaria, y su tarea
consiste en mostrarle departamentos vacíos a posibles clientes.
Hsiao-Kang vende lugares para descansar eternamente: nichos para las
cenizas de los muertos. Ah-Jung no quiere estar atado a ningún
compromiso. Por eso maneja él mismo sus horarios, vendiendo ropa femenina
en la vereda, y también por eso sufre menos que los demás la falta del
amor.
Los tres van a cruzar sus caminos en un departamento
desocupado, en las afueras de la ciudad de Taipei. Parecería que van a
relacionarse, pero esto no se concreta del todo; aun cuando logran
hacerlo, siguen estando solos. El sexo a veces les sirve de refugio, pero
como algo tan fugaz y efímero que sólo apacigua la soledad por un rato.
El notable uso de los silencios es una constante.
Prácticamente no hay diálogos, pero los vacíos verbales están cargados
de sentido y emociones, y si uno no está del todo atento, corre el riesgo
de pasarlos por alto. No nos enteramos de lo que sienten los personajes
por lo que dicen sino por lo que hacen, y por cómo lo hacen.
Viva el amor nos
aproxima al mundo de cada uno de los protagonistas de forma tal que hasta
sentimos cierta incomodidad de inmiscuirnos en su intimidad. Todos hacemos
"locuras" cuando estamos solos, cosas que nada tienen que ver
con la conducta "civilizada", lógica y predecible que llevamos
a diario en nuestra vida. Aquí presenciaremos un desborde de estos
momentos privados.
La cámara ayuda. Sin planos subjetivos, la mayoría
de las veces nos hace ver lo que sucede desde un punto fijo, limitándose
a girar sobre su eje para seguir a los personajes. También hay escenas en
las que se mueve, acompañándolos, pero siempre respetuosa,
sigilosamente, sin ponerse por encima de lo que está pasando.
Las actuaciones son brillantes. Los intérpretes se
meten a tal punto dentro de los personajes que es casi imposible
imaginarlos de otro modo. Quizás Chao-Jung Chen –que acompaña al
director desde su primera película– tenga el papel más comprometido y
difícil de encarar.
Tsai Ming-Liang (El río, The Hole) ha redondeado un film exquisito,
mucho menos optimista que lo que su nombre sugiere, pero con la genialidad
de encontrar belleza hasta en lo más sórdido. Y a su vez, de hacernos
sentir cuán cerca están esos personajes de nosotros mismos. Valió la
pena esperar.
Cecilia Pérez Casco
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