Solos es un
palíndromo: una palabra que se lee igual de izquierda a derecha
que de derecha a izquierda; una palabra con ida y vuelta. Solos, la
película, parece reclamar también esa lectura. Es casi circular, empieza con
el inicio del final (lo comprenderemos en los últimos minutos) y en su
transcurso dará cuenta de la vida, en estos tiempos que corren, de un par de
hombres inmersos en un mundo que, habiendo arrasado con el viejo “rol
masculino”, los deja boyando entre los metrosexuales y la versión
sensible.
Solos
es una película masculina (me animo a decirlo, a pesar de lo inútil y
difícil de estas clasificaciones) y no sólo en su temática sino en su cosmovisión. Pero esta mirada genérica, este ojo sesgado y
parcial, redunda en beneficiosa y productiva herramienta. Además de
constituirse en gracioso y sentimental recurso para varias escenas.
Luis (Adrian Navarro) trabaja de publicista y acaba de ser dejado por su
novia, una meteoróloga televisiva (Ximena Fassi) que entre anuncios de
lluvias o probables heladas mecha frases que supone románticas aunque no
pasan de cursis. Enrique (Sergio Boris) es empleado en una librería, escribe
un fascículo sobre el asado argentino, y viene de separarse de
su esposa (Andrea Pietra), con quien tiene dos hijos pequeños. Luis y
Enrique son amigos. Amigos de hacer gimnasia, de jugar y ver fútbol, de
salir a beber, de consultarse sobre los trabajos, de regalarse cosas. Pero
no de contarse sus vidas sentimentales. No está bien visto que un hombre
hable de lo que siente. Cuando lo hagan será producto de una borrachera a
la que los ha llevado el desengaño, de esas que habilitan desinhibiciones y
prometen la posibilidad del olvido al día siguiente. Lo que comienza como un
amparo momentáneo del soltero que le permite al casado pasar unos días en su
departamento se convierte en una convivencia forzada que lentamente irá
perdiendo, o modificando, su naturaleza. Se impondrá la compañía y cada uno
será el Otro en quien poder medirse (lo que se tiene, lo que falta), sentar
posiciones, procurar hallar(se) un lugar, realizar cambios, experimentar y
tratar de ser.
Lo importante es la búsqueda, no tanto el resultado, y
la película (un poco por eso mismo, pero otro
poco con la conciencia de medir los riesgos y no extremar las elecciones)
echa mano de tal proposición y la traslada a su propia forma. El coqueteo
con la elección (homo)sexual de algún personaje, por ejemplo, es mucho más
intrascendente que la aparición, el reconocimiento y la aceptación del
propio deseo (y la necesaria inclusión del cuerpo para su concreción). Para
ello, el director José Glusman, mediante un guión inteligente en
colaboración con Jorge Huertas, explora y y deja al descubierto las variadas situaciones
que se pueden dar entre dos hombres y que podrían ser ambiguamente leídas:
acercamientos, roces, toqueteos, abrazos, palabras o frases que
indudablemente forman parte de rituales muy comunes, muy frecuentes –como el
fútbol o ciertas salidas grupales–, pero que no por ello consiguen hacer
desaparecer la tensión sexual (o “la energía”, como explica el amigo gay en
la pequeña gran composición de Nacho Gadano). También hay algo en la puesta
y en la duración de las escenas que llama la atención. La cámara permanece
allí aún cuando todo lo que se supone que debería haber pasado, pasó. Así
sucede en la escena de la borrachera en el sofá, en la salida de la
tanguería, en el abrazo tras el triunfo del seleccionado nacional, por citar
sólo unos ejemplos. Ese breve pero inquietante lapso recupera la sorpresa,
desarticula el artificio y permite vislumbrar el paso –el peso– de la
extrañeza en lo cotidiano.
Esos nuevos
apetitos que se insinúan en los protagonistas no se parangonan en
términos de búsqueda ni de necesidad, lo que permite que los cambios que se
producen en ellos también tomen distancia del objeto físico y corporal y se
vislumbren, al menos en sus comienzos, en forma abstracta y reflexiva. Lo
evidente es que los cambios se hacen carne en los demás y los afectan. Son
visibles, palpables, disfrutables, llevan a otras (y no simplemente mejores
sino más fluidas y menos envaradas) formas de comunicación y relación. Si
bien el riesgo de cruzar el umbral (o salir del placard) no
pasa de un momento gracioso (la escena del viagra es muy reveladora al
respecto), de un equívoco, de una “liberación” que los estimulantes externos
apuran pero la conciencia reprime, resulta inquietante por lo que deja
expuesto. Y perturba. Esta misma escena confirma la mirada masculina hetero
–ya mentada– sobre el sexo, pero una mirada que con gracia consigue
interrogar juicios, gustos, modos culturales que se pretenden naturales y no
hacen más que revelar la dominación arbitraria que ejercen sobre la
corporalidad y el deseo. A todo esto, y por si no ha quedado claro, vuelvo a
decir que, aunque una y otra vez la aborda para burlarse de ciertas
situaciones estereotipadas, la “elección sexual” dista de ser el tópico
central de Solos, que tampoco se acerca a una pintura misógina o
machista sobre las relaciones, y mucho menos a la facilista y políticamente
correcta recurrencia a lo gay como cool. Antes bien, su tema parece
ser la fuerza deseante como fundante y motora de vida.
Más allá de cierto uso excesivo
de la musicalización (a veces hasta en la potencia con que suena la banda
sonora), de algunas redundancias que duplican lo que se ve con palabras, de
cierta innecesaria aceleración al comienzo de la convivencia de esta
extraña pareja despareja –si hay dos personas opuestas esas son Luis y
Enrique–, el riesgo que presupone la excelente elección del casting
protagónico (cediendo la belleza idealizada en favor de la credibilidad de
lo alcanzable) es bienvenido. Lo mismo que el humor y la ternura que
derrochan los personajes, la mostración del matiz político que trasuntan las
decisiones cotidianas y el homenaje a la amistad (no por nada el film por
exhibirse en el pueblo es Casablanca). “No creo ser tan importante”,
canta Divididos en su tema “Par mil”, que cierra Solos, y algo de eso
sobrevuela todo el tiempo la película.
Javier Luzi
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