Woody Allen
volvió. Dice la leyenda que, después de trabajar bajo su dirección en
Match Point, Scarlett Johansson le pidió una película en la que pudieran
actuar juntos. Este sería el resultado.
Por más que quienes dijeron que Match Point se repite en relación a
Crímenes y pecados están en lo cierto, también es cierto que ese film
representó de algún modo un resurgimiento de Allen, en particular en
relación a otros recientes como Ladrones de medio pelo y La mirada
de los otros, donde el director parecía haber perdido el rumbo de manera
definitiva. Ambientada también en Londres, en un escenario de clase alta en
el que sus dos protagonistas principales son "peces fuera del agua",
Scoop parece una reescritura de la anterior pero con gags. Que, por otra
parte, no siempre resultan efectivos.
Johansson es Sondra Pransky, una estadounidense que estudia periodismo y,
estando de visita en Londres, concurre con una amiga a ver un espectáculo de
magia. Cuando el improbable mago Splendini (Allen) la invita al escenario
para participar en uno de sus trucos, el fantasma de un viejo periodista se
aparece ante Sondra para darle una tremenda primicia: el nombre del Asesino
del Tarot,
quien tiene la costumbre de dejar una carta junto a al cuerpo de sus
víctimas y es
autor de una serie de crímenes que conmueven a Londres.
Con sólo leer una sinopsis de pocas líneas todo llevaba a pensar que el
asunto del veterano periodista que vuelve del más allá (interpretado con
convicción por Ian McShane) sería lo más difícil de digerir. Sin embargo, lo
más inconsistente resulta ser el retrato de los otros personajes: hay una
visión algo ingenua y esquemática de lo que se supone es la aristocracia
británica. Allen se priva de utilizar la ironía para poner de relieve su
distancia respecto del ambiente que pretende retratar.
Por otra parte, falla también la pesquisa de Splendini y Sondra, convertidos
de pronto en dos atolondrados detectives. Como les sucede a muchos actores
que admiran al cineasta neoyorquino y tienen la suerte de trabajar con él
(desde Kenneth Branagh a Will Ferrell), Johansson se dedica a imitar los
gestos y la manera de hablar de a Allen. No lo hace mal, pero sería más
verosímil si sus personajes fuesen en realidad padre e hija, y no dos
norteamericanos en Londres que acaban de conocerse. Hugh Jackman, elegante y
versátil (y aquí muy desaprovechado), interpreta a Peter Lyman, un
aristócrata británico sospechado de ser el asesino.
En resumen, una especie de comedia de enredos, inserta en una trama policial
previsible y pueril, que sólo consigue despertar una simpatía piadosa por un
director que supo deslumbrarnos con films tan diversos como Robó, huyó y
lo pescaron, Manhattan o Dulce y melancólico, y que,
esperamos, vuelva a encontrarse con una mejor versión de sí mismo.
María Molteno
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