HOMEPAGE
ESTRENOS
VIDEOS
ARCHIVO
MOVIOLA
FORO
CARTELERA
PRENSA
ACERCA...
LINKS















PRIMER PLANORECOMIENDA

EL VIENTO NOS LLEVARA
(Bod Mara Jahad Bord)

Irán, 1999



Dirigida por Abbas Kiarostami, con Behzad Dourani y los habitantes de la villa de Siah Dareh.



Ya es habitual que desde estas páginas yo exprese mi admiración por el cine iraní, por su peculiar manera de explorar sus propias limitaciones, extrayendo de ellas un cine totalmente renovado, fresco y original. No es una postura a priori, sino confirmada cada vez que asisto a una nueva proyección. En el panorama del cine iraní, la figura de Abbas Kiarostami es la más brillante, y ha iluminado a todos los demás realizadores. Por fin llega el demorado estreno de esta hermosa película, la más compleja y personal, que se inscribe en la línea de El sabor de la cereza (film que se evoca repetidamente) y en la que el director utiliza una vez más el cine para tratar sobre la vida, la muerte, la moral, la humanidad en suma.

Un grupo de la televisión acude a un pueblo distante 700 kilómetros de Teherán a filmar un acontecimiento popular: una ceremonia fúnebre, misión que mantendrán encubierta. El film trata sobre la espera, ese tiempo muerto que transcurre mientras la muerte de una anciana que "tiene 100 o 150 años" –según su nieto– demora en llegar. Las primeras imágenes anticipan todo el film: el camino pedregoso tan caro al director, sinuoso entre colinas, el que todos hacemos y deshacemos, y que no lleva a ninguna parte, o a todas.

La narración se centra en la figura de Behzad, el director del equipo, y en su vínculo con la gente del lugar: con cada uno comparte una experiencia, y lo que sucede está narrado a través de su punto de vista. Su grupo de trabajo, de tres colaboradores, nunca está en escena, se mantiene fuera de campo, o directamente desaparece cuando lo necesita. La gente de la ciudad nunca hace explícito el motivo de su visita al pueblo, se habla vagamente de un tesoro, y los residentes le adjudican al director el honroso título de ingeniero.

Durante la espera, Behzad recibe, desde la capital, llamadas apremiantes de su productora. La señal sonora no llega a su teléfono celular, por lo cual corre por todo el pueblo y debe manejar hasta una colina cercana, donde está el cementerio, para poder sostener una comunicación. Los días se suceden rutinariamente y sin novedad, las llamadas se vuelven más apremiantes, y una y otra vez Behzad debe repetir su viaje al cementerio. La cámara filma el recorrido de su camioneta por otro camino circular, permaneciendo fija en el mismo lugar, con la misma luz, captando los mismos movimientos, una y otra vez, hasta volverse un ritual. Pero la cuarta vez que sucede no resulta igual a la primera: para entonces, la impaciencia del director y su equipo ha ido en aumento, y se evidencia el extremo de incomprensión de la gente de la ciudad, que le exige la seguridad de que algo sucederá próximamente. La exasperación del director estalla y su enojo se vuelca contra los más débiles: el muchachito que lo asiste en la aldea y una tortuga, obvio símbolo, que se cruza en su camino.

El título proviene de la popular poetisa feminista Farough Farrukhzad: es el último verso de un poema citado en la escena más enigmática e inolvidable del film. Behzad acude a la casa de la novia del excavador que ha conocido en el cementerio, y con la excusa de conseguir leche, conversa con su novia, en un mágico momento de seducción. La escena tiene lugar en una caverna apenas iluminada por una lámpara a ras del piso, y sólo vemos las manos y la falda de la joven, quien conserva todo su pudor frente al extraño. En un país donde una mujer soltera no debe estar sola con un hombre, estos planos motivaron la prohibición del film, por su alto contenido erótico.

