Ya es habitual que desde estas páginas yo exprese mi admiración por el
cine iraní, por su peculiar manera de explorar sus propias limitaciones,
extrayendo de ellas un cine totalmente renovado, fresco y original. No es
una postura a priori, sino confirmada cada vez que asisto a una
nueva proyección. En el panorama del cine iraní, la figura de Abbas
Kiarostami es la más brillante, y ha iluminado a todos los demás
realizadores. Por fin llega el demorado estreno de esta hermosa película,
la más compleja y personal, que se inscribe en la línea de El sabor
de la cereza (film que se evoca repetidamente) y en la que el director
utiliza una vez más el cine para tratar sobre la vida, la muerte, la
moral, la humanidad en suma.
Un grupo de la televisión acude a
un pueblo distante 700 kilómetros de Teherán a filmar un acontecimiento
popular: una ceremonia fúnebre, misión que mantendrán encubierta. El
film trata sobre la espera, ese tiempo muerto que transcurre mientras la
muerte de una anciana que "tiene 100 o 150 años" –según su
nieto– demora en llegar. Las primeras imágenes anticipan todo el film:
el camino pedregoso tan caro al director, sinuoso entre colinas, el que
todos hacemos y deshacemos, y que no lleva a ninguna parte, o a todas.
La narración se centra en la figura
de Behzad, el director del equipo, y en su vínculo con la gente del
lugar: con cada uno comparte una experiencia, y lo que sucede está
narrado a través de su punto de vista. Su grupo de trabajo, de tres
colaboradores, nunca está en escena, se mantiene fuera de campo, o
directamente desaparece cuando lo necesita. La gente de la ciudad nunca
hace explícito el motivo de su visita al pueblo, se habla vagamente de un
tesoro, y los residentes le adjudican al director el honroso título de
ingeniero.
Durante la espera, Behzad recibe,
desde la capital, llamadas apremiantes de su productora. La señal sonora
no llega a su teléfono celular, por lo cual corre por todo el pueblo y
debe manejar hasta una colina cercana, donde está el cementerio, para
poder sostener una comunicación. Los días se suceden rutinariamente y
sin novedad, las llamadas se vuelven más apremiantes, y una y otra vez
Behzad debe repetir su viaje al cementerio. La cámara filma el recorrido
de su camioneta por otro camino circular, permaneciendo fija en el mismo
lugar, con la misma luz, captando los mismos movimientos, una y otra vez,
hasta volverse un ritual. Pero la cuarta vez que sucede no resulta igual a
la primera: para entonces, la impaciencia del director y su equipo ha ido
en aumento, y se evidencia el extremo de incomprensión de la gente de la
ciudad, que le exige la seguridad de que algo sucederá próximamente. La
exasperación del director estalla y su enojo se vuelca contra los más
débiles: el muchachito que lo asiste en la aldea y una tortuga, obvio
símbolo, que se cruza en su camino.
El título proviene de la popular
poetisa feminista Farough Farrukhzad: es el último verso de un poema
citado en la escena más enigmática e inolvidable del film. Behzad acude
a la casa de la novia del excavador que ha conocido en el cementerio, y
con la excusa de conseguir leche, conversa con su novia, en un mágico
momento de seducción. La escena tiene lugar en una caverna apenas
iluminada por una lámpara a ras del piso, y sólo vemos las manos y la
falda de la joven, quien conserva todo su pudor frente al extraño. En un
país donde una mujer soltera no debe estar sola con un hombre, estos
planos motivaron la prohibición del film, por su alto contenido
erótico.
Si bien esta es una película de
hombres, Kiarostami encara por primera vez la figura de la mujer –asombrosamente,
una de ellas atiende el café del lugar– dejando el tema abierto a
posteriores abordajes.
Aunque por momentos resulte morosa,
los motivos de la película la hacen absolutamente inquietante: las
repeticiones cíclicas, la situación ambigua, las llamadas crípticas que
recibe desde la ciudad que también hablan de muerte, sus charlas con el
enterrador, a quien nunca vemos, la conversación en la cueva a oscuras
con su novia, quien tampoco se muestra, el poema que propone ser
llevados por el viento, llenan el vacío creado por la espera.
Kiarostami intensifica en este film
su crítica social: durante toda la historia subyace una mirada irónica
hacia el hombre de ciudad, en absurdo contraste con la gente del pueblo,
que tiene otros tiempos y sabe observar la naturaleza, vive el presente y
respeta los ritmos naturales. El chiste del celular acentúa esa ironía:
a la cuarta vez que sube la colina, la situación ha pasado a ser
ridícula. El director, que está deseando hacer una filmación, no tiene
los elementos ni la gente para cubrir la noticia cuando algo altera la paz
del pueblo.
La importancia del fuera de campo
adquiere mayor significación cuando nos enteramos de que a veces es el
mismo Kiarostami quien está en lugar del protagonista: él es quien
interroga al chico, al maestro, al joven que le confirma la importancia
ritual del esa ceremonia fúnebre que están esperando. De esta manera, la
identificación del director real con su personaje en la ficción es
absoluta, y la ironía se transforma en autocrítica ácida hacia el
vínculo entre los cineastas y la gente común, como hemos visto ya en Detrás
de los olivos y La vida continúa.
Algunos objetarán que el más
grande realizador iraní nos ofrece más de lo mismo. Kiarostami ya ha
llegado a la categoría de clásico: como tal, volverá una y otra vez
sobre sus temas y motivos, se cita a sí mismo recurrentemente, pero –y
ésta es la clave– en una vuelta más de espiral. En esta obra maestra
radicaliza aspectos elaborados en otros films: hay muy poca información,
mayor ambigüedad, y un uso permanente del fuera de campo. La película
puede verse en clave de Borges, quien decía escribir siempre el mismo
poema.
En su conocida articulación entre
ficción y documental, Kiarostami hace un film escamoteando casi la mitad
de la realidad. Evita cuidadosamente el contraplano, y así el espectador
debe completar los diálogos en su imaginación: nunca vemos a los
colaboradores con los que habla Behzad, no vemos lo que él ve, nunca
accedemos a la anciana enferma, ni vemos el rostro del excavador del
cementerio con quien dialoga el ingeniero, ni el de su novia. Kiarostami
hace un arte de la ocultación, y el espectador pasa a tener un rol activo
en la obra. Si la primera toma es un camino zigzagueante, como los de El
sabor de la cereza o La vida continúa, la sinuosidad se repite
en el ascenso al cementerio, en el viaje en moto de un anciano que da
lecciones de vida, en el increíble recorrido que hace una manzanita al
caer en tierra, y por fin, en las curvas del arroyo de la toma final. La
maravillosa arquitectura laberíntica del pueblo lleva a los habitantes a
moverse entre casas superpuestas, arracimadas, pasando de una escalera a
una terraza, y de ésta a una calle, en un itinerario que se hermana con
los otros recorridos. Kiarostami fue también pintor, y como los
clásicos, repite el rasgo en zigzag, como Cézanne reitera la diagonal.
Antes que sobrevenga la muerte,
deberán cumplirse los infinitos gestos que la preceden, inexorablemente.
Mientras tanto, ¿qué es lo que muere? Acaso un modo de esperar la
muerte, una forma de vida que ya no será la misma después de esta
invasión de operadores y teléfonos celulares.
Josefina Sartora
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