Si bien esta es una película de hombres, Kiarostami encara por primera vez la figura de la mujer –asombrosamente, una de ellas atiende el café del lugar– dejando el tema abierto a posteriores abordajes.

Aunque por momentos resulte morosa, los motivos de la película la hacen absolutamente inquietante: las repeticiones cíclicas, la situación ambigua, las llamadas crípticas que recibe desde la ciudad que también hablan de muerte, sus charlas con el enterrador, a quien nunca vemos, la conversación en la cueva a oscuras con su novia, quien tampoco se muestra, el poema que propone ser llevados por el viento, llenan el vacío creado por la espera.

Kiarostami intensifica en este film su crítica social: durante toda la historia subyace una mirada irónica hacia el hombre de ciudad, en absurdo contraste con la gente del pueblo, que tiene otros tiempos y sabe observar la naturaleza, vive el presente y respeta los ritmos naturales. El chiste del celular acentúa esa ironía: a la cuarta vez que sube la colina, la situación ha pasado a ser ridícula. El director, que está deseando hacer una filmación, no tiene los elementos ni la gente para cubrir la noticia cuando algo altera la paz del pueblo.

La importancia del fuera de campo adquiere mayor significación cuando nos enteramos de que a veces es el mismo Kiarostami quien está en lugar del protagonista: él es quien interroga al chico, al maestro, al joven que le confirma la importancia ritual del esa ceremonia fúnebre que están esperando. De esta manera, la identificación del director real con su personaje en la ficción es absoluta, y la ironía se transforma en autocrítica ácida hacia el vínculo entre los cineastas y la gente común, como hemos visto ya en Detrás de los olivos y La vida continúa.

Algunos objetarán que el más grande realizador iraní nos ofrece más de lo mismo. Kiarostami ya ha llegado a la categoría de clásico: como tal, volverá una y otra vez sobre sus temas y motivos, se cita a sí mismo recurrentemente, pero –y ésta es la clave– en una vuelta más de espiral. En esta obra maestra radicaliza aspectos elaborados en otros films: hay muy poca información, mayor ambigüedad, y un uso permanente del fuera de campo. La película puede verse en clave de Borges, quien decía escribir siempre el mismo poema.

En su conocida articulación entre ficción y documental, Kiarostami hace un film escamoteando casi la mitad de la realidad. Evita cuidadosamente el contraplano, y así el espectador debe completar los diálogos en su imaginación: nunca vemos a los colaboradores con los que habla Behzad, no vemos lo que él ve, nunca accedemos a la anciana enferma, ni vemos el rostro del excavador del cementerio con quien dialoga el ingeniero, ni el de su novia. Kiarostami hace un arte de la ocultación, y el espectador pasa a tener un rol activo en la obra. Si la primera toma es un camino zigzagueante, como los de El sabor de la cereza o La vida continúa, la sinuosidad se repite en el ascenso al cementerio, en el viaje en moto de un anciano que da lecciones de vida, en el increíble recorrido que hace una manzanita al caer en tierra, y por fin, en las curvas del arroyo de la toma final. La maravillosa arquitectura laberíntica del pueblo lleva a los habitantes a moverse entre casas superpuestas, arracimadas, pasando de una escalera a una terraza, y de ésta a una calle, en un itinerario que se hermana con los otros recorridos. Kiarostami fue también pintor, y como los clásicos, repite el rasgo en zigzag, como Cézanne reitera la diagonal.

Antes que sobrevenga la muerte, deberán cumplirse los infinitos gestos que la preceden, inexorablemente. Mientras tanto, ¿qué es lo que muere? Acaso un modo de esperar la muerte, una forma de vida que ya no será la misma después de esta invasión de operadores y teléfonos celulares.

Josefina Sartora     

ARTICULOS RELACIONADOS:
   >Crítica de El sabor de la cereza
   >Crítica de Detrás de los olivos


Enviá tu crítica al Foro